Las generaciones escolarizadas en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo estamos mal preparadas para entender los cambios históricos porque vivíamos en un tiempo estático, mineralizado. La caída del imperio romano, por ejemplo, se resolvía en una línea, como un pase de varita mágica: los bárbaros invadieron Roma, y ya está. Era algo que a los escolares de entonces no nos iba a pasar y por lo tanto carecía de interés. Esta cachazuda confianza hacia la historia explica la placidez con que se produjo la famosa transición de la dictadura a la democracia en los setenta. De la ley a la ley, como sentenció don Torcuato. A pesar del esfuerzo que se toman algunos jóvenes agitadores para hacernos creer que aquella fue una época de violencia y trampas, los viejos sabemos que no hubo tanta pirotecnia. Simplemente, la derecha conservó el estatus que tenía en la dictadura y la izquierda tuvo la democracia que pedía, y todos contentos.

La fórmula funcionó mientras esta convención pudo incardinarse en la regla común del entorno europeo y occidental. Es ahora cuando crujen las cuadernas de las democracias occidentales y los bárbaros aparecen entre nosotros: extraños, brutales, fascinantes. Es un fenómeno que no aprendimos en los libros de historia –la amnistía/amnesia que presidió la transición nos ayudó a vivir en el limbo- y jamás pudimos imaginar entonces que aquella placenta sería conocida con el despectivo nombre de consenso progre, que los bárbaros quieren derogar. En esas estamos.

Las tertulias del audiovisual y las columnas de opinión en la prensa están impregnadas de perplejidad ante tipos que presiden un parlamento y dicen cosas como que las mujeres son más beligerantes porque carecen de pene. A esta ocurrencia de orate en la que lo único que se entiende es la misoginia que la inspira, debe añadirse que el autor se adorna con todo el atrezo del hombre nuevo: homofobia, xenofobia, militante contra las vacunas, negacionista del cambio climático y firme creyente en la majadería criminal del gran reemplazo, la versión 2.0. de los protocolos de los sabios de sión, en esta ocasión dirigida contra los migrantes africanos de religión islámica. ¿De dónde sale el autor de estos despropósitos?

Pues resulta que es un acreditado vástago de la transición y de sus beneficios: renta alta, familia tradicional modélica e hijo de un alto cargo del partido franquista que operó en las primeras dos décadas de la democracia antes de convertirse en el actual pepé. El entonces presidente regional de este partido, don Gabriel Cañellas, fue procesado por  prevaricación y cohecho, as usual, y absuelto por prescripción del delito, también as usual. Ahora, sus herederos vuelven para seguir en lo mismo pero disfrazados de alienígenas y diciendo cosas raras sobre penes y reemplazos, en la seguridad de que sus fobias contra migrantes, separatistas y maricones son ampliamente compartidas por una población que no lo dice en voz alta. Incluso con la seguridad de que los españoles aceptaremos recortes en los derechos adquiridos y rebajas en nuestras rentas porque somos patriotas, como los bárbaros que brotan en el vecindario.

Las proclamas de esta ultraderecha tienen la virtud de desconcertar a quienes están llamados a darles respuesta. ¿Qué se puede argumentar ante una construcción que relaciona la falta de pene con la beligerancia?  Es la clase de humoradas que profería Dalí en una época en que no le era necesario restaurar el fascismo porque vivíamos en él. Así que comentaristas y opinantes del ruedo liberal se limitan a reproducirlas en sus crónicas acompañadas de muestras de extrañeza, un punto de escándalo y tenue reprobación, como quien corrige a un escolar malhablado.

La izquierda, que anda menguadica de argumentos y de músculo político, ha puesto en funcionamiento el término blanquear para definir este marco discursivo que da cancha a las consignas de la extrema derecha, pero no hay tal blanqueo porque la industria mediática no considera que sea una marea negra lo que se nos viene encima, más allá del fastidio que produce la tosquedad de sus formas. En este sentido, el zigzagueo del moderado don Feijóo en el vals que baila con sus aguerridos socios de gobierno puede considerarse la aguja de marear que regirá nuestro futuro.    

Don Aznar ha salido a recibir a los bárbaros a las puertas de la ciudad con un amable discurso en que el que ha dicho que la ley de memoria democrática practica un franquismo al revés. ¿Por dónde hay que empezar el razonamiento para explicar que una democracia no es una dictadura? La cuestión no está, por tanto, en la lógica de las palabras sino en la lógica de los hechos, y sobre todo en la lógica del poder. Don Aznar también es un vástago de la dictadura converso a la democracia por mor de las circunstancias; no creyó en la constitución, no participó en el consenso que la hizo posible, la criticó en público y toda su acción política se ha dirigido a restaurar el estatus anterior a 1978 por las vías disponibles, así que entiende bien a los bárbaros y sus jerigonzas. Son los suyos.