Asisto al mitin principal de la campaña de unidos-podemos en mi ciudad. Si he de votar a esta lista, es de cajón que debía conocer a quienes, en su caso, me representarán en el parlamento. Lo malo es que en estos encuentros esperan que aplaudas y, en este caso, la exigencia ambiental era ímproba aunque en más de una ocasión me vi aplaudiendo de muy buena gana. La puesta en escena era de una sencillez franciscana, proverbial, y se advierte que también improvisada.  Aquí no ha llegado el dinero bolivariano ni  las agencias de relaciones públicas. Música cálida, pop y rock a cargo de una banda local para amenizar la espera y, a la presentación, un aurresku, el baile  vasco de salutación, interpretado y coregrafiado simultáneamente al modo tradicional y con pasos de baile flamenco. Diversidad y fusión era el mensaje. Despliegue de señales identificativas de la formación morada. Las gradas del frontón donde se celebra el acto están al completo pero, sorprendentemente, los viejos constituimos la mayoría de los asistentes; la distancia en la media de edad entre los oradores y el público era como poco de un cuarto de siglo. Se ve que los jóvenes que constituyen el núcleo del electorado podemita se informan por otros canales que no son el tradicional mitin o simplemente votarán azuzados por el descontento social y político que ha alumbrado y hecho crecer a esta formación y no por lo que sepan de ella. Los podemitas son, en primer término, la respuesta a una quiebra del sistema, vale decir, la expresión de una esperanza y no de una experiencia. En el ambiente se advierte expectación y cordialidad. En el estrado, oradores locales y otros enviados por la dirigencia del partido, lo que aquí llamamos “de Madrid”. Estamos ante un partido forzosamente centralista, piramidal, como todos los del sistema español, si bien hay que añadir que “los de Madrid” no defraudaron al respetable, al contrario, evidenciaron que el núcleo dirigente está formado por un grupo de activistas de formación política robusta, objetivos claros y oratoria brillante, que en los últimos meses han crecido mucho en experiencia y saber hacer. No es probable que sus adversarios vayan a frenarlos mediante la miserable campaña de prensa de la que los han hecho objeto y de la que el orador principal se burló ayer cuanto quiso. Lo que marcará el límite de su expansión electoral no será siquiera el contorno de sus propuestas sino la capacidad de la organización partidaria. Por lo demás, es claro que hay materia gris y voluntad de sobra en ese magma y necesidad de ellos en la sociedad. Pero vayamos a lo que de manera más significada llevó a la gente al mitin: oír a Juan Carlos Monedero. El galápago que escribe ahora estas líneas no pudo evitar recordar en el escenario al Alfonso Guerra de hace treinta y tantos años, al que se aludía ayer en esta bitácora. Las similitudes entre Monedero y Guerra son asombrosas. Ambos ocupan un lugar excéntrico en el aparato del partido y al mismo tiempo se erigen en los más apasionados propagadores y vigilantes de sus esencias; ambos tienen un prurito de rigor teórico y de vocación didáctica, que, aunque en Monedero es más genuino por su condición académica, en los dos es impostado al servicio de la eficacia del discurso; ambos poseen una oratoria brillante, cualidades histriónicas, instinto para la parodia y desenfado en la demagogia, que ahora se llama populismo; ambos gustan de identificar ad hominem y dar caña a sus adversarios, que se convierten así en adversarios del auditorio; ambos tienen un ramalazo jacobino y tierno a la vez y se muestran crecidos en el escenario y encantados de su divismo, y, por último, ambos imantan sobre sí las adhesiones de sus partidarios (no había más que ver la boca abierta y la sonrisa complacida con que le escuchaban los demás oradores que le habían precedido en el uso de la palabra) y las fobias de los enemigos que de este modo no se dirigen al partido que el orador representa y no representa al mismo tiempo. Lo que distingue a Monedero de Guerra no es siquiera la ideología ni la política, sino, ay, algo más grave e irremediable: la edad. Guerra es el pasado; Monedero, el futuro. Es la clave generacional que explica mejor que ninguna otra la tensión entre podemos y pesoe, y que quizás a la postre haga imposible un gobierno de izquierda.