¡Ojo! Debe haber una relación más profunda de la que un vistazo superficial sugiere entre el rechazo de los repartidores, ahora llamados riders, a ser considerados trabajadores asalariados y no falsos autónomos y la despepitada victoria de doña Ayuso en Madrid. Para un rogelio clásico, ambos sucesos son inexplicables. Los repartidores renuncian a la protección contractual que les brinda el gobierno y los votantes de doña Ayuso entienden que, si hay que morir, que sea con la espuma de una cervecita en los labios. El fin del estado de alarma nos ha ofrecido la dialéctica entre dos polos: orden o barbarie. Pues bien, algo nos dice que la barbarie gana a los puntos. La presentación de esta dialéctica en la tele, que es donde se representa la realidad y no en el parlamento, era particularmente ilustrativa. En la calle, jóvenes apelotonados y eufóricos, exudando vida por todos los poros, y en las tribunas de opinión, tipos maduros entre titubeantes y enfurruñados, a los que el sistema de videoconferencia les da un aire macilento y fantasmal, aconsejando prudencia y recordando el protocolo. Si fuera la representación de una guerra de posiciones, diríamos que los primeros han ocupado el campo y los segundos están encastillados tras sus vacilantes trincheras.

El busilis radica en que los bárbaros no solo berrean en la calle, también votan, y mira por donde, han hecho suya la doctrina de don Aznar que reclamaba libertad para conducir borracho por la autopista. ¿Hay algo más simple y natural que eso? La agenda política clásica se ha ido al carajo: si hay parados es porque no buscan empleo, el cambio climático es un cuento, las colas en los comedores sociales son de aprovechados, los emigrantes vienen a delinquir, los impuestos son confiscatorios, la educación pública es adoctrinamiento, los viejos están para morirse en las residencias, etcétera. ¿Quién me va a decir a mí  lo que tengo o no que beber cuando me pongo al volante? Y sobre todo, ¿quién le iba a decir a este caballero fúnebre de bigotito y melenita de quita y pon que sería el inspirador de la nueva generación? A juzgar por los resultados, diríase que los indignados, que ahora cumplen diez años desde su bautismo, no querían transformar la sociedad sino derogarla. Pero es aquello del refrán, el hombre propone y dios dispone.

Bien, la deriva de los hechos nos ha proporcionado dos escenarios en los que asistiremos a este experimento de libertad absoluta. En Cataluña, los indepes han formado a regñadientes un gobierno de intereses privados después de una eternidad de puja entre ellos y de tomadura de pelo al resto del personal. No les faltaban razones para comportarse así: ¿para qué quieres un gobierno si a lo que aspiras es a la independencia? Es un contrasentido, como si los viajeros de un globo reclamaran un ancla para permanecer sujetos al suelo cuando lo que quieren es volar a las nubes. El otro escenario es Madrid, donde la lideresa convocó las elecciones con el confesado propósito de tener una mayoría absoluta y casi lo ha conseguido porque sus socios voxianos están aún más locos que ella por la libertad. Y además ahora viene pasta a espuertas de Europa. Vuelve la Jauja de hace veinte años.

Un tópico que se popularizó al principio del confinamiento, ahora hace año y pico, consistía en preguntarse qué aprenderíamos de la pandemia. La pregunta iba subrayada con aplausos a los trabajadores de la sanidad pública, la gente esencial, los que cuidan de nosotros, los que están en su puesto en medio del riesgo, etcétera, buen rollito. Ahora ya sabemos qué hemos aprendido: vuelta a los viejos buenos tiempos. ¡Y quién mejor que los indepes catalanes y doña Ayuso en Madrid para este revival!