La introspección y el ensimismamiento solo funcionan en soledad. Son procesos o actitudes individuales que no conciernen a los demás. Te sientas sobre tus nalgas, cruzas tus piernas, recorres tus chacras y flotas en tu vacío. El resultado es una suerte de paz barnizada por un sentimiento de superioridad ante el ajetreo que te rodea.  Es una experiencia inefable y por eso mismo no puede colectivizarse. Dejas caer los párpados, recitas desde el fondo del plexo solar om mani padme hum y ya está. La sorpresa llega cuando abres los ojos y el mundo sigue ahí, como el dinosaurio del cuento, incluso un poco más encabronado. En Europa estamos viviendo una situación muy rara, en la que se pretende que el ensimismamiento sea una vía política. Brexitianos británicos e indepes catalanes, por mencionar a los más obvios, están en éxtasis o, si se prefiere, en las nubes. Pero no son los únicos. Don Aznar ha merecido el título de el teclista de Pink Floyd, el gran orquestador del tripi nacional-católico que se nos viene encima. En esta bruma, doña May parece una de esas madres de los remotos años sesenta con un pañuelo anudado a la cabeza y una fregona en la mano, que tiene el jardín de casa lleno de hippies fumados y don Sánchez, uno de esos cuñados inoportunos de la cena de navidad que queriendo mediar en la trifulca familiar la recrudece.

Habría que preguntarse cuál es la clave de esta nueva situación. Una hipótesis plausible apunta al smartphone, un  chisme inventado para fomentar la comunicación, convertido por el uso en un espejito mágico donde cada usuario se mira a sí mismo y se ofrece a sus followers. Un monumento portátil al narcisismo. Desde que, según dicen, las redes sociales se han convertido en determinantes para la conquista del poder estamos gobernados por cretinos ensimismados. Trump en primer término; don Rufián en segunda posición. Quizás el mundo haya ganado algo en este tránsito porque antes nos gobernaban tiranos y dictadores y por ahora los cretinos parecen inofensivos. Verlas venir, como decía la abuela. Pero en el subidón del viaje es audible el ronroneo irregular del motor que advierte de la salud de la nave. Monsieur Macron tiene incendiada la cubierta y frau Merkel se dispone a abandonar la singladura dejando la bodega con varias vías de agua y plagada de termitas. Los franceses ensayan su enésima revolución y los alemanes vuelven a las andadas que tantos éxitos les dieron en el siglo pasado. Vuelve, pues, el ensimismado debate por el ser de Europa entre Settembrini y Naphta en el balneario de Davos, que aún funciona, ahora dedicado a cuidar la tuberculosis de nuestro tiempo, a la que llamamos globalización.