Un par de detalles llaman la atención del espectador de entre la barahúnda trumpiana del Capitolio de Washington. El primero es que muchos asaltantes se hacen selfis mientras ocupan las salas nobles del poder legislativo, como si fueran turistas low cost. Es la revolución de los narcisos. Luego, subirán la imagen a la red, según la pauta del delincuente exhibicionista, tan de moda. El selfi es la terapia para la identidad perdida, el testigo de nuestro empoderamiento. Yo estuve ahí, este soy yo. La tecnología hace innecesarias las fotos de grupo, conmemorativas, lo que quiere decir que no participamos en acontecimientos comunitarios e históricos. Las autofotos no recuerdan el pasado, celebran el presente, y nos rescatan en cada momento de la anomia a la que estamos condenados.

El segundo detalle memorable del asalto es el disparo a bocajarro que un policía ha hecho sobre una asaltante causándole la muerte. La tele nos han acostumbrado a ver que los polis estadounidenses disparan como si tuvieran alguna cuenta pendiente con el receptor de la bala, como si estuvieran en guerra civil con el presunto delincuente al que apuntan con la pistola y este trámite preventivo fuera a ahorrar a los contribuyentes los costes de un larguísimo proceso judicial. La contundencia del poli contrasta con la manifiesta lenidad de los servicios de seguridad para proteger la sede del poder legislativo en una ocasión tan señalada para el funcionamiento de la democracia.

Los dos detalles mencionados resumen bien la revolución trumpiana: narcisismo, violencia latente, mucha gesticulación e incompetencia absoluta en la gobernación de la cosa pública. El asalto al Capitolio ha sido una quermés protagonizada por unas docenas de fanáticos y cretinos e instigada por el presidente saliente, que, por efecto de esta patochada, ha visto huir de su lado a los pocos leales que aún le apoyaban en su chifladura. Esto es lo que queda a la vista pero convendría examinar lo ocurrido como un síntoma y preocuparse por dos inquietantes aspectos del suceso: uno, la organización que ha sido necesaria para llevar a cabo una operación que, por estúpida que parezca, no puede improvisarse, y dos, el eco que sin duda ha tenido en millones de ciudadanos a los que les ha sido inoculada la  creencia de que las elecciones han sido fraudulentas y en consecuencia el presidente electo es ilegítimo, ¿les suena?

Negacionismo es el nombre que ha adquirido en este tiempo el nihilismo de siempre, que se extiende como una metástasis, y tanto cuestiona la evidencia de una pandemia como la limpieza de unas elecciones cuyo procedimiento ha sido validado por todas las instancias pertinentes hasta ahora nunca cuestionadas. Pocas bromas. La democracia liberal está averiada (no porque lo digan Putin y Maduro es menos cierto) y no hay diagnóstico convincente para ponerle remedio porque los agentes de la avería no son las minorías tradicionalmente revolucionarias sino las llamadas clases medias embutidas en la bandera nacional, que han sido el soporte del sistema. Las declaraciones de circunstancias de los congresistas y senadores que salían de debajo de la mesa después del susto sonaban estúpidamente banales. Los golpes de estado, y este del Capitolio lo ha sido en grado de tentativa, tienen raíces muy profundas, si lo sabremos aquí, y a veces tenemos que convivir con su amenaza durante decenios. Nos habían hecho creer que la democracia norteamericana era inmune a este virus pero se ve que no.