Al amigo Quirón, con los mejores deseos.

Rescato del trastero con algún asombro dos librotes descomunales y pesadísimos, imposibles de manejar sin el recurso a un facistol de robusta madera de roble que solo puede encontrarse en algún monasterio benedictino o en una catedral. Este carácter arcaizante de la publicación fue sin duda buscado por los editores para hacer congruente la materialidad del documento con su contenido, ya que se trata del catálogo de una exposición titulada La edad de un Reyno (la antigualla ortográfica no es una errata), que promovió hace once años el gobierno de esta remota provincia subpirenaica para mostrar al público la antigüedad milenaria en la que se asienta su autoridad política. Eran años de vacas gordas en las que se podía tocar la eternidad con la mano, y poner en limpio el primer milenio era solo el principio. La instalación de la muestra fue un trabajo histórico riguroso y plúmbeo, en el que una parte importante de la tarea estuvo dedicada a la captación de piezas de la época. La sorpresa, que no debió serlo tanto, vino cuando se descubrió que la mayor parte del material aportado para el acontecimiento procedía de la iglesia. Esta hizo valer sus fueros y el gobierno regional no tuvo más remedio que aceptar un subtítulo de la exposición que decía alambicadamente: Las encrucijadas de la corona y la diócesis de Pamplona. Era lo que se llamaba entonces un titular de consenso, pero lo que revelaba era que el antiguo reino no era más que humo y ceniza bajo la rutilante presencia inmortal de la iglesia. Los prebostes que impulsaron la exposición querían aparecer como herederos de Sancho III el Mayor, el primer rey de España, según tituló el abc de la época, y quedaron como monaguillos del obispo.

La superposición de la iglesia en la historia del país es un hecho genético y al parecer incurable. Tuvo su más reciente apogeo en el nacionalcatolicismo, la última gran aventura medieval de nuestra derecha, y reverdece en cada ocasión. Los obispos venden moral a cambio de… bueno, a cambio de eso, y no hay incidencia, sea nimia o trascendente, en el que no vean afectados sus intereses y no sientan la necesidad de encaramarse al púlpito para destilar doctrina pro domo sua. Ahora mismo, en el guirigay catalán han intervenido los benedictinos de Montserrat a favor de la independencia y los benedictinos del Valle de los Caídos a favor de la unidad visigótica. Faltaba un pelo para que la admonición subiera un escalafón en la jerarquía y ya ha ocurrido. Don Rouco ha advertido que no se puede ser separatista y cristiano, y el inefable don Cañizares, que utiliza la liturgia para ataviarse de bombón, ha optado por meter el secesionismo en el paquete habitual de reprobaciones sobre la materia infernal preferida por los obispos, el sexo y la libertad reproductiva. Los dos príncipes de la iglesia hablan en nombre de dios ¡y de la constitución! Como dice Quirón, que conoce el paño, los curas son nacionalistas porque es el único vicio que no es pecado.