En la meseta –la corte del reino y sus vastos aledaños-, se ha iniciado una batalla para decidir quién empuñará el estandarte con el lema ¡a por ellos! y encabezará la ofensiva. Dos contendientes en el mismo bando frente a un enemigo común. Cataluña ha sustituido con ventaja a Venezuela como adversario para cohesionar, movilizar y azuzar al populoso ejército de la derecha española. El país caribeño, a pesar del marbete de nación hermana, está demasiado lejos y sus asuntos son demasiado brumosos para este fin. Durante largos meses ha servido como marca para señalar al enemigo interior pero esta estrategia, por razones obvias, rendía pocos frutos. Cataluña es un objetivo distinto. Está a la puerta de casa y sus dirigentes, y una buena parte de su población, digamos la mitad, han intentado quebrar el estado, y, en el lance, además de situarse fuera de la ley que nos rige a todos, también a ellos, han abierto una brecha en la misma sociedad catalana. Eso y la suspensión –por ahora temporal- del régimen autonómico y de las instituciones privativas, y desarbolados los partidos que han de formar gobierno, ofrecen una ocasión de oro para el asalto final. Un ajuste de cuentas que sería la réplica definitiva a la intentona independentista. Nación contra nación. Para que el enfrentamiento sea efectivo, es necesario movilizar resortes íntimos de la población y nada más entrañable y común que la lengua. Todos los estados nación se basan en ese fundamento y, según sabemos por la experiencia histórica, la lengua es un motor indispensable en cualquier conflicto civil. Empecemos, pues, por minar el estatus lingüístico de la comunidad, marquemos diferencias, despertemos agravios, y ya veremos qué pasa.

La efectividad de esta estrategia no está probada y hay varias dificultades previas. El partido del gobierno, impulsor de la iniciativa, que por ahora es solo un globo sonda, disputa su caladero de votos con un engallado advenedizo, siempre dispuesto a doblar la apuesta en cuanto percibe el menor titubeo en su competidor. Pero, en realidad, la principal dificultad radica en el rechazo de la sociedad catalana a la iniciativa. Los catalanes quieren vivir en paz y en prosperidad, como hasta ahora han vivido, y una vez curados del sarampión soberanista, no ven la necesidad de tomarse la revancha. El estatus anterior estaba bien para la inmensa mayoría. Este hecho lleva a otro más serio. Hay un desenfoque de la realidad en los partidos así llamados constitucionalistas que los sitúa, a medio y largo plazo, fuera de juego en Cataluña, como puede apreciarse empíricamente en tres hechos recientes: 1) la lista más votada en las recientes elecciones, la de ciudadanos, ni siquiera ha intentado formar gobierno, consciente de su impotencia para llevar a cabo cualquier pacto transversal que forzosamente debería entrar en el terreno del catalanismo; es, pues, un partido aislado, bueno para la protesta reactiva pero desechado para gobernar; 2) la situación del pepé, el partido del gobierno central,  aún es peor pues su deriva le lleva a ser una sigla marginal si no extraparlamentaria en ese territorio, y 3) por último, el pesoe, que fuera un partido esencial para la articulación de la Cataluña moderna, está roto por el eje y hace tiempo que los socialistas mesetarios han resuelto desembarazarse de sus hermanos catalanes por razones de conveniencia electoral. Así están las cosas: los soberanistas ensimismados en la cripta de don Puigdemont y los constitucionalistas dando palos al agua. Menos mal que nos queda la sabiduría de nuestro filósofo favorito don Fernando Savater para no perdernos en el bosque.