La sentencia ha caído sobre el yermo sin sorpresa ni escándalo. Una tormenta primaveral que ni siquera arrasará las tomateras infectadas por el pulgón. ¿Quién no estaba al cabo de la calle de que el partido del gobierno alojaba en su seno una organización criminal y que sus prebostes, con don Rajoy al frente, mintieron al tribunal cuando dijeron desconocer la caja b del partido de la que recibían dinero rutinariamente? Los comentarios a la noticia de la sentencia que se leen y oyen son elusivos y tácticos. Cuando parece que vaya a ocurrir un hecho transcendente, aflora un miedo histórico, pudorosamente calificado de moderación. La moderación aquí es el humus de toda clase de tropelías. ¿Hay alguien más moderado que don Rajoy? Cada sociedad es fruto de su código genético y, en la nuestra, tienen gran peso la intrepidez de la picaresca y el fatalismo árabe. Es inútil, además de impostado, echarse las manos a la cabeza y entrar en comparaciones con otros sistemas democráticos, donde estos sucesos tendrían una respuesta fulminante en forma de dimisiones, mociones de censura, celeridad y probidad de la justicia (en las sentencias siempre aparece un voto particular dispuesto a encubrir la iniquidad), etcétera.

Esos otros sistemas democráticos a los que se alude se basan en un contrato social que aquí no existe. España entró con el pie cambiado en la modernidad, y ahí seguimos: cada régimen es heredero del anterior. Este que nos ocupa viene directamente de una dictadura, y los delincuentes ahora condenados son sus beneficiarios más conspicuos. Desde la calle miramos la escena como los pícaros de Murillo nos miran desde el lienzo con una mezcla de altanería y cretinismo mientras un adolescente parece muerto a sus pies. La misma cara boba con que nosotros asistimos a los tejemanejes de la política mientras languidece la democracia.

La sentencia ha sorprendido a los líderes del país en sus labores: don Rajoy, haciéndose el loco cuerdo; don Rivera, en plena escalada joseantoniana para convertirse en el nuevo conductor de la derecha; don Iglesias, en el referendo doméstico para hacerse con el partido sin perder el chalé; don Torra, cavando trincheras contra las bestias; don Urkullu contando el dinero del acuerdo presupuestario, y don Sánchez escondido en la madriguera o catacumba donde lo han recluido sus camaradas y sus ancestros. Al parecer, este último va a protagonizar una moción de censura. Cualquiera diría que es una ocasión de oro para un líder de verdad, que proponga devolver la voz a la sociedad en unas elecciones inmediatas y anuncie una reforma constitucional que restaure la esperanza, y, de paso, cambie el sistema electoral y la ley de partidos para que estos dejen de ser bandas organizadas y potencialmente delincuenciales que se presentan al electorado en listas cerradas y bloqueadas, como falanges macedónicas o familias mafiosas.

Pero no hay cuidado de que los hechos vayan por ahí. El pesoe solo quiere estar al mando –con una agenda social ¡faltaba más!- y el pepé y ciudadanos van a impedírselo, de modo que don Sánchez solo puede esperar el apoyo de lo que la derecha llama la coalición frankestein, que incluye a los podemitas y la varia legión de partidos independentistas e izquierdistas que acampan en el gallinero del congreso, lo cual significa, en la lógica acuñada por este régimen corrupto, romper el llamado bloque constitucionalista, y aquí llegamos al meollo de la cuestión. Constitucionalista y corrupto son términos sinónimos, algo que los más viejos del lugar sabemos desde cuarenta años atrás. La matriz de la corrupción viene del franquismo pero quien la reactivó en la etapa democrática fue el pesoe apenas pisó la moqueta, si bien es cierto que con el pepé ha adquirido rasgos de epidemia. Pero los episodios epidémicos pasan, hasta que llega el próximo, porque estamos genéticamente condicionados .