Una rutina de nuestro sistema político, que se cumple con la precisión de un metrónomo al final de cada ciclo largo de gobierno, es la aparición de un comisario de policía corrupto y de un señor X al que todo el mundo da por conocido pero que jamás es identificado oficialmente. Al término de la época social-felipista, el poli turbio fue el comisario Amedo, y ahora, cuando se da por concluido el ciclo hegemónico del pepé rajoyano, el papel del poli malo está a cargo del comisario Villarejo. El señor X es, ¿quién si no?, el presidente del gobierno de turno, don González y don Rajoy, al mando en cada una de las dos etapas. Para que este teatrillo se reproduzca con tan exacta monotonía se requieren tres elementos. El primero, el más anecdótico, es un tipo de aspecto patibulario que transite con desenvoltura por los pasillos que comunican el jekill de la legalidad y el hyde de la delincuencia, lo que el tópico llama las cloacas del estado; debe ser además un individuo lo bastante narcisista y sobrado como para asumir el riesgo cierto de la misión y sentirse a gusto en su desempeño porque está llamado a ser el único en cargar con las consecuencias, pocas, del estropicio que llegue a provocar.

El segundo elemento necesario es que se produzca algún acontecimiento ajeno al funcionamiento ordinario y previsible del sistema y de suficiente magnitud que ponga en riesgo al gobierno y sea inmanejable para este. El terrorismo lo fue para el gobierno de González; la secesión de Cataluña o la eclosión de un partido nuevo, además de los efectos de la propia corrupción, lo han sido para el gobierno de Rajoy. La respuesta en este caso es crear una unidad de operaciones especiales que actúa en un alvéolo de ilegalidad al albur de los resultados que obtenga, que en general son pocos e ineficientes, por lo que enseña la experiencia. El tercer elemento del tablero es el mismo señor X. ¿Quién tiene poder suficiente para consentir y amparar, cuando no ordenar, esta excrecencia ilegal en el aparado del estado? Obviamente, el presidente del gobierno. La mala noticia es que esta figura es la clave del arco constitucional (el rey es, a estos efectos, un florero) y afectarle a él significa afectar a la totalidad del sistema, que tiene una estructura piramidal. El jefe del ejecutivo es el líder del partido mayoritario, lo que le otorga un poder casi absoluto sobre las listas electorales y en consecuencia sobre la mayoría parlamentaria, sobre el sistema del gobierno del poder judicial y sobre las administraciones del país, además del apoyo de la población certificado en las urnas. Esta es la razón de que la activación de las ratas de cloaca se produzca en circunstancias de gobierno con mayoría absoluta.

Las actividades clandestinas del gobierno ponen en solfa la democracia y son lógicamente muy escandalosas. De entrada, producen en la ciudadanía un sentimiento de vulnerabilidad, desamparo e injusticia. Pero, ¿hasta qué punto? Estos días se viene oyendo que las actividades de la llamada policía patriótica montada en el ministerio del interior de don Rajoy son hechos gravísimos. No hay partícula gramatical más frágil, por enfática, que un superlativo, que agota toda su significación en el hecho de pronunciarla. Si un acto es gravísimo podemos apostar a que quienes lo han perpetrado se irán de rositas y los efectos y responsabilidades derivadas se diluirán mansamente en un laberinto de procedimientos. Por otra parte, estos hechos gravísimos son la expresión nuda del ejercicio del poder y en las próximas elecciones no vamos a revocar el poder ni siquiera a transformar el sistema que lo articula, solo a renovar a sus ocupantes.