Cada día, el viejo se siente más ajeno al mundo. Algo tienen que ver las constricciones que regulan la pandemia de la que instintivamente quiere protegerse, pero, a qué engañarnos, la reclusión es el precio de la edad. En su cubil, el viejo explora afanosamente los diarios digitales y presta la oreja a informativos de radio y a tertulias de televisión,  a la espera de encontrar la piedra rosetta que le permita descifrar lo de Ucrania, una guerra postmoderna en clave de la guerra fría. Sin resultado.

En los buenos tiempos, se llamaba kremlinólogos a los que se ocupaban de los arcanos de Rusia. Aquella cofradía no consiguió extraer ni un gramo de oro de las toneladas de ganga informativa que baldeaban a diario. Por último, ni siquiera advirtieron el desparrame del imperio soviético cuando aconteció, que, hombre, algún ruido emitiría antes de venirse abajo, Desalentado por la cháchara de los kremlinólogos sobrevenidos en estos días de urgencia, el viejo pasea la mirada por otros campos noticiosos, como el confinado mira al parque consabido que se extiende ante su ventana y, caramba, encuentra una noticia que le es familiar y que bien podría aludir a un suceso acaecido hace un siglo o más.

Carlos Javier I (aquí llamado Carles Xavier) de Borbón-Parma y Orange-Nassau ha jurado los fueros de Cataluña en el monasterio de Poblet. La noticia trae al viejo un aroma mezcla de reconocimiento y fastidio. Lo primero porque este juramento confirma que el prusés fue la enésima carlistada. El independentismo regional del siglo XXI brota en tierras de tradición carlista y se nutre de las mismas bases, tiene los mismos objetivos y ofrece la misma escenografía que el carlismo histórico. El programa político es brumoso y arcaizante pero puede resumirse en el rechazo al estado constitucional en nombre de una organicidad sociopolítica que conecta al pueblo con el rey a través de las elites locales. En el prusés no había rey (don Puigdemont y su corte en el exilio de Waterloo remedan a un pretendiente al trono pero se nota que no es de sangre azul) y una república estaba condenada al fracaso porque no podía ofrecer un programa integrador a toda la sociedad catalana. Las bases jurídicas del independentismo, aprobadas por el parlament, desconectaban de la constitución española pero no creaban una nueva. No se puede crear una república con carlistas. Don Carlos Javier de Borbón-Etcétera ha detectado el déficit y se ofrece para cubrirlo a la medieval manera de jurar los fueros.

El fastidio por la noticia brota del hartazgo porque los catalanes se quieran quedar con todo, incluso con el rey pretendiente. Este don Carlos Javier es hijo y heredero dinástico de don Carlos Hugo, que tenía su reino natural y el mayor número de seguidores en esta remota provincia al otro extremo de los Pirineos, donde el carlismo está fosilizado en un museo en la localidad de Estella, que fuera capital en cierta ocasión épica de la España legitimista y reaccionaria. Y fue en esta provincia y cerca de Estella donde don Carlos Hugo vio malogradas sus pretensiones al trono en la batalla conocida como los sucesos de Montejurra (1976) en la que, bajo la apariencia de un ataque de bandas fascistas y policiales contra manifestantes desarmados y entusiastas, con el resultado de dos víctimas mortales, se dirimía una pugna dinástica entre don Carlos Hugo y su hermano don Sixto.

Y no es solo el rey pretendiente, al que han llevado a Poblet a jurar unos fueros que no existen, no como en esta remota provincia, donde sí están operativos (chupaos esa, catalanes), también nos quieren quitar la preeminencia de las brujas. Pues ¿no dicen que su persecución, que abarcó toda Europa, se inició en Cataluña? Vamos, anda. Y las brujas de Zugarramurdi, ¿qué? Si tenemos hasta un museo (otro más) que las recuerda mucho antes de que a los catalanes se les ocurriera dedicar calles a las suyas. No sé lo que se juega en Ucrania pero aquí nos jugamos la Edad Media.