Un amigo oriundo de esta parte del golfo de Vizcaya y desde hace tres décadas  afincado en Barcelona por razones profesionales nos envía en ocasiones por guasap artículos de opinión de la prensa catalana escritos con un afán balsámico y conciliador, como si con ellos quisiera  calmar sus temores, que compartimos. El último envío venía acompañado de un deseo: otra cuestión es cuándo y cómo saldremos de este lodazal. Espero que no tardemos tanto como en nuestro paisito, pues ya no lo veríamos. En  efecto, ya no lo veríamos. En nuestro paisito el conflicto duró más de cuarenta años; asistimos a sus inicios cuando apenas éramos veinteañeros y hemos vivido su final rebasados los sesenta. Toda una eternidad para los que no creemos que haya otra. Ahora estamos en lo que podría llamarse una tregua indefinida, un término de fea resonancia pero pertinente. Los agentes que quebraron la paz social y alimentaron los enfrentamientos están fuera de juego pero el humus en el que brotaron no ha cambiado.

La traducción del conflicto a la política –léase al parlamentarismo- no lo anula, solo lo aplaca y, en el mejor de los casos, lo regula mientras se mantienen estables ciertos parámetros sociopolíticos y económicos. El conflicto vasco, tal como lo hemos conocido, fue en origen un efecto del fin de la dictadura; el conflicto catalán es resultado de la crisis económica de hace una década. En las dos situaciones se registra un relevo generacional a la vez que un cambio socioeconómico que modificó la percepción política de la gente y se abrieron expectativas de imposible cumplimiento. Los nacionalismos en España son a la vez impulsivos e ineficientes, y en consecuencia muy peligrosos. El nacionalismo español es impotente para integrar a amplias capas sociales de los territorios periféricos en un proyecto común y compartido. A su vez, los nacionalismos vasco y catalán (que no son comparables, por lo demás), y otros que pudieran surgir en la periferia, no pueden integrar a la población de su territorio en un proyecto nacional propio y específico. No solo porque se lo impida Madrid sino porque no lo quieren sus sociedades, en las que a menudo los nacionalistas están en minoría. Cuando el conflicto llega a su punto de ebullición, el leviatán descarga su fuerza, por este orden: policía, tribunales y cárcel. En esas estamos.

Los independentistas catalanes se preparan para un largo periodo de enfrentamiento, es decir, de mantenimiento del conflicto, en la calle y en las instituciones, que nadie sabe cuándo ni cómo terminará ni a qué coste –crucemos los dedos- y que pondrá a prueba la resistencia y solidez de sus bases sociales y la cohesión de su dirigencia política. Nada tranquiliza más al gobierno que ver un problema estructural convertido en un asunto de orden público y nada seduce más a los agitadores que la agitación misma, así que es posible que la actitud de unos y otros prolongue el conflicto largamente… hasta la victoria final. Una manera de abreviarlo sería que los gobiernos de Madrid y Barcelona convinieran en un diagnóstico común de la situación y adoptaran acuerdos para resolverla en términos posibles, razonables y cooperativos pero es pedir peras al olmo, habida cuenta las posiciones de partida. Así que paciencia.