Míster Biden ha tomado el mando del ejército occidental en la guerra de Ucrania. Dos altos prebostes de Washington han visitado el frente para anunciar que restaurarán el servicio diplomático en la semiarrasada capital del país, de la que huyeron a galope al comienzo de la ofensiva rusa, y para evaluar la cantidad y calidad del armamento que los ucranianos necesitarían para derrotar a don Putin, que, por lo demás, ya está perdiendo la guerra. Esta nueva fase del conflicto da la razón a los que, como Rafael Poch, un analista bien documentado y muy requerido en estas fechas, calificaron la guerra desde el principio como pulso entre dos imperios, y a mi amigo Iacoppus, que desde el primer momento no dejó de ver la mano de la cia y del departamento de estado en este maldito embrollo.

Este enfrentamiento directo de Washington y Moscú solo puede terminar de dos maneras, ambas tranquilizadoras: una nueva guerra fría con la partición de Ucrania (es improbable que don Putin vaya a ceder las zonas del este y sur del país que ya controla) o la tercera guerra mundial con gran pirotecnia de armas nucleares.

La guerra fría es  el paisaje político y moral en el que se crió nuestra generación de viejos (Biden y Putin incluidos) y a la que debemos, el estado del bienestar, una distinción sin matices entre buenos y malos, la derecha satisfecha y la izquierda soñadora, y las novelas de John Le Carré. En resumen, todo ventajas. En esta ocasión el frente de guerra se trasladaría unos cientos de kilómetros al este, del Óder al Dniéper, y las menoscabadas naciones del siglo pasado –Polonia, Rumanía, Hungría, Países Bálticos- tendrán sus quince minutos de gloria  en la historia de la especie humana. Quién sabe si de rebote no se robustecerá el grupo-de-visegrado y se hará añicos de una vez el tambaleante proyecto europeo.

La tercera guerra mundial con gran cosecha de champiñones nucleares es más difícil de defender pero mírese por el lado bueno: nos librará del irresoluble galimatías del cambio climático. Ya no tendremos que separar la basura en casa. La posibilidad de una escalada nuclear está, por ahora, solo en boca de las sibilas del Kremlin  y provisionalmente puede tomarse como un farol, aunque si, como sugiere Rafael Poch, todo ocurre porque Rusia se siente amenazada por occidente, ahora lo estará más –Suecia y Finlandia quieren sumarse al club– y, con esta premisa, en cualquier momento el Kremlin puede considerar como una buena idea borrar a occidente del mapa. Y a la inversa, Washington puede considerar que el único modo de curar a Putin de sus delirios es mediante un electroshock lo bastante potente.

Una  guerra nuclear es posible porque se le ha perdido el respeto a la Bomba, así llamada por antonomasia en nuestra remota juventud. El arrasamiento de Hiroshima y Nagasaki fue la gran traca final del conflicto más horroroso en que se ha sumergido la humanidad desde que Lucy se levantó sobre sus patas traseras. Las poblaciones de los países más desarrollados quedaron bajo el paralizante hechizo de una fórmula aterradora, destrucción mutua asegurada, mad (loco) por su acrónimo en inglés, pero el mundo se ha ensanchado desde entonces, ha pasado mucha agua bajo los puentes y más países emergentes han hecho acopio de bombas atómicas por un por si acaso, a la vez que la tecnología permite hacer artefactos nucleares de todos los tamaños y formatos, lo que sumado a la presencia de nuevas generaciones para las que Hiroshima no es ni siquiera un recuerdo, ha dado como resultado la banalización de la amenaza, que ha dejado de ser una catástrofe para convertirse en una posibilidad táctica. En esas estamos el día en que se conmemora el octogésimo segundo aniversario del bombardeo de Gernika, lo que quiera que signifique eso.