El guirigay en el movimiento independentista catalán es materia de un tamborileo noticioso desde hace meses; para un forastero, y seguramente también para muchos indígenas, se ha convertido en un asunto ensimismado e ininteligible. Los partidos intentan consolidar sus posiciones y las organizaciones sociales –omnium y aenecé-, que definieron el marco del prusés, proporcionaron la infantería y lo mantuvieron vivo hasta el final, buscan estrategias para salir del laberinto que les aboca a la cercana sentencia del supremo. Pero lo que ha inspirado estas líneas no es la casuística catalana sino la eclosión de esos artilugios capaces de volcar el tablero político tradicional a los que llamamos torpemente sociedad civil, un término equívoco pues significa aceptar que en alguna parte hay también sociedad militar, religiosa, etcétera, que respiran al margen de la política democrática. Estas organizaciones surgen de diversas formas de malestar socialmente generalizado y difuso, que consiguen hacer visible y al que dan una respuesta sintética y aparentemente al alcance de la mano. Mucha presencia en la calle, consignas rotundas y obvias, escasa urdimbre organizativa y débil responsabilidad de los participantes son los rasgos de estas movidas, paraíso de los activistas, que por último han de delegar en los partidos el cumplimiento de sus fines.

El patio político español está plagado de activistas que han ganado escaño en el parlamento y que han de hacer política, para lo que no siempre están adiestrados ni siquiera mentalizados. Tienen una doble dificultad, de origen y de procedimiento. La primera, porque los partidos defienden intereses de clase, que por definición son concretos y al mismo tiempo complejos, y cualquier formulación política que hagan es a costa de dejar atrás el magma callejero que les llevó al escaño. El procedimiento en un sistema parlamentario es un juego de mecano en el que, después de las negociaciones, plazos, recursos, letra pequeña, etcétera, puede salir cualquier cosa y, salga lo que salga, ininteligible para los que esperan sentados en la acera. Este hándicap entre la calle y los despachos afecta sobre todo a los partidos emergentes, todos surgidos de movimientos sociales. Pepé y pesoe no tienen ni idea de qué es la sociedad civil y les va tan ricamente.

Además de la probada ineptitud para alcanzar objetivos políticos, hay otra razón de peso para desconfiar de la llamada sociedad civil y sus movimientos: todos se escoran hacia la derecha. Hay ejemplos, sin necesidad de mencionar al independentismo catalán, que no hubiera sido posible sin el concurso de la derecha catalanista y los herederos de don Pujol. Los verdes alemanes, que surgieron del movimiento antinuclear, han terminado en una complacida posición a la derecha del sistema. El movimiento protestario italiano cinco estrellas ha apuntalado al gobierno más cercano a Mussolini desde hace ochenta años. Los brexiters británicos, inicialmente un difuso estado de opinión ultranacionalista en el conglomerado tory, nos han metido a todos en un carajal del que ya veremos si salimos y cómo. El tea party ha entronizado a Trump. La societat civil catalana ha terminado por empujar a sus patrocinados don Rivera y doña Arrimadas a la condición de soporte de la derecha española en su avatar más extremo. Y por último, podemos, el destilado político del movimiento de los indignados, va a terminar sus días estrellado en la demanda de un puñado de carteras ministeriales. La sociedad civil debería hacérselo mirar y, preventivamente, si tiene fiebre quedarse en casa.