El imperio de los jueces tiene una larga tradición. Innumerables han sido los jueces ejecutivos, desde Otoniel, Aod, Samgar y compañía, en la Biblia, hasta Roy Bean, el juez de la horca, que encarnaba la ley al oeste del río Pecos. Los jueces no hacen la ley, interpretan su literalidad y la aplican de acuerdo con la jurisprudencia, que se convierte en juristemeridad cuando el caos parece que se haya apoderado de la realidad que están llamados a juzgar y las togas que los envuelven y las poltronas que ocupan adquieren una solidez rocosa, arcaica, inapelable, reaccionaria.

Asistimos a un retorno del imperio de los jueces, desde el tribunal supremo de estadosunidos, que va a demoler  derechos civiles duramente conquistados y poner fuera de la ley a la mitad de la sociedad, hasta los cucos magistrados de nuestro consejo del poder judicial, emboscados desde hace tres años en una situación inconstitucional que por supuesto ellos no han provocado pero con la que están encantados porque en caso contrario ya habrían dimitido. Lawfare es un término novedoso y de proliferante eficacia: una guerra que necesita de los jueces como estrategas y proveedores de munición. Es tiempo de constitucionalistas que han descubierto que la constitución no es un manantial que irriga la convivencia sino un objeto duro, fósil, una quijada de asno, que bien manejada puede abrir la cabeza del adversario.

No por casualidad, el mito establece que al final de los tiempos habrá un juicio universal. Es el gran momento del supremo juez. Ya estamos en el fin del mundo. El orden neoliberal que se instauró hace treinta y pico años en occidente se resquebraja, con el caos consiguiente, y la humanidad de esta parte del planeta se divide en bienaventurados y réprobos; los que les ha ido bien y los que están jodidos. ¿Cómo sabemos quién está a la derecha o a la izquierda si todo es un ensordecedor lamento? ¿Quién se salvará y de qué manera? Ni la economía ni la política tienen la respuesta; la primera, porque es un caballo desbocado; la segunda, porque es impotente para embridarlo.

La negociación, que es el instrumento natural en política y economía, ha dejado de servir porque el margen negociable es muy escaso y los negociadores tienen miedo, desconfían del que tienen enfrente y preferirían aplastarlo antes que llegar a un acuerdo. De modo que, casi de manera inercial, la solución deriva a los jueces, lo que se traduce en procedimientos alambicados, costosos y, por último, extenuantes. En el último escalón del trámite, el juez supremo no cabe en sí de satisfacción: el mundo está en sus manos.

Todo individuo nace con un componente creador que las circunstancias de la existencia potencian en algunos y agostan en los más. Nadie que haya ejercido empleos subalternos o funcionariales con el aliento del supervisor en el cogote ha dejado de soñar con un momento de autonomía en el que el producto que tiene entre manos se convierte en una obra propia, acabada, definitiva y libre de la censura de los otros. Los jueces no están libres de esta ensoñación, que se puede materializar cuando, por ejemplo, el bandidaje se ha adueñado del oeste del río Pecos. La trastienda de esta circunstancia está en que siempre hay un bandido más listo o con más recursos que sus competidores, que tiene en nómina al juez de la horca. Es imposible no preguntarse quién será el sobornado cuando ves la estampa de los atildados magistrados de nuestro poder judicial.