Todo cambio de ciclo político o de régimen, o como quiera llamarse, exige el concurso de activistas, que, a menudo a ciegas y sin idea de en qué van a terminar sus iniciativas, se abren paso a través de las fisuras de la estructura a la que están enfrentados. La sorpresa surge cuando los activistas utilizan los mecanismos de la estructura y se encuentran formando parte de ella, en el dilema de que no pueden abolirla o transformarla y además han sido mandatados para mantenerla y gobernarla. Esto es lo que tiene perplejo estos días al aciago don Torra, uno de esos tipos que creen que el mundo tiene el volumen de su cabeza y no pueden actuar de otra forma que de acuerdo con esta creencia, ni siquiera cuando el mundo arde a su alrededor con llamas de las que él mismo no sabe si es responsable. Hay una parte trágica en este asunto: los independentistas tienen que gobernar una Cataluña que no puede ser independiente, ni ahora ni antes ni en un futuro previsible porque lo impide la ley, la correlación de fuerzas sociales y políticas del país y, en último extremo, el contexto internacional; en resumen, las llaves de la historia no están en sus manos. Los manifestantes indepes creen que protestan contra una sentencia judicial pero en realidad protestan contra sí mismos, contra su credulidad por haber sido víctimas de una estafa.

Volvamos al activismo. El prusés fue posible porque los activistas de dos organizaciones sociales (ómnium y aenecé) consiguieron convertir en una epopeya popular lo que solo era una lucha por la hegemonía en el seno de la clase política catalanista, después de que el catalanismo reinante se encontrara con dos obstáculos insalvables: el descubrimiento de la cleptocracia pujolista que los había liderado y los recortes sociales derivados de la crisis económica que los enfrentaban a la mayoría de la sociedad.  Entonces encontraron un culpable al pelo –Espanya ens roba– y, como nada une tanto como acordar un chivo expiatorio para un malestar generalizado,  el independentismo subió como la espuma. Desde el primer minuto se supo que aquella era una aventura de imposible final pero, ¿quién iba a salir al balcón y pedir a las masas que se volvieran a casa hasta nueva orden?, ¿se imaginan que Moisés hubiera bajado del Sinaí para decir al pueblo judío que todo era un error y que había que volver a Egipto? No, en momentos de locura, mejor hacerse el loco, apretar las filas, tirar p’alante y ya veremos. El activismo se había apoderado del prusés. Para decirlo todo, la oposición españolista también prefería el activismo de doña Arrimadas y don Rivera a cualquier solución política razonable y, cuando no había una marcha o una manifestación, unos activistas ponían lacitos amarillos y otros los quitaban, como críos en un patio de recreo.

La sentencia del supremo, cualquiera que sea la opinión que nos merezca, ha puesto al activismo independentista frente a sus responsabilidades, y este, en respuesta, se ha revuelto contra sí mismo y contra lo que pretende representar pegando fuego a la capital de su país. Una vez más, como un crío inmaduro pero esta vez sin la tutela de los jefes de la guardería. Ver a esta chavalería de clase media bienestante, embutidos en la capucha de una sudadera liberando testosterona y estrógenos frente a un contenedor en llamas produce una mezcla de estupor y tranquilidad. Lo primero porque ni ellos mismos saben de qué protestan y lo segundo porque su procedencia de clase augura que la protesta terminará pronto. En resumen, el activismo independentista ha conseguido destruir el crédito político de la Generalitat y el mobiliario urbano de Barcelona de una tacada, sin contar con que han pasado de héroes a villanos en un santiamén para satisfacción de sus adversarios.