Se repite tanto la palabra que esa elemental arquitectura de un tablero sobre cuatro patas adquiere una dimensión mítica a la vez que difusa: una especie de fantasma dotado de poderes sobrenaturales. Si el mobiliario de la existencia humana hubiera de reducirse a su mínima expresión, esta sería la mesa más que el armario, las sillas, la tumbona, el sofá o la otomana. Se puede vivir sin estos aderezos pero no sin una mesa. Los judíos, quizá el pueblo que más ha explorado (a menudo a su pesar)  el laberinto de la condición humana, celebran su fiesta principal, el comienzo del éxodo, de pie alrededor de una mesa. Catalanes y españoles, con perdón, empiezan su propio éxodo hacia la tierra prometida y como era previsible lo hacen también alrededor de una mesa. Un mueble que en las familias convocadas despierta suspicacias, cuando no auténtico rechazo.

Es curioso que una pieza tan obvia despierte tantas dudas sobre su función y utilidad pero también hay razones históricas que abonan el recelo. Hay mesas de juego, de comedor, de cocina, de trabajo, de autopsias, de güija, incluso de adorno, como la que tenía la tía Paca en la sala de estar de la calle San Antón, poblada de figuritas de loza y bolas de cristal. Al escribidor niño no le dejaban acercarse a aquella mesa y sobre todo a una campanilla de porcelana con cenefas de flores mínimas, que descansaba en una de las esquinas del mueble y era al parecer extremadamente frágil, hasta que murió la tía Paca y el infante pudo sacudir la campanilla a su gusto durante los treinta segundos que permaneció intacta. En torno a una mesa puede ocurrir cualquier cosa, o no ocurrir nada.

Vista en perspectiva, la campanilla de la difunta tía Paca demuestra que la historia tiene sus propios ritmos y exigencias, en los que la mesa alrededor de la cual se urde no es más que un elemento accidental. Es famoso, y estos días se ha vuelto a recordar como prueba de la necesidad de épica que al parecer nos acosa, que las negociaciones entre norteamericanos y nordvietnamitas para poner fin a la guerra de Vietnam estuvieron precedidas de un larguísimo periodo de conversaciones para acordar la forma de la mesa; entretanto, la guerra seguía su curso y los contendientes perseveraban en sus estrategias, hasta el final. ¿Alguien cree ahora que la forma de la mesa tuvo alguna influencia en ese final? Hay otro ejemplo más reciente. En Afganistán,  la retirada de las tropas occidentales estuvo precedida de un acuerdo de Trump con los talibanes en el que debió haber también una mesa sobre la que la historia nada dice. En ambos casos, la guerra y su final estaban ya decididos por la fuerza de los hechos.

En nuestro modesto caso doméstico la situación es análoga. Los indepes han perdido el pulso, que volverán a recuperar dentro de cincuenta años porque la independencia es una fiebre periódica en Cataluña, pero por ahora no hay nada de qué hablar que no se hubiera podido hablar  en cualquier otra circunstancia menos crispada. Españoles y catalanes lo saben y han decidido darse tiempo. Entretanto, a ambos lados de la mesa, unos y otros discuten con los de su bando sobre la forma y textura del mueble porque, qué carajo, una mesa es siempre aprovechable, aunque sea para hacer leña.