Su majestad nuestro rey emérito nos ha hecho saber a sus súbditos, a través de uno de sus heraldos acreditados, su deseo de abandonar el exilio voluntario en el país de las mil y una noches, si se le devuelve la residencia en el real sitio del palacio de la Zarzuela y los emolumentos que le corresponden por su dignidad. El mensaje parece una charada navideña, una carta de los reyes reales a los reyes magos en la que los términos están invertidos y es el padre el que pide al hijo los regalos que este no podrá hacerle sin grave quebranto de su propia posición, así que la demanda ha sido recibida con un espeso y embarazoso silencio.

Lo justo, y heroico, por parte de don Felipe es que hiciera un gesto de piedad filial y aceptara a su padre en casa, ya que en su sola mano está hacerlo. Ningún poder del estado tiene competencia para evitar o forzar su soberana decisión, ningún juez persigue al fugado en territorio nacional y el pueblo no ha sido llamado a expresar su adhesión o rechazo, incluso sería posible convocar a un nutrido coro que recibiera al emérito como en un anuncio de turrón o como se recibió a Fernando VII en 1823. ¡Por los buenos tiempos! ¡Por la libertad de tomar una cervecita en la terraza! Don Felipe podría incorporar la acogida a su padre en la moralina del discurso de nochebuena; incluso podrían recitarlo a dúo, padre e hijo. Después de todo, los dos son reyes y están cualificados para este empeño.

Don Juan Carlos se ha convertido en el gorila en el salón. Se siente su presencia, se oye su respiración, pero todos se hacen los locos y actúan como si no estuviera. Nuestra monarquía es azarosa y menos debida a la adhesión popular o a la tradición histórica que a la dificultad del país para constituirse en estado. Los reyes son desde hace dos siglos los fontaneros llamados por la oligarquía de turno entre una guerra civil y otra para parchear la deriva nacional y en cada ocasión necesitan legitimarse con alguna hazaña en la que el buen pueblo pueda reconocer un hito de su bienestar. El emérito tuvo su 23-F, que las nuevas generaciones han empequeñecido o simplemente derogado de su memoria. A su turno, su hijo don Felipe anda necesitado de su momento legitimador. Pareció que podría ser aquel 3-O en que le cantó las cuarenta al secesionismo catalán después de que el estado hubiera repartido estopa a los ciudadanos independentistas ante las urnas, pero el intento le hizo parecer el guardia de la porra y no funcionó. Por ahora, don Felipe es el rey que echó de casa a su padre y se quedó con su sueldo. Quizá podría incapacitarlo, solo hace falta un notario, e ingresarlo en una residencia geriátrica donde estaría bien atendido, saldría barato, al menos para la casa real, los fiscales darían carpetazo al fastidioso expediente que tienen abierto y la devoción filial quedaría a salvo. En fin, solo queda esperar que este lío familiar no termine en guerra dinástica. Tampoco sería una novedad.