Miro las fotos de los reos y leo los años de cárcel a los que han sido condenados y no puedo evitar un sentimiento de consternación y, en último extremo, de derrota, por razones que están en los antípodas del argumentario independentista. Es la primera vez que nuestra generación, que ha vivido en democracia su vida adulta, asiste a una condena penal de esta magnitud por delitos que son estrictamente políticos y que traen un tufo de tiempos pasados y de fracaso del estado. La sedición por la que han sido condenados los dirigentes independentistas tiene una definición decimonónica, relativista, en el diccionario rae: 1) alzamiento colectivo y violento contra la autoridad, el orden público o la disciplina militar, sin llegar a la gravedad de la rebelión, y 2) sublevación de las pasiones. Diríase que han sido condenados por esta segunda acepción, más que por la primera. Durante los años del cansino prusés, asistimos en efecto a una inflamación artificial de las pasiones nacionalistas y a una serie de rituales ensimismados bajo una coreografía de banderolas que, lejos de conseguir objetivos tangibles y razonables, no hacían sino extender un malestar difuso, primero, y una creciente irritación, por último, en la mitad de la sociedad catalana y en bastante más de la mitad del resto de España. La proclamación de la sedicente república terminó en nada, como una verbena de pueblo cuando cierran las barracas de la feria y se apagan los farolillos de la plaza. La integridad del estado nunca estuvo en peligro y el  gobierno lo sabía, como lo prueba el hecho de que no adoptara ninguna medida de excepción para defenderlo hasta que in extremis aplicó el ahora famoso artículo 155, una solución blanda y administrativa de corta duración, a despecho de su fuerte significación simbólica. Luego, cuando ya todo había terminado, el gobierno dejó en manos de la judicatura ultimar la faena y el juez instructor, cegado por los focos que se dirigían a su humilde figura, decidió empezar la partida con un órdago a la grande. La constitución española estaba quebrada (las apelaciones neuróticas al constitucionalismo son la prueba) y el crédito del país en el resto de Europa también, como se vio por el destino de las órdenes europeas de detención emitidas por el instructor. Así empezó el proceso al prusés, que ahora ha terminado, al menos en la judicatura española.

Miro las fotos de los reos y leo los años de cárcel a los que han sido condenados y no puedo evitar un sentimiento de estupor y de pena. Es posible que don Junqueras, don Rull, don Turull y los demás del banquillo se crean la reencarnación catalana de nelsonmandela o del mathamagandhi, pero lo cierto es que son agitadores de medio pelo y conspicuos ejemplares de la mediocre clase política que nos gobierna aquí y en toda Europa en este tiempo de crisis, y que exhibe sus limitaciones a medida que se recrudecen las dificultades con las que ha de enfrentarse. Estamos al borde de una regresión histórica de la que ya hay signos en todos los países europeos y de la que los indepes catalanes no fueron sino adelantados y tenaces propagandistas e impulsores. Enfrente tuvieron al gobierno español de don Rajoy, conservador -como los propios  indepes o como los adalides del bréxit- pero indolente, retardatario  y resentido con Cataluña.  Lo inquietante son las dinámicas que impulsan en el seno del sistema el ascenso de esta clase de líderes de baja estofa y que van a peor: el aciago don Torra sustituye a don Puigdemont, que era y es un aventurero narcisista, y don Abascal marca el paso (en Andalucía y en Madrid, por ahora) de don Casado, que sustituyó a don Rajoy por demasiado blando. Es como si la sociedad estuviera deseosa de que la pesadilla no terminara nunca. En los intersticios de la máquina se oye apenas la respiración de una izquierda fragmentada y desnortada, cuya parte mayoritaria, la de don Sánchez, está intimidada por la derecha y tiende a parecerse a esta, y la minoritaria, la de don Iglesias y compañía, es solo un guirigay ensimismado. Algo en todo este barullo sí es reconocible en la perspectiva de la historia del país: la cárcel como última ratio del estado.