Cualquiera que haya trabajado en el departamento de comunicación de un organismo público advierte de inmediato que su función forma parte, y no menor, de la industria del entretenimiento.  La idea de que las pomposas tareas de estos funcionarios y asesores puedan resumirse en la de proveedores de material para los chistes del club de la comedia  produce un estupor que ahora mismo debe haberse adueñado del ánimo de doña Marisa González, acreditada dircom de doña Cifuentes y antes de otro célebre kamikaze del pepé, don Ruiz Gallardón. Gobernar consiste en dos tareas básicas: repartir los dineros del presupuesto entre grupos afines, redes clientelares y aliados políticos para mantener la estructura de poder, y entretener a la plebe con fábulas que ahora llamamos relatos. La primera de estas tareas se desarrolla en cónclaves restringidos y opacos; la segunda, en ruedas de prensa, inauguraciones, presentaciones y demás comparecencias públicas donde el dircom despliega sus saberes.

Para que el tinglado funcione, se necesitan dos condiciones. Una, que la abrupta realidad no irrumpa en la puesta en escena, y dos, que el público mantenga en suspenso el sentido crítico, una pulsión que los humanos conservan en alguna medida hasta en las situaciones más alienantes.  En este ritual ha aparecido un factor tecnológico nuevo al que los dircoms tienen que dedicar especial atención: las redes sociales. Por primera vez, el público deja de ser el mosaico de caras aleladas que los políticos sitúan a su espalda en los mítines televisados para representar la fuerza que los sostiene y se convierte en un sarpullido de listillos. Tuits y memes forman la balacera comunicacional de este tiempo. La característica de esta neolengua es la parodia, y el género dominante, lo grotesco. Es el paraíso de los humoristas. Se acabaron la retórica antigua y el razonamiento discursivo. A Obama, que era un formidable orador clásico, le ha sustituido Trump, un clown arrogante y pendenciero de color panocha que maneja esta jerga espasmódica con destreza de virtuoso.

El devenir del fraude masterizado de doña Cifuentes está dando numerosos ejemplos de esta mutación en la comunicación política. He aquí uno llamativo y reciente. La publicitada renuncia de la mentirosilla al máster tóxico dio lugar a innumerables reacciones de todo el que pasaba por allí. En puridad, la más interesante era la de don Gabilondo, el líder socialista llamado a encabezar la moción de censura contra la defraudadora. Este compareció para explicar una obviedad en el tono profesoral que le caracteriza: no se puede renunciar a un título universitario si es legítimo y, si es falso, hay que anularlo. Para cuando don Gabilondo lo dijo, las redes ya estaban inundadas de memes cuyos autores habían replicado a la falsa renuncia con un alud de ocurrencias infinitamente más entretenidas que las palabras del profesor de metafísica. La nuda verdad es la que formuló el líder socialista pero los memes aportaron toda la quincalla disponible en internet y ganaron por la mano al debate político, si puede llamarse así.  En este circo también hay payasos tristes y artesanales, de los que no se sabe si se están ganando un ascenso en el escalafón o intervienen en la última función de su carrera. Ahí están don Maroto, don Maíllo, don Hernando, que dan grima verlos repitiendo el mismo chiste. Nos acercamos a la catástrofe, pero muertos de risa.