Historias del fuerte, 4

Al fin una ruina de verdad, inerte, material, mensurable, a la que poder restaurar mediante una aplicación de voluntad y técnica. Al fin un vestigio del pasado que justifica el presente e impulsa el futuro. Así ha debido pensar monsieur Macron ante la catedral de París herida por el fuego. Por fin, una obra de estado, que le otorgará una mención de honor en la historia que se cuente a los escolares y a los turistas que hayan de visitar el templo en los años sucesivos. Macron restauró Notre Dame, y con ella el orgullo de Francia, el faro de Europa. La mala noticia es que este admirable objetivo es resultado de un error de cálculo temporal, plagado de dificultades técnicas y políticas, y el templo no podrá ser restaurado en el plazo de cinco años que anunció el presidente. Eso sin contar la anarquía reinante en la sociedad, que se canaliza por la redes sociales y cuya mera existencia cuestiona la razón de estado y la autoridad del jefe.

Las catedrales son destilaciones de una historia de siglos; obra de generaciones anónimas; fábricas, por definición, inacabables e inacabadas en su pretensión de contener el mundo. Nacieron antes de que Europa, tal como la percibimos ahora, existiera y permanecerán en pie mucho después de que esta entelequia  sea el pasado. Entre las funciones que tienen atribuidas las catedrales está la de representar la poquedad del rey ante la magnificencia de dios. El monarca republicano acaba de experimentarlo.

Uno de los rasgos más intrigantes de los gobiernos actuales es la impotencia. Este rasgo negativo debiera entenderse como una saludable derrota de la autocracia pero no deja de ser frustrante para los que ocupan la poltrona porque son circunstancias que les producen una enorme ansiedad. Pueden hacer pequeños favores a sus amigos e incordiar a sus adversarios, levantar aquí y allá alguna obra pública necesaria o no, promulgar alguna ley sobre esto o aquello, pero todo con carácter provisional, hipotecado por la historia, sometido a la negociación con otros poderes a veces ocultos, ante la reticencia del público y bajo la vigilancia de la judicatura. Monsieur Macron no podrá restaurar la catedral de París en el plazo anunciado del mismo modo que don Sánchez no pudo exhumar la momia de Cuelgamuros. Uno quiere restaurar la gloria del pasado; el otro, abolir la vergüenza. Ambos son actos soberanos, racionales y técnicamente factibles y, sin embargo, bruscamente frenados y deslucidos por un fastidioso repertorio de dificultades imprevistas. Malos tiempos para los gestos de impacto, pompa y relumbrón. A ver si esto nos enseña a no creer en los reyes magos cuando vamos a las urnas.