Primer año de la independencia frustrada, de la nonata república, de la dolorosa resaca que va para largo, de los malos humores de muy difícil digestión. En el instante que sigue al fin de una guerra, todo lo pasado hasta ese momento parece irreal. La tensión que ha presidido los hechos se desvanece y la memoria se ocluye como un mecanismo para  preservar la esperanza en el futuro. Los efectos inmediatos –el 155, la convocatoria de elecciones-parecen leves, homeopáticos, para lo que hubiera podido ocurrir con otras terapias. Luego se descubre que el tumor permanece intacto. El aniversario es el momento ritual de la revisión histórica. Se reescribe el relato, se sacan a la luz detalles ocultos u olvidados, se ofrece a los protagonistas la oportunidad de reflexionar sobre sus responsabilidades. Es una terapia inevitable pero en gran medida inútil. Los hechos, como denuncia la termodinámica, son irreversibles y el daño, más notorio que el beneficio en este caso, ya está hecho. Sonámbulos es el título que el historiador Christopher Clark da los dirigentes europeos que condujeron a la primera guerra mundial y es el término que cuadra a los dirigentes catalanes y españoles que protagonizaron el prusés.

Unos y otros se dejaron arrastrar por las inercias que ellos mismos habían permitido que despertaran; los primeros, para alcanzar una independencia imposible, y los segundos, para acabar de una vez con ese nacionalismo especular al nacionalismo español que llamamos la  cuestión catalana. La iniciativa de la provocación, el activismo y el exhibicionismo consiguientes estuvieron en la parte catalana pero el quietismo del gobierno central y su encastillamiento fomentó el equívoco de que la fortaleza podía ser tomada en el mero acto del desafío. Por fortuna no estamos en tiempo de guerra y, salvo los porrazos del uno-o, de impacto mediático pero sin mayores consecuencias ni personales ni políticas, no hubo daños irreparables y los dirigentes de ambos bandos pisaron el freno en el último minuto; ahora parece lo lógico pero la historia es pródiga en soluciones ilógicas.

Es una tendencia inevitable explicar la historia a través de la responsabilidad de quienes la protagonizan porque ofrece un cómodo relato de buenos y malos. Lo cierto es que los independentistas catalanes fueron engañados por sus mandamases y los integristas españoles están ahora en trance de ser engañados con la murga del golpe de estado que fomentan sus capitostes. Lo ocurrido en Cataluña es la expresión mayor del impacto de la crisis económica en el andamiaje político español. Simplemente, la derecha catalana, principal beneficiaria (como la española) de los buenos tiempos del llamado régimen del 78, no quiso asumir los desafíos de la nueva situación –descubrimiento de la corrupción, recortes sociales y del gasto público, etcétera-, tiró la toalla, despidió de la jefatura a un tiburón de empresa (don Mas) y entregó el mando a un aventurero neocarlista sin oficio ni beneficio (don Puigdemont) para buscar refugio en la trinchera del independentismo al que dio una fuerza y una aparente legitimidad inéditas.  Por parte de esta derecha no fue solo un acto de deslealtad constitucional sino de traición al pacto de complicidad en el gobierno, vigente desde los albores de la transición. El gobierno del estado, de instinto centralista, no quiso ver las dimensiones del desafío y debió entender que podía manejarlo a su beneficio, lo que solo es cierto a medias porque sus gestores –don Rajoy, doña Sáenz de S- están fuera de juego pero la extrema derecha que se alojaba en su trastienda está eufórica. Una cosa es cierta: el envite catalán ha sido el mayor golpe, irreparable, a la arquitectura constitucional vigente. Ahora toca reformarla, cuando las posiciones internas están más polarizadas, los partidos son más frágiles, los líderes más inanes y la situación internacional es más inestable. Va a hacer falta una cuadrilla de genios de la política, que no están a la vista, para restaurar el concierto. Vuelve la maldición: ojalá vivas en tiempos interesantes.