El paseante se encuentra al pie de la muralla con unos pocos cientos de personas que forman una manifestación contra el racismo y el maltrato a los migrantes, y se suma a ella. La manifestación, al ritmo de una batucada que no siempre encuentra el compás, se encamina por las calles de lo viejo hacia la sede del gobierno provincial. Los manifestantes son jóvenes y la manifestación tiene un tono festivo, folclórico. Las pancartas están presididas por mensajes en vascuence, algunos de ellos escritos con rasgos que remedan la caligrafía arábiga, en una improbable mezcla de localismo e internacionalismo. Las banderas dominantes que ondean sobre las cabezas son lienzos de mantas térmicas, doradas y plateadas, con las que se cubren a los migrantes que llegan ateridos a nuestras costas: un primer gesto de solidaridad y afecto que no se reproduce en las fases ulteriores de la acogida.   

Entre los manifestantes, los saharauis constituyen el grupo más característico e identificable; ellas con la melhfa multicolor bajo el chaquetón invernal de estas latitudes agitan sus banderas nacionales. Sus razones son también específicas: los saharauis no tienen patria a la  que regresar. En esta provincia, como en otras partes del país, hay una larga tradición de ayuda  humanitaria a los campos de refugiados saharauis en la región desértica de Tinduf, en Argelia, donde se agrupan desde hace tres décadas unas ciento cincuenta mil personas dependientes por completo de la ayuda exterior. La sostenida simpatía que despierta la causa saharaui no tiene ningún eco en los gobiernos del mundo, empezando por el español. Para la agenda internacional es un expediente cerrado. Estos días, como cada mes de diciembre, los amigos de los saharauis nos ofrecen calendarios y agendas para recaudar fondos, pero cada año el nuevo calendario nos remite a las mismas imágenes de niños sonrientes y adultos taciturnos en un paisaje mineral de color vainilla.

Ni siquiera las aparentes novedades los son realmente. El reconocimiento de la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental, que Trump declaró cuando ya había sido derrotado en las urnas, es un mero énfasis sobre una situación de hecho que se remonta a medio siglo atrás. Tampoco la contrapartida de Marruecos –el reconocimiento de Israel- es una novedad porque ambos estados mantienen una colaboración estratégica por lo menos desde el asesinato del opositor marroquí Mehdi Ben Barka en 1965. Todo parece indicar que la declaración de Trump forma parte del realineamiento de fuerzas en el tablero árabe y de Oriente Medio, según el cual una coalición de Israel y las petromonarquías del Golfo, a la que se incorpora Marruecos, harían frente a Irán y sus aliados en la zona.

En este marco, el Frente Polisario es una reliquia; contemporáneo tardío de los movimientos anticolonialistas árabes de los años cincuenta y sesenta, de signo nacionalista, gozó del apoyo y protección de Argelia mientras estuvo vigente la guerra fría. Desde entonces, el mundo árabe ha registrado cambios de enorme margnitud que han convertido al pueblo saharaui en una entidad invisible. Ni siquiera el referéndum de autodeterminación, una herramienta típica de la descolonización, funcionaría ahora aun en el improbable caso de que una fuerza misteriosa permitiera celebrarlo. España tampoco es un factor operativo, marcada por la vergüenza de la renuncia a sus responsabilidades como potencia descolonizadora, debida entonces a su debilidad por razones de política interior. Esa debilidad continúa, de alguna manera, en relación con Marruecos, que tiene en su mano la llave de los flujos migratorios y quizá tambien el estatus de Ceuta y Melilla.

La manifestación juvenil sigue al ritmo de la batucada y las banderas de tela térmica y con los colores saharauis ondean agitadas bajo el cielo gris.