Las elecciones primarias de los partidos empiezan a mostrar costuras y entretelas y el paisaje que dejan a la vista no es especialmente gratificante. En el mejor de los casos, son una pugna de egos sin efecto alguno en la política real; ¿qué más le da al ciudadano, e incluso al partido en sentido amplio, que el candidato elegido para un parlamento regional o para una alcaldía sea A o B, de los que nada sabemos? En las peores circunstancias, las primarias son un fraude, como se lleva visto estos días. El término primarias tiene una resonancia angélica, connota lo prístino, lo originario, lo no contaminado, pero también comparte étimo con primate. Tendríamos que acercarnos a nuestros ancestros biológicos con la curiosidad de Jane Goodall y sus colegas y observar la tribu de donde procedemos y sus manifestaciones políticas de afecto, preferencia, oportunismo, sumisión, poder y, en último extremo, de violencia, que, como la humana, es legítima si la ejerce el jefe. La evolución ha codificado estos comportamientos para enmascarar el impulso primigenio -otra palabra de la familia- que los alimenta, pero la pregunta es la misma en un partido político y en una horda de chimpancés: ¿qué hay de lo mío?  

La constitución española previó un sistema de partidos centralizados y verticales, autoritarios, a imagen y semejanza del sistema dictatorial desde el que transitamos hacia la democracia. El primer partido que se constituyó en democracia, la ucedé, fue una confederación de grupos de vario interés y al poco se hundió como un bajel mal estibado.  Todo el mundo tomó nota de la avería y, desde entonces, el presidente o secretario general del partido es el macho alfa, investido de un aura carismática y candidato indiscutido a presidente del gobierno, el vértice del tinglado institucional (el rey es un florero), con competencias directas o indirectas sobre los tres poderes del estado, ejecutivo, legislativo y judicial. La desconfianza hacia la ciudadanía y hacia sus capacidades de autogobierno es una constante de nuestra historia política y congruente con una nación que es un patchwork de antiguos reinos y taifas, con una acrisolada tradición de caciquismo, así que se requiere una estructura de poder firme y jerárquica, en la que el jefe supremo esté rodeado de peones, delegados y subalternos de confianza, que extiendan su poder y no le contradigan. El jefe no puede tener a su lado a quien le niega, y no hay elecciones primarias que atemperen este malestar estructural. Recuérdese la triste historia del jefe don Iglesias y el aspirante don Errejón y cómo ha terminado. La lógica de las primarias y la voluntad del jefe no suelen ser fuerzas armónicas, así que el pucherazo es una posibilidad latente.

Quizá sea por el carácter masculinizado de los partidos, suelen ser las mujeres que intentan entrar en el juego las más perturbadoras en esta dialéctica entre la voluntad soberana del jefe y la fratría democrática de las bases. Es lo que podríamos llamar el síndrome de Yoko Ono. Ocurrió en el pesoe cuando don Sánchez impuso en la lista a doña Irene Lozano, que se había iniciado en política como gran flageladora de los vicios socialistas. Doña Lozano padeció un firme rechazo del partido y al final el jefe la ha alojado en un apartamentito muy cuco que se llama españa global para que sea su embajadora personal y manicure su biografía, fuera de la mirada y de los celos de sus correligionarios. Y ahora ha ocurrido con doña  Silvia Clemente, una dama con un pasado político como para cruzar los dedos a la que el jefe don Rivera se empeñó en introducir en el partido naranja a las bravas, y al contacto con el sistema de primarias ha producido un cortocircuito monumental que amenaza con fundir toda la instalación. El último recurso en estos embrollos intrapartidarios es el asesinato, una tradición de larga data que también practican los chimpancés pero a la que aún no sabemos si hemos llegado por ahora.