En el sueño, don Aznar está en el escenario de un mitin o en un plató de televisión vacío con la camisa abierta sin complejos, despechugado, diría la abuela, y la bien esculpida musculatura pectoral al descubierto, y farfulla un discurso ininteligible y atropellado, subrayado por un tono desafiante y amenazador, como de liberal al que nadie le dice que no puede conducir con las copas de más que él quiera cuando ya las ha tomado. ¡Matad al padre! El grito, brotado de alguna parte de la conciencia dormida, arranca del sueño a don Casado, bañado en un sudor frío. La habitación está  saqueada y el desorden reina en los enseres que rodean la cama. El estupor dura unos segundos. La psique de don Casado funciona como una barquichuela de poco calado que le permite navegar en todas las aguas y en un plisplás está duchado, peinado, ataviado y perfumado, listo para hacer la autocrítica por la debacle electoral: la culpa la tienen los ultraderechistas. Y todos tan contentos. Pero el grito que ha puesto fin a la pesadilla nocturna no le abandona: matad al padre, matad al padre. Entre los grados académicos que la fértil fortuna no ha vertido aún sobre el carismático líder del pepé está el de psicoanalista freudiano, así que la consigna del sueño le es indescifrable. Tampoco es ducho en literatura y no sabe que la aparición del fantasma del padre del príncipe Hamlet es presagio seguro de desgracias sin fin.

En los meses que han precedido a las elecciones del pasado domingo, la sombra del padre ha tenido un papel determinante sobre la deriva de los líderes de los primeros partidos. Los medios de comunicación sacaban a las momias de sus opulentos sarcófagos para que agitaran el espectáculo y los zombis aceptaban de inmediato la invitación porque nada le gusta más a un muerto que creerse vivo. Lo padeció don Sánchez con las apariciones de don González, resuelto a devorarle las entrañas al heredero, como describe la doctrina freudiana. Tenía razón entonces el aguerrido don Iglesias cuando conminó al líder socialista a que se emancipara del padre que quería enterrarlo en cal viva. Pero en el pesoe, el partido que mejor representa los leves anhelos y  las muchas cautelas de la sociedad patriarcal española, matar al padre está feo, así que don Sánchez optó por demostrarle que podía ser un buen hijo, digno de su herencia y capaz de hacer una carrera provechosa como fue la suya. En esas estamos. Don Casado lo tiene más crudo porque su padre gasta una mala hostia de cuidado y tiene una autoestima tratada con los mismos anabolizantes que sus abdominales. Furioso el macho alfa con el heredero que él mismo había nombrado, se dedicó a acosarle y, de paso, prometer la herencia a otros tres hijos de los que don Casado era solo uno de ellos, reunidos en fiesta familiar, quizá por última vez, en la plaza de Colón de Madrid. Las bravatas de don Aznar son ahora el género chico de los gemidos del rey Lear. A ver si entre los frutos de estas elecciones está el regreso de las momias a sus mausoleos, ahora que el del abuelo parece que va a quedar vacío.