La corrupción es la hipóstasis del pepé. Hipóstasis designa una noción genérica o abstracta que se materializa en un ente real. Policías, jueces y fiscales llevan años indagando en los mecanismos, conexiones y  estructuras de ese ente material que es el pepé y que encarna un estado de corrupción. La justicia va a su paso y el pueblo soberano termina por perder la perspectiva de lo que se juzga hasta que un hecho novedoso y llamativo reclama de nuevo su atención. Esta vez es la convocatoria de don Aznar y don Rajoy como testigos en el proceso de los llamados papeles de Bárcenas, la piedra rosetta  del jeroglífico que ha sido la gobernación de la derecha en los últimos veinte años. Don Aznar ganó el gobierno con un triple objetivo: devolver el poder a las clases adineradas, afianzar una estructura política que lo hiciera posible y extraer para los operadores las retribuciones correspondientes. A tal fin, privatizó patrimonio público, estimuló los beneficios empresariales mediante una masiva oferta de obra pública y del movimiento de líquido derivado se embolsó las comisiones correspondientes para retribuir al aparato partidario que lo hacía posible y a sus agentes principales, que tomaban las decisiones necesarias.

Llegados a este punto, vale la pena hacer un inciso. Si bien la corrupción es una lacra endémica de las clases dirigentes españolas, registrada sin interrupción al menos desde la restauración monárquica del último tercio del XIX, como ha puesto en claro el historiador Paul Preston en su último libro, Un pueblo traicionado, es posible detectar algunos matices en las circunstancias y maneras de cada caso, siendo todas las corrupciones igualmente condenables. La que afecta al pesoe andaluz en el llamado caso de los ere se debió a una organización endogámica, enferma de autocomplacencia, ineficiente y ensimismada, que derivó a beneficio de sus funcionarios y de sus redes clientelares fondos que le llegaban del exterior como un maná. La corrupción del pepé, a su turno, responde a un patrón, si no es un plan preconcebido, que exige la movilización activa de recursos políticos y administrativos, con los correspondientes episodios de simbiosis y complicidad, para crear las oportunidades en la que la corrupción sea efectiva. Estas oportunidades exigían como prerrequisito que el partido tuviera un poder absoluto sobre el territorio y explica que la corrupción se manifestara sobre todo en Madrid, Comunidad Valenciana y Baleares.

La rebusca  judicial ha llegado, por fin, a los jefes del pepé durante este periodo, a los que se llama como testigos obligados a decir verdad. El perjurio, sin embargo, goza de buena salud en nuestro sistema judicial, por tres razones. Una es gramatical, las preguntas del fiscal siempre pueden ser respondidas de forma elusiva con un no sé, no me acuerdo o no me consta; la segunda razón está en la misma formulación de las preguntas, que a priori dejan al testigo fuera de sospecha y en consecuencia tienden a ser romas, aproximativas o genéricas, y, por último, porque los testigos de rango gozan de una suerte de credibilidad apriorística, debida a nuestra cultura estamental, que puede llevar incluso a que el testigo disponga de un sitial al mismo nivel que los jueces, como se escenificó en una anterior comparecencia de don Rajoy en circunstancias análogas. En aquella ocasión, el tribunal permitió que el testigo hiciera un alarde de displicencia y cuquería que, por otra parte, fue la marca del personaje y de su gobierno. Ahora comparece también don Aznar y, con estos antecedentes y sabido su carácter, es imaginable que jueces y fiscales estén acojonados. En cuanto a la corrupción, hasta la próxima.