Cataluña se ha convertido por mor de unos y de otros en una aldea en la que las dos familias que se disputan el dominio del predio –constitucionalistas e independentistas, capuletos y montescos, corleones y bonnanos– están encastillados en sus feudos, engrasan sus armas y miran de reojo al otro lado de la calle para detectar los movimientos del enemigo. Ha sido tanta la irracionalidad que ha presidido los meses precedentes que cualquier intento de salir de ella no hace sino hundir más al que lo pretende. Como en los estados de sitio, el cerco de la policía de costumbres se achica a cada día que pasa. Al principio era cuestión de asaltar el poder; más tarde, de hacerse con el relato, y, finalmente, en dictar la normas de urbanidad. No se baila en los funerales, le ha espetado doña Rovira a don Iceta por mensajería de tuit: “Qué fácil es bailar cuando tu adversario político Junqueras está en la prisión”. Bailar o llorar, diríase que ese es el dilema que le espera al votante catalán ante las urnas cuando se acepta que nadie tiene una propuesta para salir del pantanal. El otro día, las dos candidatas más probables a la presidencia de la Generalitat –constitucionalista vs. independentista- concurrieron a un debate unidas por la común ignorancia de la tasa de paro en la comunidad que pugnan por presidir. El lenguaje corporal de ambas delataba, como en el teatro chino, el papel de cada personaje. Una, decidida y lanzada hacia delante; cauta, resentida y retrapada en su asiento la otra.

Risas y lágrimas, las elecciones como efusión de los sentimientos que encubren un recíproco deseo de revancha. Don Iceta pertenece a los tibios, a los que pretenden estar en medio, menguados por la robusta contundencia de los que ocupan los extremos, y sus asesores le habían aconsejado que no bailara pero le pudo querencia. Después de todo, quién dice si bailar no es lo mejor que sabe hacer. Otros, ni eso, una vez que hemos convenido en que las elecciones del próximo veintiuno no van a servir para nada. Las elecciones no se inventaron para reparar afrentas al honor ni vejámenes a la dignidad. Para eso se hicieron los duelos al amanecer, y si ofendidos y ofensores eran tantos como para formar una masa crítica, entonces la solución era la guerra. Por mucho menos de lo que está ocurriendo ahora en Cataluña tiene la historia registradas sarracinas memorables. En este tránsito en el que estamos desde el estado del bienestar hacia el estado del malestar hay algo de exultante en la inmersión en la tribu, en la que resulta más pertinente la danza guerrera y el acuerdo solo entre afines. Decenas de miles de independentistas desfilan por las calles de Bruselas para aclamar al jefe y, enfrente, otro caudillo tribal enardece a los suyos al grito de, a por ellos.