¿En qué momento un aguacero puede considerarse una ciclogénesis explosiva? Es una metáfora pertinente para referirse a los nuevos papeles de Bárcenas, en estos días de fracaso de la lucha contra el cambio climático y contra la corrupción, porque ni el primero va a ser atajado ni la segunda, proscrita. El cambio climático se manifiesta mediante episodios distintos y separados -una inundación aquí, un incendio forestal allá- que los expertos en la cosa deben hilvanar en un esquema único y dotado de sentido. El experto en la corrupción del pepé es don Bárcenas, cuyo destino en este mundo consistía en llevar cuenta de los episodios que componen el cuadro –un sobre aquí, una comisión allá, un contrato amañado acullá- de una práctica mafiosa sistémica. La derecha, que históricamente ha tenido a gala poseer un sentido de la realidad del que carecería la izquierda idealista y visionaria, está a la defensiva ante los hechos probados. Niega el cambio climático y niega la corrupción. Para esta gente, la gota fría es un aguacero y la sequía, un día de sol; a su vez, las corruptelas son asuntos privados de ese señor del que usted me habla.

El clima se corrompe y la corrupción se vuelve atmosférica. Ambos hechos envuelven a los individuos y a las sociedades y se pegan a su existencia como una segunda piel. La emergencia climática tiene causa en la híper explotación de los recursos naturales y la corrupción es el motor del crecimiento económico. Cada obra pública implica una devastación del paisaje y una siembra de mordidas. Luego, el aeropuerto, el polideportivo o el bloque de viviendas quedan a la expectativa de uso mientras sus materiales se deterioran antes de que la obra sea inaugurada. En el mejor de los casos, el aeropuerto acogerá operadoras de vuelos regionales de ínfima clase, el polideportivo será sede de competiciones vecinales  y el bloque de viviendas dará cobijo a okupas. Trump y su homólogo británico, Boris Johnson, creen ciegamente en la obra pública para impulsar la recuperación económica. Un especulador inmobiliario y un periodista tramposo, un tonto y un listo, ambos erráticos y oportunistas, están al frente del mundo occidental.

El viaje de retorno que ha emprendido la derecha en su actual reencarnación como nacional-populismo nos devuelve a un lugar que ya no existe, del que solo quedan ruinas y desechos no reciclados, y no hay otro modo de verlo que no sea a través del sarcasmo. Trump y Boris son buenos humoristas, tanto que parecen operadores de la industria del espectáculo más que de la política. El padre del tipo al que los británicos han encomendado su destino fue despedido de su empleo en el Banco Mundial porque presentó una propuesta de préstamo de cien millones de dólares a Egipto para que construyeran otras tres pirámides. Obra pública. Aquella bufonada le costó el empleo porque la hizo en un tiempo en que el humor tenía su sede en teatros y circos. El hijo Boris comprendió que solo había un modo de no ser despedido de un empleo por hacer tonterías, y trasladó el circo al parlamento.