Dos lecturas pendientes

España y Cataluña, consideradas de forma colectiva, se encuentran hoy en un estado de envilecimiento como no habían conocido otro igual en los tiempos modernos.

La reflexión que sirve de entrada a estos apuntes se encuentra en las últimas líneas del diario que escribió Agustí Calvet, Gaziel, entre 1946 y 1953. Aluden, pues, a la situación derivada de la guerra civil en los primeros años de la dictadura de Franco. He pasado los últimos días fajado en la lectura de sendos libros de dos catalanes ilustres del pasado siglo marcados por la derrota, el exilio y la muerte: el mencionado Gaziel y el más conocido Lluis Companys; del primero, Meditaciones en el desierto, y del segundo, Vida y sacrificio de Lluis Companys, un opúsculo biográfico empático y afectuoso escrito por su amigo Ángel Ossorio y Gallardo. Ambos libros eran para mí lecturas pendientes desde algunos años atrás. La trepidación del conflicto catalán, del que no hay manera de distraerse, me ha llevado a estas lecturas pendientes con el ánimo de entender lo que está ocurriendo desde la perspectiva de, digamos, el otro lado del tablero.

La primera observación asombrosa sobre ambas memorias es que dan noticia de hechos y destilan reflexiones que parecen escritas ahora mismo, como si el contencioso entre España y Cataluña, la radical falta de sintonía entre ambas, sus historias paralelas pero no convergentes, fueran una constante insoluble desde tiempo inmemorial pero sobre todo desde principios del siglo pasado, en una especie de asfixiante día de la marmota. En este periodo, no ha habido ocasión en que Cataluña haya intentado reafirmarse a sí misma que no haya sido respondida por el estado español con la fuerza, excepción hecha del retorno de Josep Tarradellas al comienzo de la Transición, un momento en que parecía que la naturaleza del ruedo ibérico iba a cambiar hasta las raíces. Sin duda, cambiaron muchas cosas, pero no las raíces.

Un rasgo de los dos personajes que comentamos aquí merece ser destacado antes de entrar en el contenido de sus experiencias. Ninguno de los dos era nacionalista en el sentido que atribuimos a la palabra, y simplemente se limitaron a servir a Cataluña desde su oficio –periodista Gaziel; abogado y político Companys- y desde sus convicciones cívicas y políticas. Para decirlo de otro modo, no construyeron la nación catalana sino que esta ya estaba formada y ellos se limitaron a servirla de manera natural en su calidad de personajes públicos. En un cierto sentido, estuvieron en bandos distintos y puede decirse que enfrentados. Gaziel era un burgués que se lamenta de la deserción de la burguesía ante el conflicto que había vivido el país. A su turno, Companys fue un activista que intentó incorporar el movimiento obrero a la gobernación de Cataluña y a la corresponsabilidad con la República de los trabajadores de toda clase, como pregonaba el artículo primero de la constitución de 1931. Ambos fracasaron en su empeño y, en desigual medida, ambos lo pagaron a manos del mismo verdugo.

El desierto

Agustí Calvet i Pascual (1887-1964) fue un periodista de referencia en el primer tercio del siglo pasado; corresponsal de La Vanguardia en París y en los frentes de la primera guerra mundial; dirigió después este periódico hasta 1936, momento en que, a raíz del fracaso de golpe militar en Barcelona y la toma del poder por las fuerzas de izquierda, se vio empujado al exilio cuando el periódico fue puesto bajo el mando de un comité obrero y sintió su propia vida amenazada. En 1940 volvió a España, pasó el trámite de la depuración en los tribunales franquistas, y quedó confinado en Madrid donde pudo dedicarse a tareas editoriales, lejos del periodismo y de la opinión en la que había sido un maestro. En estas condiciones escribió, en principio para su propio coleto y sin esperanza alguna de que pudiera publicarse algún día, un diario de reflexiones políticas y culturales impregnadas de amargura, sarcasmo y a menudo ira apenas contenida, reunidas y publicadas más tarde bajo el expresivo título de Meditaciones en el desierto.

El grueso de estas notas es un airado y sostenido lamento por lo que considera la deserción de la burguesía catalana. En España no hay una clase social que merezca ese nombre, en opinión de Gaziel, capaz de hacer prevalecer los valores de libertad y democracia ante el conflicto que había dejado el mundo en manos de dos ideologías totalitarias –el fascismo y el comunismo-, y más tarde por la traición de las potencias occidentales –Inglaterra y Estados Unidos, en particular- cuando resolvieron contemporizar con el régimen de Franco y finalmente aceptarlo  en vez de derribarlo, como esperaban los republicanos españoles al término de la guerra mundial. Gaziel pertenecía a esa delgadísima franja social de la burguesía hispana que era republicana y laica, y un convencido defensor de la democracia liberal. En este hilo discursivo, al lector actual le choca y le cuesta entender sus observaciones exentas de crítica sobre el régimen de la Restauración de Cánovas del Castillo –un modelo al que en ocasiones aluden los pensadores del PP-, que trajo cinco décadas de delicado equilibrio social y progreso económico, a costa de no tocar, y eso lo dice el lector, no el autor, ninguna de las estructuras económicas y sociales que estaban en la base de los males del país, incluida la corrupción endémica.

Pero en el momento de escribir estas notas, el autor estaba en una situación muy posterior y distinta. La democracia había sido destruida en España previo abandono de quienes son sus agentes y beneficiarios naturales. Las clases altas y burguesas de Cataluña y de España, denuncia Gaziel, se habían inhibido ante los cambios políticos necesarios derivados de lo que en la época se llamó la cuestión social y se habían rendido primero ante los comités obreros, y más tarde al régimen militar y fascista a la espera atemorizada de que escampase la tormenta para volver a sus negocios. El lector de estas páginas no puede evitar hoy detectar la semejanza entre el comportamiento denunciado por Gaziel y el de las grandes empresas catalanas que han guardado silencio -denunciado por el socialista Josep Borrell- mientras se incubaba y crecía el independentismo para salir de estampida cuando lo han considerado cosa hecha y dejar así en manos del gobierno central la solución al problema. Entre las numerosas caras que muestra el poliedro del independentismo catalán en nuestros días, una de las más notorias es la crisis socioeconómica que no pueden ni quieren resolver las oligarquías económicas y financieras que la han provocado y la corrupción consiguiente, que ha llevado a las clases medias y menestrales a ocupar el gobierno de la Generalitat, situación no muy distinta a la que se dio en la crisis de los años treinta. Una coda a este estado de cosas es el desesperado sarcasmo que Gaziel dedica a los catalanes a los que él trata en su exilio madrileño, otrora republicanos y catalanistas, que han cambiado de chaqueta y se apresuran a servir a la dictadura de Franco en alguna canonjía, como diplomáticos o periodistas de la prensa del régimen.

El catalanismo como revelación y como misión

El catalanismo de Gaziel no es folclórico, ni étnico ni, ya está dicho, nacionalista. Es político y, en un sentido no excluyente, cultural. Simplemente cree que Cataluña es la región española en la que se puede asentar con provecho la democracia liberal pues tiene una burguesía autónoma, un potente aparato productivo, una robusta sociedad civil y el tejido cultural necesario para que su anhelo de un régimen liberal y democrático fructificase. Ni siquiera es separatista, sino regeneracionista de España. Gaziel describe así (pag. 150) su adhesión a la causa como una revelación y una misión de un modo que sin duda no resultará extraño a los jóvenes que nutren en Barcelona las manifestaciones soberanistas de nuestros días:

“Los jóvenes de mi generación nacimos con las primeras luces del catalanismo político, en el principio del gran espejismo {sic] de la nacionalidad catalana. Conocimos de cerca –en aquellos años de juventud fervorosa que no se olvidan nunca y marcan para siempre- a los grandes patriarcas del catalanismo literario, viejos y con un aura de gloria. Nosotros creíamos a ciegas en aquello de la superioridad de los catalanes sobre los demás pueblos de España, basada en nuestro mayor europeísmo; y teníamos una fe absoluta en que crearíamos una patria nueva, una España nueva [sic], la de Joan Maragall, y conseguiríamos regenerar la caduca y decrépita, la africana y escéptica, la de la catástrofe de 1898, o hacer que Cataluña rompiese con ella, para salvarse antes de que llegara el naufragio fatal”.

La regeneración de España es una misión imposible ya que “no es Europa ni lo  ha sido nunca, y menos en los tiempos modernos en que ha dedicado todas sus energías a combatir los principios fundamentales de Europa: racionalismo, cientifismo,  técnica, libertad de pensamiento y libertad política” (pag. 79). Asi que, ante las dificultades de la empresa, se impone el abandono, es decir, la independencia, antes de que llegue el naufragio previsto. Es un patrón ideológico que resulta familiar a la vista de lo que conocemos estos días. Secuencia de pacto y desplante, de seny y rauxa, que en la circunstancia actual se suceden de forma vertiginosa, sin llegar a fijarse ni materializarse, pues nadie sabe cómo podría hacerse lo uno y lo otro.  Este patrón del malestar catalán y sus diversas deliberaciones se encuentra en numerosas entradas del diario de Gaziel. Así (pag. 71):

“Regenerar y transformar España arrebatando a Castilla, para cederla a Cataluña, la secular hegemonía peninsular, o tan solo querer que Castilla, el alma más dogmática y exclusivista de Europa, reconozca de buen grado la diversidad hispánica  y acepte el derecho de Cataluña a cultivar libremente su lengua y a administrarse a sí misma dentro de su casa…son las cosas más difíciles y transgresoras que puedan soñarse entre los Pirineos y Gibraltar”.  Y añade: “Pensar que tal idea podía ser factible era pensar de forma muy valiente; pero lo extraordinario era creer, como lo creía aquella burguesía inexperta en política, que la cosa podía llevarse a cabo sin estropicios, y sin estropicios graves. Parece extraño que hombres con tanto sentido común, que siempre suelen tener los pies en el suelo y los ojos bien abiertos pudieran sentir esa alegre confianza, que contradecía siglos de experiencias negativas”.

No puede negarse el cariz de actualidad que tiene el párrafo anterior. Y a renglón seguido aparece el sentimiento de derrota, determinante, que impregna de melancolía la evocación de la empresa: “la congénita incapacidad política de los catalanes” (…) “la debilidad radical de su nacionalidad” (…) “para nosotros, los catalanes, es formidable este desgarro terrible en nuestra carne viva, a través del cual podemos ver la trágica fisonomía de nuestro destino”. También este registro elegíaco puede detectarse estos días en las multitudinarias manifestaciones del soberanismo, donde podían verse a manifestantes llorar, no se sabe si de éxtasis o de autocompasión.

El carácter netamente republicano del catalanismo, que ahora han descubierto no sin sorpresa el resto de los españoles de esta generación, encuentra su expresión en estas rotundas afirmaciones de Gaziel, rescatadas de su archivo después de la guerra y en origen contenidas en un informe confidencial que escribió para el presidente de la Generalitat, Lluis Companys, a petición de este (pag. 180): “España castellana y república democrática son cosas radicalmente incompatibles” (…) “lo son exactamente igual que monarquía y Cataluña libre” (…) “y al igual que Cataluña fue oprimida mientras hubo monarquía, tampoco la España castellana parará hasta hacer que caiga la República”. Es esta otra de las afirmaciones de Gaziel que han adquirido una extraña actualidad estos días a raíz del discurso del rey y de la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Pero, a renglón seguido, Gaziel tiene un arranque de realismo político y sugiere en su informe a Companys: “Si yo gobernara en Cataluña, ahora mismo lo sacrificaría todo, absolutamente todo, por la unión de los catalanes”, lo que fue dicho en una circunstancia en la que, en efecto, los catalanes estaban muy lejos de estar unidos, como ahora mismo.

Cambó y la oportunidad catalana

Negocios y política, el dilema irresuelto del catalanismo burgués, encuentra en estas páginas un examen bastante detallado en la figura de Francesc Cambó, al que Gaziel conoció y admiró. Cambó, fundador de la Liga Regionalista y ministro de la monarquía, representa el primer gran intento orgánico del catalanismo político de estar presente e influir en la política española. Así define Gaziel la agenda de este político conservador: “Quería liberar Cataluña y transformar radicalmente España; pero también estaba decidido a hacerse rico personalmente y a dotar a los estamentos plutócratas del país de un estatus mejor” (pag. 65).

¿No parece que Gaziel esté hablando del molt honorable Jordi Pujol i Soley? Cambó, como Pujol, también era inquieto, agitado y “la inagotable desazón que le consumía, debia ser [piensa Gaziel] el resultado fisiológico del tormento al que le sometían los dos espíritus que combatían en su fuero interno”. La contradicción que anidaba en el proyecto político de Cambó fue minándolo hasta hacerlo imposible. “Cambó no podía ser plenamente ni un revolucionario ni un conservador. Líder de un partido esencialmente plutócrata y burgués, sus reivindicaciones catalanistas, a la fuerza radicales y perturbadoras, constituían una estridencia impracticable; y la imposibilidad de que personalmente se aclimatara y se adaptara a Madrid [sic] donde todo repugnaba a su profunda catalanidad, le hizo perder la oportunidad única de convertirse en líder de un conservadurismo nuevo y moderno”. He aquí otro rasgo del catalanismo detectable en nuestros días: su ensimismamiento, su radical imposibilidad para influir en la política de Madrid. Y otro más, derivado del anterior: la ambigüedad de su política de pactos “más hábil que franca, con continuos cambios de postura, los oportunismos famosos”, anota Gaziel.

Cambó terminó formando parte del conglomerado reaccionario que sostenía la monarquía, fue ministro de Fomento y de Hacienda, practicó la corrupción económica a gran escala (caso CHADE), se resistió al hecho “inexorable y fatal” del advenimiento de la Segunda República Española en la que no consiguió el acta de diputado y terminó adhiriéndose a la sublevación de Franco para morir rico en el exilio argentino. Gaziel reflexiona con estupor sobre estos hechos postreros de la biografía de Cambó para explicarse su propia y reciente experiencia personal (pag. 69):

“Nunca me he sabido explicar la actitud de Cambó en aquellos momentos, reducida pasivamente a dos negativas. La primera fue, hasta última hora, que la república no llegaría, y la segunda que si se daba el caso, ‘el anarquista de Terrassa’ saldría de debajo del pavimento y nos comería a todos. En su primera profecía se equivocó de cabo a rabo: la república se nos vino encima materialmente como un meteorito. Y en la segunda acertó de lleno; pero nunca supo ver que era una mera consecuencia, un elemental corolario a lo que tanto él como toda la derecha española habían mantenido en la primera”.

¿Podemos imaginar que la eclosión del independentismo en estos días tiene una de sus causas en el régimen firmemente catalanista, a la vez que profundamente corrupto y políticamente ambiguo que presidió Jordi Pujol y su inefable familia? ¿Se puede ser revolucionario y conservador a la vez? ¿Es compatible la promoción de un objetivo nacional con la vista puesta en el  enriquecimiento personal? ¿Es la difícil relación entre negocio y utopía el talón de Aquiles del catalanismo? La solución parecen encontrarla los catalanistas en la acción, en el salto adelante, como se está viendo estos días. Anem per faina, como decía Pujol en sus primeros tiempos de revolucionario catalanista.             

Epílogo

No hay duda de que el interés del libro de Gaziel es en primer término político, pero para hacer justicia al placer que depara su lectura hay que añadir que sus meditaciones no se circunscriben a este ámbito. El desierto en el que vive se manifiesta en la totalidad de la experiencia y Gaziel escribe también de política internacional, su especialidad profesional, al hilo de los pocos periódicos y despachos de agencia que le llegan; de lecturas literarias (El Quijote, Paul Valery, Chateaubriand y El Tenorio, del que hace un vivaz y sarcástico comentario), y de historia, de religión, de sexo, de la vejez y de la muerte, y dedica también algunas notas, pocas, a los personajes de la espuma intelectual madrileña de la época con los que se relaciona, poco, a disgusto y con mucha cautela. Maravillosa la crónica que ofrece de una conferencia del entonces endiosado y decrépito Ortega y Gasset.

La política, por último, lo envuelve todo. La desesperación que dicta las notas de Gaziel le llevan a ser extraordinariamente lúcido en algunas observaciones y extrañamente ciego en otras. Dos ejemplos. Hace falta una rara lucidez en aquella época y en España para dictaminar, como hace Gaziel, el peligro del imperialismo norteamericano derivado de su fuerza militar adquirida en la reciente guerra mundial y de la percepción del pragmatismo de sus relaciones internacionales al servicio de sus intereses privativos. Gaziel advierte la preeminencia del Pentágono sobre la Casa Blanca y el desprecio de los valores democráticos y liberales en las relaciones exteriores de Estados Unidos, como confirmarían los hechos, que Gaziel no conocerá, en las décadas siguientes, en Vietnam, Chile, etcétera. La dolorosa obsesión de que Estados Unidos será el principal apoyo de la dictadura de Franco recorre el diario hasta que en las ultimas páginas da noticia del acuerdo de las bases norteamericanas firmada con el gobierno de la dictadura al que llama, con absoluta propiedad, “venta del país”.

Esta lucidez se convierte en ceguera cuando insiste una y otra vez en la necesidad de la caída del régimen franquista, como si fuera un suceso al alcance de la mano. Franco le parece una anomalía tan monstruosa en la Europa occidental salida de la guerra que le cuesta comprender su solidez. De otra parte, también teme, y lo escribe no sin amargura, como si fuera un destino inexorable, que esta caída solo sirva para la expansión comunista. A la postre, Gaziel no puede salir del círculo de su ideología burguesa y de los fantasmas que la alimentan. La desesperación del autor y los hechos de la historia caminan de la mano y la última entrada del diario, fechada el 19 de noviembre de 1952, da noticia de que España ha sido admitida en la Unesco, primer paso para el reconocimiento internacional del régimen franquista. Gaziel titula la noticia: “Pequeño corolario que se veía venir”.

La lección de Companys

La amnesia oficial que presidió la Transición ha penetrado en todos los compartimentos de la política durante cuarenta años y es rarísimo encontrar en los discursos públicos referencias históricas que pudieran ilustrar con hechos del pasado las situaciones actuales. El pasado, mejor ni tocarlo, es la consigna consensuada. La hegemonía de ese presentismo que imponen las redes sociales, la histeria instalada en los debates televisivos y el paradigma del fin de la historia, decretado hace un cuarto de siglo a la caída de la dialéctica de bloques, ayudan a este olvido universal. Por eso fue una rareza, rápidamente enterrada, la amenazadora alusión que el lenguaraz portavoz del partido de la derecha hizo de la suerte que le esperaba al actual presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, y que podría ser la misma que sufrió su antecesor en el cargo, Lluis Companys. La alusión, sin más detalles, al destino de Companys era deliberadamente ambigua y estaba dirigida al consumo de la derecha española, que podía tomarla en la dosis menor o mayor según le gustase. Porque Companys fue encarcelado por el gobierno de la II República en 1934 por proclamar el estat catalá dentro de la república federal española, un acto político, inconstitucional entonces, que puede asemejarse a la nonata declaración de independencia de Puigdemont, pero también fue secuestrado en el exilio por la policía franquista ayudada por la Gestapo, y devuelto a España para ser fusilado. Un derechista puede quedarse con el destino de Companys, aplicado a Puigdemont, que más le complazca, pues ambos estaban contenidos en la alusión del portavoz del PP.

Companys es una figura trágica a la que quiso hacer justicia desde el exilio su amigo, Ángel Ossorio y Gallardo, en la biografía que se comenta aquí. El autor, diputado maurista por Madrid, perteneció, en cierto modo como Gaziel, a la estrecha franja sociológica de la burguesía republicana y conservadora, cuyos más destacados representantes pagaron también con el exilio, la cárcel y el paredón su desempeño de responsabilidades políticas durante la República. El interés añadido de su memoria está en que Ossorio fue el abogado defensor de Companys en el juicio que en 1934 le llevó a la cárcel.

La fuerza de los hechos

Lluis Companys i Jover, hijo de una adinerada familia de terratenientes, es un ejemplo de la respuesta positiva que un pequeño fragmento de la burguesía intentó dar a la llamada entonces cuestión social, es decir, a las condiciones creadas por la industrialización que hacían caer los costes sobre el naciente y creciente proletariado, con el consiguiente conflicto de clases que en Cataluña tuvo un cariz especialmente sangriento. El abogado Companys, un personaje excéntrico a su clase social, desdeñado por el catalanismo más rancio, con gran encanto personal, desprendido y con un toque bohemio -Ossorio destaca sus penalidades pecuniarias, a las que nunca dio importancia, y, como detalle, el abultado pañuelo que exhibía siempre en el bolsillo pectoral de la americana como una coqueta marca de estilo-, defendió en numerosas ocasiones ante los tribunales a los trabajadores que eran juzgados masivamente bajo el régimen de Martínez Anido, hubieran o no delinquido, con el fin de aplastar la organización del movimiento obrero, “el anarquista de Terrassa”, para decirlo en palabras de la burguesía de la época que ya se han citado aquí. Esta labor profesional como abogado defensor estaba llena de riesgo y forzosamente comprendía reuniones semiclandestinas y el riesgo cierto de terminar abatido por los pistoleros de la patronal, como así ocurrió a sus amigos y compañeros de actividades políticas, Francesc Layret y Salvador Seguí, una situación que a los más viejos del lugar nos recuerda la de los abogados laboralistas del tardofranquismo, y, para decirlo todo, el atentado de la calle Atocha.

Los obreros industriales no fueron los únicos de los que se ocupó  Companys. De manera destacada se dedicó también a la defensa de los rabassaires, campesinos que laboraban tierras arrendadas a los terratenientes y que podían ser desahuciados gratuitamente de ellas al cabo de décadas de trabajo y de haber convertido espacios yermos e incultos en prósperos viñedos. La crisis detonó a raíz de la caída de los precios vitivinícolas al término de la primera guerra mundial pero se extendió en las décadas siguientes en busca de una solución justa y duradera para los arrendadores a la que los propietarios de la tierra se negaban. Los rabassaires constituían un segmento clave en la estructura social del campo catalán pero ni por intereses ni por ideología tenían nada en común con los obreros industriales organizados por los sindicatos anarquistas. Al contrario, eran conservadores y defensores de la propiedad privada. Ossorio lo recuerda para poner de relieve tres aspectos que inciden en el destino de Companys: primero, la extensión y diversidad de conflicto que configuraba en esos años el cambio político en Cataluña; en segundo término, el eclecticismo ideológico de Companys que actuaba por un impulso de justicia y solidaridad social que en último extremo podría considerarse conservador, y, en tercer lugar, que su papel protagonista en la política catalana y española no fue buscado por él mismo sino propulsado por su trabajo político en defensa de los intereses de los trabajadores y de sus organizaciones, de los que fue abogado y activista. La deriva política de su activismo llevó a Companys a militar en  formaciones de carácter republicano y catalanista, y finalmente en Esquerra Republicana.

El catalanismo de Companys no fue tanto ideológico sino derivado de su responsabilidad ante los cambios políticos que registraba Cataluña y por ende España entera. Los republicanos catalanes fueron parte del pacto de San Sebastian que trajo la República y el propio Companys fue brevemente ministro del gobierno de Azaña, un puesto lejos del espacio natural de su actividad política que no le gustaba y que dejó en cuanto pudo. En este acuerdo de fuerzas de izquierda y centro-izquierda impulsor de la República se convino en que España no sería un estado federal pero que a Cataluña le serían garantizadas su libertad y su autonomía. El hecho de que se rechazara la fórmula federal del estado con el acuerdo del catalanismo, igual que ocurrió en las deliberaciones de la constitución del 78, es importante para entender lo que ocurrirá después.

Una vez más vale la pena detenerse en la observación de que, de alguna manera, el catalanismo eclosiona en situaciones de crisis que afectan a toda la sociedad española, no solo por las consecuencias sino por las causas, como estamos viendo también ahora mismo. No es imaginable el movimiento soberanista actual sin tener en cuenta: a) la crisis económica y la respuesta del estado hacia una solución que golpea sobre todo a las clases bajas y medias; b) la crisis del sistema de partidos, y c) la crisis consiguiente de las elites, que está dando paso a nuevas generaciones y fuerzas inéditas en busca de nuevas soluciones y nuevas instituciones. Pero, al mismo tiempo, ese catalanismo inicia su andadura con el acuerdo y el apoyo de las fuerzas progresistas españolas sin las cuales no hubiera encontrado un lugar en las constituciones de 1931 y de 1978. De aquella Generalitat republicana, fruto de un pacto, viene la legitimidad de la Generalitat actual, fruto de otro pacto, a través de la figura simbólica del último president republicano, Josep Taradellas, que encarnó el único fragmento de institucionalidad republicana inserta en la actual constitución monárquica.

 El ‘Estat catalá’

El pasado cinco de octubre se cumplió el octogésimo tercer aniversario del momento en que Companys se asomó al balcón de la sede de la Generalitat y proclamó el Estat catalá dentro de la República federal española. Ni la República era federal, como se ha visto más arriba, ni el Estat proclamado era constitucional y por lo tanto legal. Este acto marcó un punto de inflexión en la historia republicana de la autonomía catalana y guarda un inquietante parecido con la no proclamación de independencia del actual gobierno catalán, que preside Carles Puigdemont. Ambas declaraciones son semánticamente ambiguas y si bien puede interpretarse que conservan bajo su aparente radicalidad una voluntad pactista, también son susceptibles de ser interpretadas como un desafío. La primera interpretación la otorga el catalanismo; la segunda es la propia del estado y de rebote del nacionalismo español. Así fue en 1934 y así está siendo en 2017. Tras ocho décadas de distancia entre una y otra declaración, ambas guardan una extraña similitud. Habría que preguntarse por qué estos dos sucesos tan distantes históricamente parecen imantarse entre sí, qué mensaje tiene su repetición casi calcada uno del otro.

Es interesante, pues, saber cómo se llegó al punto de la declaración de Companys, en cuyo relato Ossorio se detiene con algún detalle pues formaba parte de su alegación ante el tribunal que juzgó al president. En noviembre de 1933 habían ganado las elecciones las derechas, lo que quería decir, y así lo percibieron los republicanos, que habían ganado las fuerzas que se habían resistido a la república y, sobre todo, a las reformas económicas y sociales que el nuevo régimen se proponía implementar. La respuesta de la izquierda al nuevo gobierno fue fulminante y en algunos casos radical. Los socialistas declararon una huelga general por la entrada de ministros de la extrema derecha (CEDA) en el gobierno y en Asturias estalló una revolución popular que es la respuesta más recordada por sus dimensiones y por el final sangriento que tuvo a manos precisamente del general que dos años después encabezaría el asalto a la república: Franco. El gobierno de la derecha estaba presidido por Alejandro Lerroux, un personaje perturbador y corrupto que había iniciado su carrera política en Cataluña y era unánimemente detestado por el catalanismo republicano, y que decretó el estado de guerra.

En Cataluña, este conflicto inminente con el gobierno central ponía en peligro la reforma agraria planeada por Companys para dar solución a la crisis de los rabassaires, como así fue, en efecto. Madrid anuló la ley de contratos de cultivo que había aprobado el parlamento catalán, análoga a la ley española que la izquierda no pudo aprobar en las Cortes. La declaración del ‘Estat catalá’ se hizo, pues, como un acto destinado a preservar las instituciones catalanas y las reformas en marcha de la reacción procedente del gobierno de Madrid. En un cierto sentido esta declaración cuadra con el discurso político que hemos visto en Gaziel como objetivo del catalanismo: reformar España, y si no se puede, abandonarla.  La mala noticia es que el catalanismo no ha podido ni lo uno ni lo otro, y aquí hay que preguntarse sobre las causas. La declaración de Companys fracasó, no solo por la fuerza militar enviada por el gobierno central sino porque la iniciativa no fue secundada por el movimiento obrero que se encuadraba entonces en las organizaciones anarcosindicalistas. Es decir, una parte importante de la sociedad catalana se desentendió de la declaración porque consideró que no respondía a sus intereses. Las clases populares que seguían mayoritariamente al sindicato CNT y que Companys había intentado integrar en la gobernación de Cataluña, se habían resistido al acto separatista, no sin buenas razones porque poco antes el mismo gobierno catalán las había reprimido con dureza so pretexto de mantenimiento del orden público. El responsable de la represión fue el consejero de gobernación, Josep Dencàs, precisamente uno de los impulsores más firmes y arriscados de la proclamación del ‘Estat catalá’.

El gobierno español, que había decretado el estado de guerra, ordenó al general jefe de la región militar, Domingo Batet, un republicano leal y también catalán, que redujera lo que se consideraba una rebelión y apresara al gobierno de la Generalitat con Companys al frente. Así se hizo después de algunas escaramuzas con fuego real entre los soldados y los mossos d’escuadra, que ocasionaron bajas mortales. Ahora, por fortuna, la sociedad española está desmilitarizada y todo indica que podemos ahorrarnos los muertos. Por lo demás, ambos sucesos han seguido una secuencia que, salvadas las circunstancias de cada momento, resulta idéntica. De ahí la declaración del portavoz del PP que abre este comentario.

Companys asumió ante los tribunales y ante la opinión pública la completa responsabilidad del acto que había protagonizado su gobierno a fin de librar del castigo a sus consejeros, en un gesto de gallardía y generosidad que destaca su biógrafo pero que no sirvió para nada. El propio Companys no habría sido partidario de la declaración separatista, auspiciada por el sector más radical de su partido que encabezaba Dencàs. La dilatada experiencia política de Companys sobre el terreno y su conocimiento de las clases populares catalanas le decían tal vez que no era ni la solución ni el momento, pero al fin lo hizo. Aquí volvemos a recordar la recomendación que le hizo Gaziel en el informe aludido más arriba: “Si yo gobernara en Cataluña, ahora mismo lo sacrificaría todo, absolutamente todo, por la unión de los catalanes”,

La fallida declaración del Estat catalá fue el primer episodio manifiesto de una ruptura en Cataluña entre las clases medias y populares; fuerzas ambas que habían traído la Generalitat y la República. Este episodio de ruptura del tejido político catalán, tendría otra reedición, más grave por la circunstancia en que se produjo, en los sucesos de mayo de 1937, cuando en plena guerra civil estalló un enfrentamiento entre las autoridades de la Generalitat, y las clases medias que la apoyaban, y las milicias obreras anarquistas y de extrema izquierda. Una vez más, fue una pugna entre la legalidad y la revolución. Si los catalanistas adinerados tienen un dilema entre la nación y el negocio, para las clases bajas el dilema está entre la nación y la revolución. En toda la historia contemporánea de Cataluña uno de estos factores opera como verso libre.

Fue también ese año 1934 cuando la reacción que se estaba incubando, militares africanistas incluidos, empezó a tomarle las medidas al adversario que tenían enfrente y al que habrían de liquidar un pocos años más tarde. Fue el principio del fin de la democracia.  Fuerza insuficiente para sostener la decisión tomada, división interna, un cierto mesianismo revestido de una lógica ensimismada, y desprecio por la legalidad y el estado que lo representa son algunos de rasgos que pueden rastrearse en el comportamiento de la Generalitat en octubre de 1934 y que quizás sean congénitos del catalanismo político. El resto de las enseñanzas que pueden extraerse de aquellos sucesos para el momento presente están por ahora sin respuesta.