La última vez que este escribidor presentó su currículo para un modesto puesto de redactor en un periódico tenía más de cincuenta años y el empleador echó una ojeada al papel, levantó la vista, dedicó un sonrisa cínica al solicitante y le preguntó, ¿usted quiere el puesto que ofrecemos o ser director general de la empresa? Por supuesto, el solicitante no obtuvo ni uno ni otro empleo. El primero por demasiado listo y el segundo por demasiado tonto. Es una experiencia por la que han pasado decenas de miles de universitarios y de trabajadores experimentados de nuestro país, que demandan un empleo de repartidor de pizzas con un currículo que bien podría servir para ocupar una cátedra o para dirigir una central nuclear. Todos ellos saben que un currículum no vale una mierda, como se dice ahora. La moda de los currículos (curricula, dicen los finos en fino latín) y su proliferación es contemporánea de dos fenómenos correlativos: uno, la mengua y devaluación del mercado de trabajo y dos, la hinchazón de cargos y carguetes públicos obtenibles a dedo por medio de las redes clientelares de los partidos políticos. Primero se consigue el puesto sin otro mérito que la lealtad perruna a la organización y cierta altanería pandillera, y después se ornamenta el currículum al gusto para exhibirlo en la página web de la institución o departamento público que el interesado parasita y donde permanecerá para los restos.

En la sociedad española, cuya literatura fundacional  es la novela picaresca y en cuya plaza pública no hay respeto alguno por la verdad, el falseamiento de currículos es una práctica generalizada en la clase dirigente, asociada a la corrupción. Es uno de los frutos podridos del régimen del setenta y ocho, con razón detestado por los más jóvenes. El primer episodio de esta práctica que se hizo público, años ha, fue el de Luis Roldán, socialista. En el pepé, los expertos en la materia, que deben ser legión, han echado mano de memoria histórica para armar la defensa de doña Cifuentes, una mentirosa desafiante y obscena, y les ha faltado tiempo para encontrar que el preboste mayor del pesoe madrileño falseó su carrera profesional atribuyéndose una inexistente licenciatura en matemáticas que estuvo vigente durante ocho años. Ya se ve que en este negocio, ni el tamaño de la mentira ni su durabilidad en el tiempo tienen límites. ¡Chúpate esa don Gabilondo!

El infeliz –lo dice la expresión intranquila de su cara- postulante a la presidencia de Madrid representa uno de esos oasis éticos en que necesitamos creer para aliviarnos del encanallamiento que nos envuelve. Su tranquilo corpachón, su discurso cortés y pausado, pespunteado de distingos y términos que buscan la exactitud y la justicia, su impecable carrera académica que le sigue como una capa de armiño, constituyen una anomalía, incluso física, en la piscina de pirañas, arribistas y fulleros gritones a la que está entregado y en la que, con toda probabilidad, va a ser devorado. Los parlamentos de Madrid y Barcelona, las asambleas regionales más importantes del país, en términos de población y riqueza, están empantanadas y ocupadas por una clase política crepuscular, errática y vengativa, dispuesta a que el sistema se hunda si su propia gente no está al mando. Vivimos tiempos interesantes.