Habremos de acostumbrarnos a que el general Franco es nuestro conde drácula doméstico. Vlad Draculea, el personaje histórico que inspiró a Bram Stoker su celebérrimo vampiro, fue un príncipe de la Rumanía meridional que en el siglo XV frenó la expansión de los turcos otomanos en esa parte de Europa. Este caudillo de los albores de la edad moderna se ganó el título de Tepes (el empalador) por el tratamiento que daba a enemigos, prisioneros y desafectos, y el horror que causaban los paisajes de hombres retorciéndose clavados en altas estacas fue el factor decisivo de su victoria y de su reinado. Vlad el empalador y Franco el fusilador guardan asombrosas analogías. Ambos irrumpen en una época modernizante procedentes de la noche medieval, si bien el segundo en un sentido no por ucrónico menos real; ambos conquistaron el poder por la fuerza y lo defendieron de enemigos reales o imaginarios, y ambos utilizaron la crueldad como instrumento normativo y marcaron una época que ha dejado huella imborrable en quienes la vivieron y en la imaginación de sus descendientes. Ambos son héroes en sus respectivos países y, por último, ambos han destilado sombras fabulosas que parecen inmortales. La de Vlad ya la conocemos por la novela y el cine; la del otro está en proceso de forja.

El más que probable enterramiento de la momia de Cuelgamuros en la catedral de La Almudena ha sumido al gobierno y a la progresía en un agitado desconcierto. Un pensamiento enfermizamente reformista hizo creer que el paso del tiempo -¡cuarenta años!- y el mero acto administrativo de la exhumación del mausoleo original iba a devolver al muerto su condición humana y a extirpar al vampiro de la imaginación del común y lo que ha conseguido es agitar un poltergeist morrocotudo.  Los jefes de la secta y sus seguidores explícitos o difusos -el franquismo es la segunda religión del país, si alguien sabe cuál es la primera- pretenden un enterramiento con tambores y trompetas, cañonazos y descargas de fusilería, un repertorio de efectos especiales que nos recuerde sin equívoco al bárbaro caudillo que es objeto de este homenaje post póstumo. Los franco quieren que se les reconozca como la única dinastía española genuinamente legítima en el pasado siglo, porque los que estuvieron antes y los que vinieron después son a su juicio y al de sus secuaces simples traidores. La iglesia no parece disconforme, ¿por qué habría de estarlo? Si introdujeron al vampiro en sagrado bajo palio de seda cuando estaba vivo, ¿qué objeción habría en acogerlo ahora bajo mármol? La iglesia es una entidad inmutable. Entonces lo hicieron a cambio de cuantiosas prebendas políticas y económicas, y ahora la sepultura en la cripta almudenense está pagada por la familia a doblón, así que todo cuadra.

Una modesta proposición para el gobierno sería que intentara convertir el problema en oportunidad, como se enseña en las escuelas de negocios y ahora también en un famoso vídeo educativo que se imparte en colegios. La Almudena es una catedral construida para recibir a Franco, vivo o muerto. Un edificio de inequívoca arquitectura nacional-católica, un pastiche entre herreriano y gótico, ambos falsos, y de un interior gélido y esmaltado de imágenes igualmente impostadas, que recuerda una edad media de guardarropía. Es imposible imaginar un escenario más apropiado para explicar a propios y extraños lo que fue España durante buena parte del siglo pasado, y la tumba del vampiro daría autenticidad al relato del guía turístico. Esta solución tiene dos inconvenientes no menores: uno, la Almudena es sede de los funerales de estado que preside el rey, y dos, el edifico es paredaño al palacio donde el rey, una vez más, celebra recepciones y actos de estado. La tumba del vampiro, en consecuencia, se convierte en un real incordio. La alternativa no es fácil pero pagamos al gobierno para que haga cosas difíciles: o se acaba con los funerales católicos de estado y se inhabilita el palacio real como sede de recepciones oficiales (lo que más o menos significaría la república) o se corre el riesgo serio de que el vampiro se aparezca en las celebraciones con su gorrilla cuartelera y su capote africano empuñando la pluma estilográfica de confirmar sentencias de muerte.