El agónico míster Trump (la agonía la sufren los demás) ha destituido a la cúpula civil del ministerio de defensa y ha puesto en su lugar a un grupo de leales, aunque se supone que también lo fueron los otros, a quienes ha cesado. En aquel país no existe, al parecer, la noción de presidente en funciones y el que ocupa el cargo lo es con plenitud de poderes hasta que abandona el despacho presidencial del que, hay que recordarlo, ha sido desalojado por los electores. La supresión de este periodo de tránsito en el que se instituye una cierta neutralidad entre lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no termina de nacer es un síntoma de crisis de la democracia.

Estas disquisiciones las inspira el ademán resolutivo que muestra en la imagen el tipo que ha sido nombrado por Trump para ocupar el cargo de secretario de defensa a pocos días del traspaso de poderes. Diríase que va a plantar la bandera de las barras y estrellas en la cima del monte Suribachi y no a ocupar un despacho que quizá no llegue ni a encontrar en el edificio durante el tiempo que le queda. Si su nombramiento es un trámite, ¿a qué va tan decidido? Es la clase de contexto que convierte a un demócrata en un golpista. El contexto cuenta porque determina si la escena se desarrolla o no en el marco legal.  ¿Es el momento de la lealtad más allá del deber y de la ley?

Hay un cierto tipo de individuos bastante frecuente en los segundos escalones de la política y de la administración que tienen a gala una lealtad perruna y operan fascinados por la figura del jefe que les ha otorgado la encomienda como un conejo ante los faros de un automóvil. Diríase que, como el conejo, encuentran en ese deslumbramiento un sentido a su errática existencia y es necesario que caiga sobre ellos el peso de la ley para que se den cuenta que son algo más que conejos cegados. Un ejemplo egregio de estos personajes es el edecán del rey emérito que aceptó fungir de titular de una cuenta opaca de la que se beneficiaba su jefe y familia. ¿En qué libro de ordenanzas militares habrá leído el teniente coronel que tal función es de su competencia? ¿Tan difícil es responder a la real oferta con una sencilla frase: con el debido respeto, majestad, no me joda?

El hilo de esta lealtad extravagante lleva la memoria a principios de los noventa, cuando la inocencia democrática del escribidor fue violada. El presidente de la remota provincia subpirenaica fue atrapado en una corruptela y su segundo del partido propaló que era una campaña etcétera. Este personaje era un docente en la media edad, de buena planta, cabello y barba blancos y una voz grave que daba a las trivialidades un magnético trémolo profesoral. Era difícil no dudar de las evidencias cuando las negaba al otro lado de la línea telefónica, hasta que él mismo fue detenido con la inevitable cuenta secreta en Suiza. Lo curioso del caso es que no la utilizó nunca para su beneficio personal, ni la tocó siquiera, simplemente asumió la titularidad nominal de la cuenta para encubrir a su jefe. ¿Se puede ser más tonto? Fue exonerado, volvió al pizarrón y desapareció de la vida pública. En el salón de presidentes del palacio provincial queda su retrato, ya despojado de memoria.