Este año, los festejos del orgullo han tenido un cariz menos festivo que resistencial, como de cristianos que cantan himnos mientras ven salir a los leones por la puerta de toriles. A la sociedad le cautiva el buen rollo y se adhiere a las causas nobles en las procesiones floreadas, ya sean de vírgenes y cristos en semana santa o de pecadores en el orgullo estival. La feliz mezcla de curiosidad y tolerancia ha elevado el orgullo a categoría de fiesta nacional; este año recorrida por un perceptible temblor. El subtexto de la fiesta ha sido ¡no pasarán! 

A don Manuel Azaña, a quien acosaron con éxito los mismos que acosan ahora al movimiento lgtbiq+, no le gustaba la legendaria consigna republicana porque entendía que era el anuncio de la derrota, según cuenta Josefina Carabias en su afectuosa memoria del que fue presidente de la República. Y, en efecto, como es sabido, aquel desfile terminó con el chotis ¡Ya hemos pasao! de Celia Gámez, amante del manco y tuerto general Millán Astray, un tipo humano, el de mutilado por la patria, como Blas de Lezo, con el que los voxianos se sienten enardecidos aunque ellos mismos procuren que los mutilados sean otros.

En los prolegómenos de la gran depuración, pepé y vox se han repartido las funciones y el primero ha quedado a cargo de la guita y el segundo en la tarea de cambiar los símbolos y señas de identidad de la sociedad española, abierta y liberal, que gestionan las instituciones de la cultura. En este empeño, los  voxianos han empezado a lo grande, prohibiendo una representación teatral de Orlando, de Virginia Woolf, para que no quede ninguna duda  de que son gente leída y con ambiciones, como los nazis cuando exhibieron la mejor pintura del siglo XX bajo la etiqueta de Entartete Kunst (arte degenerado). Y esto ha sido solo el principio.

La mejor estética  que nuestra derecha ha sido capaz de oponer al desfile del orgullo ha sido el  verano azul del moderado, guapísimo y arremangado don Borja Semper en pose de tío moñas anunciando el futuro entre sombrillas de atrezo en una playa de pega con el emblema de una vieja serie de televisión que es un monumento a la cursilería. El verdadero paisaje que anuncia el compi Borja está detrás del forillo de este anuncio y, como la serie televisiva de la que toma el nombre y la sintonía, es rancio, anticuado y en blanco y negro. ¿Quién quiere volver a aquel tiempo? Pues, a juzgar por los sondeos, bastante gente.