El noventa por ciento de la calma, cuando no indiferencia, con que la sociedad asume los conflictos políticos de la actualidad, que no son poca cosa, sin dejar de sentirse una sociedad pacífica, democrática y segura se debe a que el ejército ha dejado de ser un agente activo del escenario político. La cuestión militar está zanjada, para decirlo con un término acuñado en el periodo constituyente, hace cuarenta años. Luego, el golpe de estado del veintitrés-efe demostró que quedaba algún rescoldo, que se apagó en su momento. Este es uno de los rasgos, y no el menos importante, que distingue la crisis actual de la que aconteció en los años treinta del siglo pasado. Pero hagamos un poco de historia.

Al término de la segunda guerra mundial, el concepto de guerra y de ejército registró una mutación irreversible. El armamento nuclear y los misiles de largo alcance convirtieron, no al ejército enemigo sino a países enteros en objetivo de destrucción masiva. Las guerras de antaño, basadas en bombardeos localizados, infantería y carros blindados frente a frente según el modelo del precedente conflicto mundial quedaron obsoletas y solo reservadas para episodios bélicos locales, que no han faltado desde entonces pero que no amenazan a grandes teatros de operaciones como ocurrió en la primera mitad del siglo pasado. En este contexto, la dictadura de Franco mantuvo un ejército extenso y obligatorio, si bien inoperante, con tres objetivos: uno, mantener su principal instrumento de poder, dos, satisfacer mediante empleos y prebendas a la corporación que le había seguido en el golpe de estado y que constituía la institución más leal a su persona, y tres, conservar el aparato disciplinario sobre la población joven por medio de la recluta obligatoria. Años después de la muerte del dictador y ya en democracia, el gobierno abolió la mili obligatoria y los militares dejaron de figurar en las preocupaciones del común. Desde entonces, han quedado recluidos a lo que se llaman misiones humanitarias aquí y allá, que nadie sabe qué son ni para qué sirven, y, para decirlo todo, a nadie le importa. Ahora, los militares solo son noticia por algún accidente ocurrido en el ejercicio de sus funciones en países más o menos lejanos o por alguna extravagancia perpetrada fuera de sus funciones en el interior del país.

A este segundo rango pertenece el manifiesto firmado por un número indeterminado -¿doscientos o más?- de oficiales del ejército y la marina contra la exhumación de la momia de Cuelgamuros. En el papel califican la iniciativa del gobierno de revancha, hablan de la izquierda y los medios afines que lo instigan, hablan de ataque a la impecable hoja de servicios del aludido y de intento de borrar la historia que, a su entender, es la versión de la historia que forjó el franquismo obviando lo que cualquier ciudadano medianamente ilustrado sabe o puede saber ahora. La mayoría de los firmantes son oficiales retirados, aunque en su periodo activo ocuparon cargos de responsabilidad y confianza en el ejército de la democracia, y un pequeño número están en la reserva y en consecuencia los investiga el gobierno. Si hay adheridos al manifiesto en el servicio activo, no se han hecho públicos sus nombres. Un cierto número muy inferior de militares demócratas han respondido con otro manifiesto. Tiene lo suyo que a estas alturas se tenga que lidiar con dos rasgos típicos del ejército español desde el siglo diecinueve: la vocación de intervenir en la vida pública a golpe de pronunciamiento y la distinción entre demócratas y franquistas, leales y facciosos, liberales y carlistas, etcétera. Cuando los de nuestra quinta hicimos al mili, los oficiales del ejército portaban en su uniforme de gala un cordón trenzado  de color granate que les cruzaba el pecho y cuyos extremos se unían en el costado, junto a la empuñadura de la espada, por una abrazadera dorada en la que se leía: 1936-1939.  No era el ejército de España, era el de Franco. Esta idea de que el ejército, la nación y el estado se formaron en el mismo acto providencial  bajo el mando del caudillo constituye una rocosa convicción anidada entre los milicos, que no distingue entre dictadura y democracia y que la sociedad española y sus gobiernos no han conseguido erradicar después de cuarenta años de democracia. ¿Hay que preocuparse?

P.S. Acaso valga la pena recordar que no hace aún seis meses el gobierno de don Rajoy, que había suprimido la educación para la ciudadanía del currículo escolar, se propuso implantar una especie de educación sobre las fuerzas armadas en los colegios.