Qué raro que Ucrania ganara ayer el certamen de eurovisión. Los viejos sabemos que la memoria es servicial y reconfortante y en unas pocas décadas los ucranianos recordarán este año como el del triunfo de ese popurrí de himno, oratorio y rap que les ha representado en el festival musical más espectacular e incongruente del mundo. En España, en circunstancia menos recias que las que atraviesa ahora Ucrania, aún vivimos colgados del recuerdo de Massiel y su La la lá en 1968. Ha tenido que pasar mucha agua bajo los puentes para que la curiosidad de los historiadores nos recuerde que aquel triunfo fue un lavado de cara del país que le costó al régimen maniobras en la oscuridad, esfuerzos diplomáticos y algunos fajos de billetes de los fondos reservados.

Si la victoria canora de Ucrania es el anuncio del fin del sufrimiento de sus gentes y de una paz lo menos injusta posible, bienvenido sea el palmarés. Pero no ocurrirá así: diríase que la cacofonía de eurovisión es la marca de ese occidente perturbador que don Putin quiere erradicar de sus dominios. Las razones del déspota ruso para la guerra son cada día más espurias y al final va a resultar que lo que quería es que Ucrania no ganara en eurovisión, y como las demás previsiones de la guerra, también esta le ha salido mal. Este año Rusia no estaba en competición pero se llevó el palmarés en 2008, año de la guerra de Georgia, precedente de la actual en Ucrania, en el que se ve que los jurados internacionales miraban para otro lado, dios sabe por qué.

Eurovisión es un fenómeno atmosférico que se desplaza de oeste a este al albur de los cambios en la estrategia de la guerra fría. Desde sus inicios en 1956, el palmarés quedaba en manos de países de casa, inequívocamente europeos occidentales, hasta 1978, año del tratado de paz de Camp David entre Israel y Egipto, en que el premio fue para Israel, al que hemos de considerar un país europeo por adopción. En la década siguiente, volvió la rutina occidentalista con algunos premios caídos en países boreales, parientes de la misma familia política, y otro palmarés para Israel (1998, año de la firma del acuerdo Israel-Autoridad Palestina bajo la advocación de Clinton). Eurovisión registra de inmediato el desplome del bloque soviético e inicia el nuevo siglo ampliando horizontes: en 2001, premio a Estonia; en 2002, a Letonia, que entrarían en la otan en 2004. En 2003, a Turquía, miembro de la otan y de la que por aquel entonces se especulaba con su ingreso en la unioneuropea. En 2004, otra vez Ucrania, el año de la revolución naranja. Entre tantos premios de eurovisión lloviendo como misiles en su área de influencia, don Putin iba tomando nota del acoso a Rusia, y el galardón de 2008 no le hizo cambiar de idea sobre las verdaderas intenciones de la musiqueta occidental, y menos aún cuando en 2011 fue para Azerbaiyán, allá en el Cáucaso, entre las repúblicas levantiscas de Georgia y Armenia. Y más premios a Ucrania (2016, la canción titulada 1944 era un manifiesto contra la invasión rusa de Ucrania) y a Israel, el de Pegasus (2018). ¿Quién no se volvería paranoico ante tan inequívocos signos de que el occidente decadente quiere arrastrar a los territorios de la Madre Rusia a la inane euro-visión del mundo?

Entre tanto, la candidata española se quedó ayer, una vez más, a las puertas del triunfo, aunque más cerquita, ay. Chanel había sobrevivido a una típica guerra civil contra su oponente doméstica, Rigoberta Bandini. Se lo había currado, su oferta cuadraba a los estándares del festival y tuvo el apoyo del voto de sus compatriotas, que se lo negaron a Ucrania, pero, como dijo el otro, no mandé a mis naves a luchar contra los elementos.