Guerra híbrida es un significante vacío de nuevo cuño aparecido en la jerga política internacional para designar los tira y afloja que mantiene occidente con el siempre remoto oriente ruso. A grandes rasgos, el término designa operaciones hostiles en las que se emplean como arma arrojadiza materiales muy comunes, que hasta ahora carecían de utilidad bélica; por ejemplo, inmigrantes o bits cibernéticos, disponibles en gran cantidad por la economía globalizada y con los que se pueden organizar brigadillas de asalto, ya sea contra las alambradas de una frontera o contra las encriptaciones de los sistemas de comunicación. En ambos casos, la carne de cañón es material desechable.

La guerra híbrida, ineficiente en términos militares, constituye sin embargo un poderoso argumento propagandístico para provocar miedo, y la agresividad consiguiente, en las sociedades occidentales cuyos ciudadanos solo temen dos peligros para su adormecido bienestar, que unos inmigrantes irregulares ocupen su segunda residencia y quedarse sin conexión de wifi. Es un mensaje directo al subconsciente liberal. Rusia, que, como nos enseñaron de niños, inventó el lavado de cerebro, es una potencia en estos artilugios fantasmagóricos de mucho efecto teatral amplificado por la reacción del adversario. Los rusos son también los descubridores del perro de Pavlov y del reflejo condicionado, que una vez más ha funcionado a pedir de boca. Ellos mueven tanques en su territorio y Washington anuncia la inminente invasión de Ucrania, y, para hacer más plausible la profecía, don Biden ordena a sus diplomáticos y a los aliados que abandonen el país. La retirada, en términos reales, es táctica (las delegaciones occidentales se retiran de Kiev, la capital, hasta la ciudad más occidental de Lviv) pero el efecto está conseguido. En la tele, Ucrania es ya un escenario de guerra en el que no aterrizan los aviones comerciales y las inversiones se han congelado, y en cuyas calles los ciudadanos se preparan para la defensa con armas de madera. El melodrama está servido y ya puede desgañitarse el presidente de la república, don Zelinski, pidiendo a sus presuntos aliados que no aumenten la tensión con declaraciones alarmistas.

En la guerra híbrida hay una añoranza de la guerra fría. Dos viejos actores antagonistas, ya en decadencia, coinciden en repetir la truculenta buddy movie que los mantuvo unidos durante medio siglo. Es propio de los viejos vivir en el pasado. Rusia quiere recuperar los territorios de su área de influencia que se desgajaron del extinto mapa soviético y Estados Unidos quiere derrotar de una vez al maligno que creyó derrotado, y así lo anunció, hace treinta años. El mecanismo narrativo del videojuego se apoya en un mcguffin técnicamente llamado destrucción mutua asegurada mad, loco, por su acrónimo en inglés- porque la emoción reside en que a alguno de los jugadores se le vaya la pinza en el curso del juego y pulse el botón equivocado, como el diputado don Casero. El game over no llegó nunca a pesar de que hubo episodios escalofriantes, como las crisis de Berlín y de Cuba. Ahora estamos de vuelta en la casilla de Ucrania y sigue el juego.