El término legitimidad tiene en castellano una pátina antigua, de retrato al óleo y barniz de la madera del secreter en cuyos cajoncitos se guarda la pompa y circunstancia, y los pecados inconfesables, de la familia. La velocidad que el tiempo ha adquirido en esta época en la que no sabemos si el gato está vivo o muerto dentro de la caja ha arrumbado la palabra y el mismo diccionario rae es parco y elusivo en sus acepciones. Legítimo/a, dice, equivale a lícito, conforme a las leyes, cierto y verdadero. Ninguna de estas acepciones es aplicable sin reparos a don Puigdemont y su rara circunstancia. Sin embargo, los independentistas catalanes, que están cavilando una barbaridad desde hace tiempo, y más en estos días, contemplan el propósito de celebrar un pleno del parlamento, previo a la investidura del que sería el presidente real de la generalitat, en el cual se reconozca al fugado/exiliado en Bruselas como presidente legítimo de Cataluña, que no puede ejercer su cargo por la represión del estado español. De este modo, se aplicaría a don Puigdemont la última acepción que ofrece el diccionario: porción de la herencia de la que el testador (léase, el pueblo catalán) no puede disponer libremente, por asignarla la ley a determinados herederos. Así, Cataluña tendría un régimen de república hereditaria, aunque eso sí, de carácter virtual. Los indepes, al parecer, no han caído en la obviedad de que, si el mismo marco jurídico vale para hacer esta declaración de legitimidad en uno y para investir en realidad a otro, este último queda automáticamente tildado de títere, en el mejor de los casos, cuando no de usurpador, de colaboracionista con el estado español, de quisling catalán. La operación resultaría redonda si, primero, se reconoce a don Puigdemont presidente legítimo, y luego, hala, se inviste como presidenta real a doña Arrimadas, que, ya lo creo, sería una quisling de aúpa. Pero eso significaría ceder las poltronas del gobierno y todo tiene un límite.

La primera vez que este escribidor oyó en su remota adolescencia la palabra legítimo aplicada a la política fue en un club (círculo, por su nombre propio) carlista de un pueblico de la zona media de esta remota provincia subpirenaica (que no es pero bien podría haber sido la cuna de don Puigdemont). Al término de una excursión por los montes cercanos, una cuadrilla de chavales entró en el círculo para merendar. Las paredes estaban esmaltadas de decoloradas fotografías de requetés del pueblo caídos en la última guerra carlista, la de mil novecientos treinta y seis. Una foto, sin embargo, mostraba a un personaje de aspecto burgués, enjuto y elegante, entronizado en un sillón de mimbre y rodeado de su familia en el jardín de lo que debía ser su acomodada residencia en algún lugar de Europa. Y este, ¿quién es?, preguntó uno de los ignaros recién llegados. La respuesta llegó de su espalda donde un campesino de tez tallada por los trabajos y los días levantó la cabeza de su vaso de vino y dijo gravemente: es el rey legítimo. La legitimidad de aquel personaje y de su descendencia terminó un mal día (para todos) de mil novecientos setenta y seis en un lugar llamado Montejurra. Esperemos que no ocurra algo parecido en las presentes circunstancias. Y para ello, quizá la mejor solución sea tomárselo como un videojuego y reiterar a don Puigdemont  y sus seguidores la sensata pregunta que le hizo al legítimo hace unas semanas una profesora en Copenhague: ¿no son ustedes unos malcriados?  A lo que respondió el aludido, usted no conoce bien la situación de España. ¿Cuántas veces no habrá oído este escribidor el mismo mantra de boca de los inagotables legitimistas que durante décadas han constituido su vecindario?