Unos jueces abrigados en sus luctuosas togas de charol esmaltado rodean en actitud vigilante la losa de un sepulcro. La imagen podría ser la portada de un cuento de terror, de Poe o de Machen, en edición de quiosco. Si el espectador se sumerge en el relato, advierte que está en el interior de una cripta de proporciones catedralicias por cuyas galerías revolotean frailes de piel blanca y hábito negro, celosos guardianes del misterio que oculta el lugar. La acción del tiempo ha agrietado algunos lienzos del muro a través de los cuales se adivinan montañas de esqueletos innominados, ejércitos de fantasmas muertos a sangre como los que acompañaban en el tránsito a la otra vida a faraones y emperadores chinos. Si el espectador, atrapado en este círculo del infierno, quiere escapar, aún encontrará en el atrio del mausoleo un último obstáculo en forma de turba de fanáticos vociferantes que agitan banderas y saludan brazo en alto.

Pero ni Poe ni Machen escribieron esta pesadilla de la que no sabemos el final. Es solo el enésimo episodio político-judicial de esta democracia cuyo gobierno y parlamento han de arrodillarse, una vez más, ante el pasado del que procedemos. Lo que los supremos jueces custodian con tanto celo es la integridad del resto orgánico –la reliquia-, que es la raíz del sistema que nos constituye como sociedad política. El mensaje del tribunal es claro. Si la momia que nos mira bajo la losa hubiera sido inmortal, hoy estaríamos bajo su gobierno y mandato, sin ninguna duda. Los supremos jueces apuntalan este argumento otorgando al personaje una cualidad mesiánica, al reconocer que era ya jefe del estado cuando solo oficiaba de cabeza de un puñado de militares golpistas contra el gobierno legítimo. Y, si lo era entonces, ¿por qué no habría de seguir siéndolo ahora? Es lo que defiende la familia –un grupito que parece salido de entre los figurantes de Crepúsculo o Walking dead– secundada por las oraciones de un coro de benedictinos y el regocijado silencio de una amplia clase de influyentes conservadores y liberales que deben su patrimonio y posición a la momia inexpugnable y que están encantados con las dificultades que encuentra en la exhumación un gobierno democrático, impotente para revertir el peso de la historia mineralizada en la losa cuyo sello custodian los supremos jueces.

Los recuerdos reprimidos provocan reacciones neuróticas, gestos idiotas y sentencias judiciales inexplicables para quien está en su sano juicio, y nuestra democracia se instauró sobre la amnesia forzada de la dictadura y sus obras y pompas. Millones de españoles de varias generaciones aceptamos la premisa de que, para encarar el futuro, era necesario olvidar la momia inexpugnable. El precio de esta deliberada ignorancia histórica fue una torcedura en el fuste civil y una abdicación de la decencia democrática que, en último extremo, ha configurado la doctrina de los altos jueces. Las familias guardan en el armario los muertos que las delatan; la familia del que hablamos lo guarda en el arcón de Cuelgamuros, a nuestra costa y para nuestra vergüenza, con la ayuda del tribunal supremo.