La destrucción de las estatuas es un signo inequívoco de cambio de época histórica. Es el exorcismo contra la maldición que Marx relata en su 18 Brumario: La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. El pasado nunca se desvanece del todo y su virus permanece en el bronce o en el mármol mucho después de que los paseantes que frecuentan la compañía de estos monumentos sepan o se interesen por lo que significan. El mensaje de la iconoclasia es inequívoco pero, paradójicamente, deja un vacío a su paso. Nada hay más sorprendente e interrogativo que un pedestal sin estatua: ¿qué debería estar ahí? No, desde luego, el monumento abatido, pero ¿qué figura o emblema habrá de sustituirlo?

Los países que aquí llamamos anglosajones –Estados Unidos y Reino Unido- están atrapados en la pinza de dos poderosas corrientes contradictorias. De una parte, sus gobiernos respectivos basan la legitimidad de su ejecutoria en la grandeza y el aislamiento de sus naciones –Brexit, America First-, a la vez que una parte significativa de su población está empeñada en la destrucción del recuerdo de aquellos próceres que las hicieron grandes y soberbias. ¿Puede imaginarse un imperio sin esclavos?, ¿o un capitalismo boyante sin mano de obra y materias primas tan baratas como la fuerza de la clase propietaria permita?, ¿o un orden internacional que no esté garantizado por un ejército y una armada intrusivos, resueltos y crueles? No sabemos si los iconoclastas tienen claro quién habrá de ocupar los plintos que su furia purificadora deja vacíos.

Hay una experiencia histórica reciente y quizá ilustrativa: a principios de los pasados noventa, el derrumbe de la Unión Soviética se subrayó con la destrucción de miles de estatuas y monumentos de sus fundadores y valedores mientras se repartía el patrimonio del estado entre un puñado de oligarcas como si fueran los despojos del crucificado. Al final del proceso, los rusos obtuvieron un régimen autoritario razonablemente análogo al que representaban las estatuas derribadas pero sin su influencia planetaria. Del mismo modo, los Estados Unidos de Trump y la Inglaterra de Boris Johnson no son sino un paródico reflejo de aquellos buenos tiempos que recuerdan las estatuas abatidas.

España y el vecino Portugal fueron, en los albores de la modernidad, los adelantados del sistema colonial-imperialista que ahora denuestan los iconoclastas, así que era inevitable que las estatuas que lo recuerdan formaran parte de los objetivos a batir de estos tiempos que se quieren adánicos. El padre de la criatura es, por supuesto, Cristóbal Colón, que tiene sendas efigies en el centro de Barcelona y Madrid. Por sus dimensiones, más que por la historia que evocan, es difícil que sean pasto de la iconoclasia reinante. La estatua de Barcelona es el armatoste urbano más conocido de la ciudad, con permiso de la Sagrada Familia (un templo que parece construido por iconoclastas que se obstinan en no terminarlo). En cuanto al Colón madrileño, ya fue apartado de su centralidad en la plaza de su nombre para hacer sitio a un enfático monumento al llamado descubrimiento con cuatro monstruosos y opresivos bloques de hormigón, a los que dos décadas después don Aznar añadió la más grande bandera española jamás izada sobre nuestras cabezas. Así que los iconoclastas antirracistas van a tener que fijar su atención en objetivos más vulnerables sobre los que, por cierto, sus homólogos de la acera de enfrente ya han puesto manos a la obra. Los voxianos han metido al trullo la efigie de Abderramán III en el municipio zaragozano de Cadrete con el delicado argumento de que provocaba división entre los vecinos. Para los legos, que son legión, habría que recordar que este Abderramán fue rey de gran parte de la península ibérica durante más tiempo y en un periodo más esplendoroso que los de cualquiera de los monarcas que hubiera antes o hayan venido después. Hagan la prueba de comparar sus méritos con los del rey emérito.

Epílogo. Esta desordenada nota viene dictada por la noticia de que entre la efigies vandalizadas por los iconoclastas está la de Miguel de Cervantes en la ciudad californiana de San Francisco, al parecer víctima colateral, ya que se situaba cerca de la estatua de fray Junípero Serra, el objetivo  central de la acción, que fue abatida. El ilustre manco salió mejor parado, apenas con un chafarrinón en el que se le califica de bastardo. Valdría la pena saber en qué pensaba el autor del atentado al utilizar este calificativo típicamente racista para identificar al tipo de vida personal más bien aciaga y sin embargo creador de la lengua que hablan más de treinta millones de bastardos latinos en Estados Unidos.