Este es el segundo encuentro de un pequeño ciclo que hemos titulado Maestros disidentes y que está dedicado a examinar la vida y obra de dos escritores excepcionales del siglo XX que, por razones que intentamos discernir en cada caso, han conservado la alta estima de los lectores, mucho más allá y en mucha mayor medida que otros autores de su generación que, en vida, registraron mayor fama e influencia. Estos autores son George Orwell y Albert Camus. El pasado noviembre tuvimos ocasión de examinar a Orwell y ahora vamos a hacer lo mismo con Camus, a partir de la lectura, que todos ustedes han compartido, de El extranjero.

La obra, el estilo y las biografías de Orwell y Camus tienen pocas similitudes en su detalle pero en ambos se dan un conjunto común de circunstancias que quizás explican el crédito sostenido que el público da a su obra, y la inspiración que se encuentra en sus posiciones literarias, cívicas y políticas. Estas circunstancias históricas comunes a ambos fueron determinantes en la caracterización del siglo XX y la vida y la obra de los dos autores está definida por la posición que adoptaron ante ellas: el imperialismo, el fascismo y el comunismo. En medio del oleaje provocado por estas tres circunstancias históricas, marcadas por el cambio y la violencia, Orwell y Camus mantuvieron un compromiso firme con sus creencias, a menudo en solitario, guiados por la voluntad de identificar la verdad y defenderla. No fueron santos pero no hay duda de que su ejemplo personal, plasmado en su literatura, ha resultado inspirador en una medida que no lo fueron los de sus contemporáneos. Hablemos ahora de Camus.

Albert Camus nació en la localidad argelina de Mondovi (1913), cuando este país era una colonia francesa, en una familia de obreros del campo de origen europeo. Su padre, Lucien, fue movilizado por el ejército francés para servir en la primera guerra mundial y murió en el frente del Marne en 1917. La madre, Catherine Sintès, de origen menorquín, era analfabeta y sorda, y trabajaba en el servicio doméstico. La infancia discurrió en Argel en una vivienda que compartía con sus tíos, toneleros de profesión, analfabetos también, en un ambiente sin libros ni estímulo alguno para nada que no fuera satisfacer la necesidad diaria de ganarse la vida. El acceso a la educación primaria y al instituto se debió a una beca que recibió por ser huérfano de un caído en la guerra. En la escuela tuvo como maestro a Louis Germain, a cuyo impulso debió su primera formación intelectual y al que Camus dedicaría su discurso de aceptación del Premio Nobel. De Germain recibió también el apoyo para continuar sus estudios, becado, en la universidad de Argel, donde cursó filosofía y donde tuvo otro profesor destacado, Jean Grenier, que fue el inspirador de sus lecturas y de su orientación filosófica, que, como se verá más adelante, se nutre de la tradición moralista francesa, la mística contemplativa oriental y el pensamiento de San Agustín, más que de la filosofía sistémica alemana (Hegel, Marx), que era dominante en el momento posterior a la segunda guerra mundial, en que tendrá su famosa polémica con Sartre y los comunistas de la que se hablará más adelante.

Camus había sido durante la adolescencia un gran aficionado al deporte y singularmente al fútbol cuya práctica era  probablemente el único pasatiempo al alcance de un chico de su clase social en Argel. La afición por el fútbol le llevó a jugar como portero en el Racing Universitaire d’Alger. En una entrevista de 1959 declaró: No conocí sino en el deporte de equipo, durante mi juventud, esa poderosa sensación de esperanza y exaltación que acompaña las largas jornadas de entrenamiento hasta el día del partido, victorioso o perdido; y, realmente, lo poco de moral que yo sé lo aprendí sobre la escena del teatro y en el estadio de fútbol, que serán siempre mis verdaderas universidades. Su carrera futbolística, sin embargo, duró poco. En 1939 le fue diagnosticada una tuberculosis que, además de condenarle a una corta expectativa de vida, le impidió ingresar como profesor de enseñanza media. En consecuencia, se dedicó al periodismo en el Alger Republicain y más tarde en el Diario del Frente Popular, de la mano de su amigo Pascal Pia, con en el que más tarde viajará a Francia para seguir ejerciendo el periodismo, esta vez en Combat, un periódico de la Resistencia del que Camus será más tarde nombrado director.

De la primera época como periodista en Argelia se recuerda su reportaje Miseria en Kabilia, una región poblada por bereberes e ignorada por la administración francesa. Este trabajo constituye la primera y temprana muestra de la actitud de Camus ante los problemas del colonialismo y del conflicto que marcará su vida dos décadas más tarde. Es en la segunda mitad de los años treinta cuando publicó sus primeros ensayos, Nupcias y El revés y el derecho, este último importante por lo que tiene de germinal de su obra posterior. Al mismo tiempo, se interesa y se inicia en el teatro con la compañía Teatro del Trabajo que él había fundado para representar obras de calidad ante un público de clases populares a las que él mismo pertenecía. En 1937 publicó El revés del derecho y en ese periodo escribió una novela titulada La muerte feliz, que sería publicada con carácter póstumo en 1971. En las fechas que coinciden con la guerra civil española estuvo afiliado durante dos años al partido comunista que abandonó en 1939 por su discrepancia con el pacto germano-soviético. Ese mismo año, cuando estalló la segunda guerra mundial, se presentó voluntario para ser reclutado pero, una vez más, fue rechazado por su enfermedad. Camus, que ha  vivido un matrimonio breve y azaroso con Simone Hyé, se casará en 1941 en segundas nupcias con Francine Faure, la cual estará a su lado hasta el final de su vida.

El extranjero

Camus se traslada a Orán a raíz de su segundo matrimonio con Francine Faure, que era de esta ciudad, en 1941. Lleva consigo el borrador de La peste pero, a raíz de un suceso acaecido en una playa de la ciudad deja el proyecto y escribe El extranjero, que inicialmente iba a llamarse Un hombre feliz y que fue publicada en 1942. De la ciudad de Orán escribió Camus:

No hay lugar que los oraneses no hayan mancillado con alguna horrible construcción que podría deshonrar cualquier paisaje. Es una ciudad que da la espalda al mar y se edifica alrededor de sí misma a la manera de los caracoles. Al principio rodamos por ese laberinto buscando el mar como signo de Ariadna. Pero giramos por esas calles feas y sin gracia, y, al final, el Minotauro devora a los oraneses: es el tedio (…) ¿Qué hace uno se apegue y se interese por algo que no tiene nada que ofrecer? ¿Cuáles son las seducciones de ese vacío, de esa fealdad y de ese tedio bajo un cielo implacable y magnífico? (…) No se puede saber lo que es la piedra si no se ha estado en Orán. Es una de las ciudades más polvorientas del mundo, en donde el guijarro y la piedra son reyes. En otras partes, los cementerios árabes tienen una dulzura ya proverbial. Aquí son campos de piedras calizas cuya blancura ciega. En medio de esas osamentas de tierra, un geranio rojo, de trecho en trecho da su fresca sangre al paisaje. (…) Dulzura del mundo sobre la bahía, al atardecer. Hay días en que el mundo miente, hay días en que dice la verdad. Esta tarde dice la verdad. Y con cuánta insistencia y triste belleza (…) Se escriben libros sobre Florencia y Atenas. Estas ciudades han formado tantos espíritus europeos que forzosamente tienen que tener sentido. Conservan elementos que exaltar y que enternecer. Calman el hambre del alma cuyo alimento es el recuerdo. Pero a nadie se le ha ocurrido escribir sobre una ciudad donde nada solicita al espíritu, donde la fealdad no tiene límites, donde el pasado queda reducido a la nada. Y, sin embargo, esta idea es a veces tentadora.

 El extranjero se desarrolla en Argel pero los apuntes anteriores dan una idea de la atmósfera física y espiritual en la que vivía Camus en aquellos años y que él traslada a la novela. Un escenario solar, sin referencias estéticas, en el que el hombre es un extraño despojado de raíces: la contradictoria condición de la gente de su clase, colonos pobres de un país que no es el suyo. El incidente real que despertó la inspiración de Camus para escribir El extranjero ocurrió en la playa de Bouseville (Orán) durante la excursión de un grupo de jóvenes entre los que estaba Camus y cuyo cabecilla era Pierre Galindo. En el grupo iban los hermanos Benoussan, Edgar y Raoul. Este último había tenido una pelea anterior con dos árabes de la que no había salido bien parado y a los que vio en la playa mientras sus amigos se bañaban, así que fue a por ellos en compañía de  su hermano Edgar Benoussan. En el encontronazo, este derribó a su contrincante de un puñetazo pero el árabe al que atacó Raoul tenía un cuchillo y, a pesar de que Raoul también le derribó, le respondió con un par de cuchilladas en la comisura de los labios y en el antebrazo. Edgar y Raoul se retiraron y los dos árabes también. Un médico curó a Raoul de sus heridas superficiales en la misma playa pero quería vengarse y por la tarde volvió de nuevo a la playa armado de un pequeño revólver dispuesto a enfrentarse a los árabes. Pierre Galindo, que lo acompañaba, intentó disuadirle de que usara el arma y Raoul le dijo que no pensaba hacerlo sino solo evitar que utilizara su cuchillo para que pelea fuera a puñetazos. Encontraron a los árabes y cuando Raoul les desafió, escaparon. La policía los detuvo después pero Raoul se negó a denunciarlos.

En la novela, Raoul es Raymond y Edgar es su amigo Masson, a los que acompaña un tercero, Meursault, que es el narrador de la historia, como si Camus, el autor, necesitara explicarse lo ocurrido a través de su personaje. Meursault es un alter ego de Camus, que ya aparece de la novela anterior, ya mencionada y por entonces inédita, La muerte feliz. El incidente que se narra en El extranjero es casi idéntico al que ocurrió en la realidad: el encuentro del grupo con los árabes, la pelea, el cuchillo que hiere a Raymond, que también es curado en la playa y vuelve con un revólver al lugar de la pelea. Raymond le pasa el arma a Meursault y desafía a los árabes, que huyen. Raymond y Meursault también retornan por donde han venido pero, al poco, este vuelve sobre sus pasos, encuentra al árabe y dispara.

Tal como Camus cuenta la escena en boca de Meursault, sobre la conciencia de este gravita la pesadez del estío –el resplandor del sol, la monotonía de las leves olas sobre la arena, el deseo de alcanzar un manantial que desembocaba en el mar- cuando encuentra al individuo de Raymond, así lo llama, el cual se incorpora al ver a Meursault y echa mano al bolsillo como si fuera a sacar el cuchillo. Por un instante, ambos permanecen frente a frente, en actitudes que todavía no son ni siquiera amenazadoras y Meursault piensa que podría dar la vuelta y todo quedaría en paz “pero toda la playa, vibrante de sol, se apretaba detrás de mí”, así que Meursault avanza unos pasos y el árabe saca su cuchillo y de nuevo la luz solar se convierte en un agente determinante que desencadena la tragedia: “La luz se inyectó en el acero y era como una larga hoja centelleante que me alcanzara en la frente…Entonces todo vaciló. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego”. Meursault dispara y el árabe muere al instante. “Comprendí que había destruido el equilibrio del día… Entonces, tiré cuatro veces sobre el cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara. Y eran como cuatro breves golpes que dieran en la puerta de la desgracia”.

Antes de que llegara este momento determinante de la historia y que marca el punto de inflexión de la misma, Meursault ha recibido la noticia de la muerte de su madre y ha acudido al entierro, ha salido de excursión con una amiga, se ha encontrado con un vecino con el que hace amistad, se ha distraído con las cuitas de un viejo y su perro, y, por último, va de excursión a la playa con su novia, invitado por su reciente amigo, a la cabaña de un tercero, que los espera con su mujer. En esta circunstancia se produce de nuevo el encuentro con los árabes y finalmente el asesinato.

La segunda parte de la novela relata el proceso que llevará a Meursault a la condena a muerte y a la ejecución: los interrogatorios del juez, las rutinas de la prisión, el paso del tiempo, la visita de Marie, la lectura en la celda de una noticia de periódico en la que se cuenta el suceso que luego servirá a Camus de argumento para El malentendido. Y luego, el juicio, el ambiente de la sala, la actitud del fiscal y la defensa, la extrañeza y el distanciamiento de Meursault; el interrogatorio sobre su actitud en el entierro de su madre; la sentencia, apenas entrevista en una línea, relatada sin énfasis alguno, y, por último, la espera de la ejecución y la brusca eclosión de la libertad de Meursault presionado por el sacerdote.

El absurdo

El extranjero es una novela redonda, perfecta, que se lee con aparente ligereza pero que, a cada relectura, parece más profunda y vibrante, en la que Camus intenta describir un estado ontológico del ser humano que él expresará con una palabra que tendrá largo predicamento durante la segunda mitad del siglo XX: el absurdo. Las primeras páginas de la novela nos introducen en la cotidianeidad de un personaje insignificante, un administrativo de ínfimo rango que vive su existencia en una especie de aturdimiento, con un sostenido sentimiento de lo que podríamos llamar lejanía o indiferencia hacia lo que ocurre a su alrededor, solo afectado por las sensaciones físicas: olores, voces, movimientos de quienes le rodean, luces. Todo lo que le ocurre a Meursault se cuenta a través del entrecortado diálogo que mantiene con el entorno, los fenómenos físicos y los personajes que lo pueblan. Es una suerte de grado cero de la existencia, que nos revela a un individuo solo dueño de sus sentimientos y sensaciones, de las que no es responsable en términos morales; un hombre inocente, incluso del crimen que se le acusa y que comete sin saber por qué. Meursault es un desarraigado absoluto, de su madre, de sus vecinos, de la mujer que dice amarle, y, aún en mayor medida, del orden institucional y político de la sociedad en la que vive, que conforman un universo en el que él es extranjero.

En la celda de la prisión en la que espera su ejecución intenta, sin conseguirlo, pensar en el sentido de su vida, que no encuentra aunque tampoco eso le produce ningún dolor especial y solo cuando el capellán, al que ha rechazado reiteradas veces, le ofrece el anclaje de la fe religiosa, Meursault, en un acto de iracunda rebelión en el que agarra al cura de la pechera de la sotana, estalla: “Yo parecía tener las manos vacías. Pero yo estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esa muerte que iba a llegar. Sí, era lo único que tenía. Pero, al menos, yo tenía esa verdad como ella me tenía a mí”. Así, pues, Meursault descubre que su conciencia y su vida, cualquiera que haya sido ésta, están imbricados hasta el punto de ser la misma cosa, y es lo que único que lo identifica y lo justifica.

Más adelante, su pensamiento se dirige hacia su madre y al hecho de que se hubiera echado un novio en el asilo donde estaba dispuesta a revivirlo todo y entonces él se siente también dispuesto a revivirlo todo, a aceptar la vida que ha llevado, a abrirse por primera vez a la tierna indiferencia del mundo (…) sentí que había sido feliz y que lo era todavía y que para que me sienta menos solo no me queda más que desear que en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gritos de odio.

¿Qué es el absurdo al que se asoma el personaje de Camus? Es la experiencia del desarraigo en un mundo que no está hecho, ni por la naturaleza ni por la civilización, a la medida de las necesidades y las expectativas del individuo, que siempre experimentará en lo íntimo de su soledad el desarraigo que eso significa. Camus acompañó en el tiempo esta novela con un ensayo, El mito de Sísifo. Como es sabido, Sísifo es un personaje de la mitología griega al que los dioses condenan a subir una piedra a lo alto de la montaña y, que llegado a la cumbre, la piedra vuelve a rodar ladera abajo y obliga al penitente a repetir la acción durante toda la eternidad. Sísifo es un personaje taimado, ladrón y mentiroso, es lo que dice la leyenda y lo que dicen los otros de él, como en el juicio de Meursault; pero lo que es horrible y carece de sentido es la condena que recibe. Pues bien, la respuesta que da Camus es la necesidad de imaginar a un Sísifo feliz en su condena. La única salida al absurdo de la existencia es un acuerdo íntimo con la vida que tenemos; la aceptación de las circunstancias y de los propios actos, lo que no significa sumisión a las fuerzas que manejan esas circunstancias ni entrega a creencias e ideales que coartan la libertad y, en último extremo, reducen la humanidad de los individuos a un engranaje.

Solidaridad con España

El extranjero es el germen de El hombre rebelde, el ensayo que más tarde resumirá la posición política de Camus y determinará la ruptura con su hasta entonces amigo Jean Paul Sartre y con los comunistas. En el epígrafe siguiente nos extenderemos sobre las circunstancias e implicaciones que  tuvo esta ruptura pero antes debemos detenernos brevemente en la cuestión de naturaleza política que plantea la respuesta de Camus al absurdo del mundo y que puede resumirse así: ¿qué y cómo hacer para aliviar objetivamente las circunstancias que hacen que el mundo sea absurdo y que lo sea para toda la humanidad y no solo para un individuo? El absurdo es experimentado por cada individuo de manera intransferible pues cada uno de nosotros vive únicamente su propia vida y muere de su propia muerte. Llevada la conciencia de esta experiencia a sus últimos extremos, serían imposibles los lazos de fraternidad y solidaridad que cohesionan a los seres humanos. La respuesta de Camus puede enunciarse con un término contradictorio: el egoísmo altruista. Los individuos somos, cada uno de nosotros, autónomos y libres, y esas condiciones son los que nos hacen verdaderamente humanos pero también capaces de cooperar, ayudar y cuidar unos de otros. La felicidad, o la dicha, como prefería Camus, está en la vida que se vive día a día y no en el plano abstracto de la justicia o de la historia. No podemos abdicar de nuestra libertad ni de nuestro compromiso con la vida, que ha de ser gozoso, en aras a objetivos abstractos tales como la emancipación de la clase obrera o la liberación de los pueblos, etcétera, tópicos arraigados en el pensamiento político de la época.

Después de la guerra, Camus buscó respuesta práctica a sus planteamientos filosóficos en la experiencia de los anarquistas españoles por cuya causa, como la de la derrotada República, sintió siempre una simpatía y una solidariedad irrefrenables. Camus es autor de las que acaso sean las más hermosas palabras sobre la derrota republicana: “Fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, golpeado; que la fuerza puede destruir el alma y que, a veces, el coraje no tiene recompensa”. Y en más de una ocasión manifestó su solidaridad y su deuda moral con los españoles exiliados: “La España del exilio me ha mostrado con frecuencia una gratitud desproporcionada. Los exiliados españoles han combatido durante años y luego han aceptado con coraje el dolor interminable del exilio. Yo solo he escrito que tenían razón. Y solo por eso he recibido durante años, y todavía percibo esta tarde en sus miradas, la fiel y leal amistad española, que me ha ayudado a vivir. Esa amistad aunque sea inmerecida, es el orgullo de mi vida”. Camus  renunció a su puesto en  la UNESCO cuando este organismo aceptó al gobierno de Franco.

Pero antes de que llegara ese momento, hubo de hacer frente a un desafío político real: la ocupación alemana de Francia.

La  resistencia y la justicia

En 1942, año de la publicación de El extranjero, que le dio fama y crédito en el mundillo literario parisino, Camus se trasladó a Francia forzado por las dificultades para encontrar trabajo de periodista después de que las autoridades de Argelia hubieran clausurado el Diario de Frente Popular y a él lo hubieran puesto en la lista negra. Francia estaba parcialmente ocupada por el ejército alemán desde 1940, aunque había una zona administrada por el gobierno colaboracionista de Vichy. En París, Camus trabajó de lector de la editorial Gallimard pero, sobre todo, de la mano de su mentor en el periodismo, Pascal Pia, llegó a la dirección del diario de la resistencia Combat. Este hecho hizo que formara parte de la Resistencia desde el principio, algo que casi ningún político ni intelectual francés de la época pudo decir pues durante los tres primeros años de la ocupación hubo una situación ambigua, por decirlo suavemente, en la que la colaboración con el ocupante fue más frecuente que la resistencia. La prosa clara y vibrante que Camus vertía en los editoriales de Combat, su compromiso con la libertad y el socialismo,  y su íntima sintonía con las aspiraciones de la nueva generación, hicieron de él un héroe y como tal emergió en el momento de la liberación. Durante unos meses después de ese momento, la Resistencia fue el referente absoluto cuyos principios inspiradores se creía que iban a definir el futuro de la nueva Francia y Camus estuvo en el centro de este movimiento que fue más emocional que político.

En ese periodo de la inmediata postguerra, el principal problema que afrontaron los vencedores fue la depuración de los elementos que habían colaborado con los nazis. Fue un proceso en el que la justicia no constituyó la única pauta de conducta y hubo razones políticas, e incluso personales, de unos y otros para ejecutar sentencias. Se constituyeron tribunales especiales por ámbitos profesionales en el que unos autoconstituidos jueces juzgaban a sus colegas. Esto fue especialmente relevante en el ámbito del periodismo y de la literatura porque tuvo una visibilidad mayor que en otras esferas en las que también se dio la colaboración con el ocupante, como la industria, la construcción o la judicatura, y donde unos escritores, no necesariamente libres de haber colaborado con los nazis, juzgaban a otros escritores por colaboracionismo. La posición de Camus ante este proceso que ponía a prueba su sentido de la humanidad y de la justicia fue cambiando con el tiempo. Al principio, en nombre de la justicia debida a los camaradas caídos en manos de la Gestapo, se enfrentó a los que, como François Mauriac, católico practicante y también miembro de la Resistencia, pedían moderación en los juicios y caridad con los culpables. Pero lo cierto es que Camus sentía repulsión hacia la pena de muerte, y especialmente al instrumento con que se ejecutaba en Francia, la guillotina, como revela en El extranjero y más tarde en El primer hombre, donde evoca una anécdota real en la que su padre fue a presenciar una ejecución en la guillotina y volvió a casa enfermo.

En el contexto de la llamada Dépuration, Camus empieza a temer que, al final, el proceso termine con los libertadores imitando lo que hicieron los verdugos nazis. Un caso significativo en el que se produjo una fuerte confrontación entre partidarios de la depuración a ultranza y los que querían ponerle freno fue a causa de la condena a muerte de Robert Brasillach, un escritor muy brillante e influyente, fascista y colaboracionista, que mostró su apoyo a los nazis y a sus procedimientos y había sido juzgado por traición y condenado a muerte. Un grupo de escritores firmaron un manifiesto para pedir gracia para el condenado; otro grupo, en el que estaban personalidades más afines a Camus, como Sartre y Beauvoir, se negaron a hacerlo. Camus, después de una larga deliberación personal y en contra de lo que le pedían sus sentimientos se sumó a los solicitaban gracia para el condenado. No sirvió de nada y Brasillach fue fusilado. El periodo de la depuración terminó cuando De Gaulle afianzó su poder y le puso freno en nombre del mito de la Francia unida que habría de ser la base de su política.

Vale la pena añadir, como colofón de este comentario sobre los desafíos morales que trajo la guerra y sus consecuencias, que Camus fue el único editorialista francés que condenó el lanzamiento de la bomba atómica de Hiroshima. Hacía falta un valor y una claridad moral absoluta para adoptar esta postura en un momento en que la bomba atómica era universalmente considerada como un instrumento legítimo para acabar de una vez con la guerra y doblegar a las naciones fascistas.

La peste

A la vez que seguía incansablemente en su oficio de periodista al frente de Combat, Camus desarrollaba su propio proyecto literario en el que exploraba las derivaciones y consecuencias del absurdo. Entre 1944 y 1945, es decir, en plena guerra aún, escribió dos piezas de teatro, Calígula y El malentendido. Con este  segundo título Camus puso sobre el escenario un suceso, leído seguramente en una noticia de prensa y que menciona en El extranjero, en el que un hombre que había emigrado en el pasado vuelve a su ciudad después de haber amasado un pequeña fortuna para ver a su madre y hermana, acude al hostal que ambas regentan y estas no le reconocen, el hombre tampoco se identifica y las dos mujeres, creídas de que su huésped era muy rico, lo asesinan para robarle. De nuevo nos encontramos con personajes embotados, sumidos en su existencia e incapaces de reconocer y valorar a sus semejantes, y de nuevo esta lejanía se manifiesta entre la madre y el hijo, como en El extranjero pero a la inversa, aquí es la madre la que desconoce a su hijo. En El malentendido, esta soledad moral y emocional del individuo tiene un efecto más dolorosamente íntimo que en El extranjero porque si bien en la novela la víctima es un árabe innominado, aquí la víctima es el propio hijo y hermano. En el último acto, la esposa del joven asesinado llega al hostal en su busca y se encara con la hermana asesina reproduciendo un diálogo análogo al de Meursault con el capellán pero que, en este caso, está imbricado en la relación familiar y en consecuencia deja de ser una cuestión meramente filosófica o intelectual para penetrar en los sentimientos más profundos del individuo. La libertad del individuo, su ensimismamiento, que le lleva al crimen, se ve comprometida por los lazos de la sangre, por la intimidad ineludible con los otros. De una manera negativa, el individuo descubre la fraternidad.

Camus dará un paso adelante en la resolución de los dilemas morales que plantea su descubrimiento del absurdo. En 1947 publica La peste, una novela que venía redactando desde algunos años atrás y que describe una epidemia acaecida en la ciudad de Orán (inspirada en la plaga real que asoló la ciudad en 1849) y en ella hay dos elementos destacables. El primero es la propia peste, que puede considerarse una metáfora de los acontecimientos vividos por la generación del escritor, la guerra y la ocupación, que tienen, como la peste, un efecto indiscriminado, demoledor, proliferante, que no solo amenaza la vida de cualquiera sino que tiene un efecto corruptor en la moral de los individuos y de la sociedad. Qué respuesta dar a esta situación es el segundo elemento relevante de la novela. La peste es el absurdo. Un mundo hostil y ciego que nos envuelve y nos aplasta pero que también cuenta con nuestra complicidad. Los seres humanos somos el objetivo de la plaga y nuestra obligación es enfrentarnos a ella. Los personajes de Camus descreen del recurso a fórmulas de consuelo genéricas (dios, la religión, la filosofía, etcétera) para enfrentarse al enemigo pero están convencidos de la necesidad de defender la vida, no en términos generales, sino la de los individuos concretos, las víctimas, lo cual exige orientar la libertad hacia los otros. Hay que apartarse de la peste por razones obvias de salud, pero hay que estar con sus víctimas, es el resumen del mensaje de Camus. Apartarse no significa huir sino rechazar la tentación de los discursos abstractos que pretenden explicarla y en ocasiones justificarla como parte de un plan superior, sea la voluntad de dios o el mal necesario para alcanzar históricamente el bien, como postulaban los comunistas. Este rechazo es el único modo de combatir la peste, a riesgo de que los resultados no sean completamente satisfactorios porque al final de la lucha no está la felicidad ni la utopía sino solo la vida tal como la conocemos, libre, si no de la peste, al menos de sus consecuencias. El doctor Rieux y su amigo Tarrou, los protagonistas de la novela, se han apartado de lo que representaba Meursault y han encontrado la solidaridad. Ha nacido El hombre rebelde, que será el título de su siguiente ensayo en el que Camus definirá su filosofía política y que dará lugar a una de las polémicas intelectuales más célebres del siglo pasado, de la que aún somos tributarios, la que separó a Camus de Sartre.

Meursault elige

En las mismas fechas en que se publicó La peste,  Camus buscó en la tradición libertaria, como se ha dicho más arriba, la traducción política de su pensamiento filosófico, de la que no se apartó nunca y que le llevó a colaborar con varias publicaciones anarquistas en los años siguientes, entre otras, Solidaridad obrera, el órgano del  sindicato anarcosindicalista español CNT. El clima de fraternidad creado en la Resistencia y que parecía que fuera a impulsar los valores del inmediato futuro duró poco. La postguerra había devenido guerra fría y había marcado con rasgos indelebles tanto las reglas del juego político como el campo de confrontación y la identidad de los contendientes. La Unión Soviética formaba parte de las potencias vencedoras, había ocupado el este de Europa y su prestigio se proyectaba con fuerza, tanto en la clase obrera y sus organizaciones políticas de los países occidentales como en la intelectualidad progresista, hasta el punto de que el partido comunista empezaba a ser hegemónico en el campo de la izquierda.

Este nuevo tablero de juego puso a prueba el destino del personaje literario y filosófico que emergió de la segunda guerra mundial. El hombre enajenado, desarraigado, ocupado por rutinas que le son impuestas, que encarna Meursault, está llamado a tomar las riendas de su existencia. A comprometerse, para decirlo en los términos de la época. El ser humano se autodetermina en cada momento, mediante lo que hace y las decisiones que adopta en una constante sucesión de elecciones, y puede decirse que, aun encadenado, es libre, sin que esa libertad tenga otro sentido que la libertad misma. Fue un pensamiento exultante, que se acompasaba a la euforia de la liberación y devolvía a quienes habían sufrido las sevicias de la guerra una expectativa de vida emancipada del orden anterior, enterrado bajo los escombros de la guerra. La liberación había traído la oportunidad de una vida mejor, no solo para la sociedad en su conjunto sino para los individuos. En este anhelo había una necesidad o una búsqueda de la dicha, una palabra que en el vocabulario de Camus sustituye a felicidad y tiene -también en castellano- una connotación más terrenal, más física, concreta y tangible. Camus fue el portavoz de este estado de ánimo, que fascinaba a los jóvenes, pero el gurú de la nueva situación, dotado de una capacidad analítica y de una cultura filosófica sin igual en la época, fue Jean Paul Sartre. Ambos fueron amigos y compañeros de andanzas literarias y festivas hasta 1951, fecha en que Camus publicó El hombre rebelde.

La disensión estuvo determinada por razones políticas, filosóficas, sociales y de carácter. La más obvia, porque fue la materia de la polémica, es política. Camus, como queda dicho, se había acercado al pensamiento libertario y no creía en el comunismo porque no creía en la historia. La historia, para él, es el tiempo que habitamos pero no una entidad dotada de mecanismos y de sentido propios que el hombre pueda manejar para lograr su emancipación, que, por lo demás, siempre estaba hipotecada al futuro, como creían los comunistas. Camus y Sartre se habían formado en tradiciones filosóficas distintas. El primero, en los moralistas franceses y ciertas tradiciones contemplativas, singularmente San Agustín; Sartre, en cambio, era tributario de la filosofía alemana, entonces la más influyente en el mundo, y sus maestros eran Heidegger, que inspiró su existencialismo, y Hegel y Marx que inspirarían más tarde su historicismo y su acercamiento a los comunistas. La filosofía alemana es sistemática, mayúscula y maneja abstracciones; el pensamiento de Camus, por el contrario, es concreto, directo y teñido de un cierto moralismo. Sartre pertenecía a la burguesía y tuvo desde la adolescencia un alto concepto de sus capacidades y de su destino de maître a pènser; Camus era de origen proletario, amenazado por su mala salud, criado en una familia de analfabetos en una remota y polvorienta colonia y su entorno no fueron las grandes bibliotecas de les écoles normales supérieures donde se criaba la clase intelectual francesa sino las playas y las calles de Argel. Camus siempre se sintió extraño en el cerrado ambiente intelectual de París, aunque le gustaban los placeres que deparaba este mundillo, tanto más porque era un seductor nato y un escritor de éxito. No obstante, Camus tenía una cualidad que le fue muy útil mientras duró la polémica de El hombre rebelde: poseía una notable autoestima que, si bien le hacía susceptible a las críticas, también le ayudaba a aguantar en solitario mucha presión sin ceder su posición.

El fin y los medios

Al poco de terminar la guerra mundial llegaron a Francia noticias del Gulag, de las purgas y de los juicios en la Unión Soviética, de manera que militar en o junto al partido comunista era aceptar estos hechos, e incluso justificarlos, en nombre de una filosofía historicista que los consideraba como un mal necesario para alcanzar el objetivo final del socialismo. Sartre aceptó esta carga como el precio que debe pagar el intelectual para estar junto a los obreros, adheridos al y organizados por el partido comunista en el que creían como una realidad que era más fuerte y más duradera que ellos mismos como individuos. Para los trabajadores de las fábricas y del campo, inermes ante el poder explotador del capitalismo, el único escudo es la pertenencia al partido.  Camus no podía compartir esa creencia. Su origen proletario le impedía sentir ninguna mala conciencia por estar en desacuerdo con el partido de los obreros. Para él, la libertad era un patrimonio indivisible, que debe ser disfrutado por todos sin excepción y en todo momento, sin diferirlo a un futuro paradisíaco.

Camus no solo no creía en la virtud emancipadora de la historia sino que, de la mano de sus amigos anarquistas, se manifestó a favor de algunos movimientos populares de protesta contra el poder soviético que se dieron en países del este, como la revuelta obrera de 1953 en Alemania Oriental, la sublevación de Poznan en 1956 y la revolución húngara del mismo año, que la Unión Soviética aplastó con la invasión del país. Eran los tiempos de la guerra fría, y, si bien Camus se situaba en la órbita de lo que hoy llamaríamos un socialismo democrático o libertario, en aquel tiempo de campos políticos cerrados y agresivamente enfrentados, tanto más en el ámbito intelectual, Camus empezaba a quedarse marginado en la izquierda a la que pertenecía naturalmente. La brecha entre la opinión comunista y la anticomunista era en aquel momento muy profunda y beligerante, y el campo en el que había quedado Camus estaba bajo la férula de Estados Unidos y sus gobiernos aliados. El hecho de que este debate tuviera lugar en Francia se debe sin duda a la concepción orgullosamente nacionalista de la política del general De Gaulle, que hacía del país una isla europea de la libertad intelectual en aquella época.

La polémica de Sartre y Camus comprometió dos conceptos en los que ambos amigos estaban en desacuerdo: el sentido de la historia y la violencia política. Esta última es una consecuencia de la primera. Si la liberación de la humanidad se desarrolla en la historia, cada momento histórico exige un tipo de respuesta que le corresponde dar a la organización de la clase obrera, la cual es el sujeto de la emancipación y entre el repertorio de medidas que pueden adoptarse para hacer avanzar el proceso está la violencia. Ningún revolucionario de la época entendía su tarea como ajena a la violencia. Así pues, la polémica puede resumirse en el problema de la inserción de la moral en la razón política o, dicho de una manera más tradicional, el dilema del fin y los medios. Ambos escritores produjeron sendas obras destinadas a dilucidar, desde su propia perspectiva, esta cuestión. Las obras fueron hitos que marcaron el enfrentamiento, que, por lo demás, duró bastantes meses y tuvo innumerables matices hasta el punto de convertirse en la que sin duda es una de las polémicas intelectuales más famosas del siglo XX, con abundancia de partidarios y detractores a ambos lados.

El primer hito fue el estreno de la obra de Sartre, El diablo y el buen Dios, una fábula teatral en la que el autor ejemplifica la inanidad de las nociones del bien o el mal cuando está en juego una causa superior de orden político. De ahí derivaría Sartre la necesidad de mancharse las manos con acciones indeseadas en nombre de un objetivo superior si se quiere obtener un resultado real en política. Sartre no cree que una situación histórica dada pueda ser trascendida solo por el esfuerzo subjetivo y personal y, en consecuencia, la lucha solo puede ser colectiva. Goetz, el protagonista de la obra, acepta la acción colectiva sin renunciar a su subjetividad y se une a una lucha que ya está en marcha y que escapa a su control personal porque luchar por la libertad de los otros implica unirse a su lucha. Para Sartre, la ética es indistinguible de la historia y de la política y ser moral significa en primer término reconocer que somos violentos y que la violencia es un instrumento defendible.

El segundo hito de la polémica fue la publicación por parte de Camus de la que probablemente sea su obra ensayística más ambiciosa, El hombre rebelde, en la que intentó explicar, y oponer, la rebeldía y la revuelta a la revolución entendida como un proceso histórico que exige la violencia y la muerte. Lo que propone Camus es la negación de dios y del amo, en consonancia con el lema de los anarquistas. La rebelión de Camus no es un proceso sino un estado constante de la conciencia del ser humano, que no se deja llevar por la historia y pondera en cada circunstancia el equilibrio entre los fines y los medios. En esta etapa de su historial creativo, identificada por la toma de conciencia hacia el otro y por la necesidad de la resistencia a los vientos del totalitarismo, la novela que corresponde a El hombre rebelde es La peste, en la que, como se ha visto más arriba, se describe una plaga que azota a la ciudad y que sirve al autor para mostrar los efectos en la población y singularmente la respuesta de los personajes principales ante una situación que exige compromiso, sacrificio y solidaridad con los otros sin una creencia en un orden superior, sea religioso o ideológico, que apoye esta actitud. La peste, por supuesto, era la metáfora de una fuerza envolvente y opresiva que condiciona de manera ineludible a los humanos; en términos políticos, era inocultable que la peste era el totalitarismo y más precisamente el comunismo soviético. Para Camus, el camino era claro: “Debemos evitar la peste, pero debemos estar junto a quienes la padecen”.

El hombre rebelde, que es un alegato contra el totalitarismo, los campos de concentración y, sobre todo, contra la idea de la historia como un proceso al que hay que someterse. “Uno no puede ponerse del lado de los que hacen la historia sino de quienes la padecen” (…) “Cuando se cree, como Hegel y toda la filosofía moderna, que la historia hace al hombre y no que el hombre hace a la Historia, no es posible confiar en el diálogo. Se confía en la eficacia y en la voluntad de poder, es decir, en el silencio y en la mentira. En última instancia se cree en el asesinato”. El rechazo de la historia en el sentido hegeliano y marxista lleva aparejado el rechazo de la violencia política, que, según el tópico, “es la partera de la historia”, y la cuestión de la violencia se convierte en la piedra de toque de sus diferencias con Sartre y con la izquierda comunista. Camus rechaza la idea de que sea necesaria la ejecución de personas para llegar a un mundo más libre e igualitario. “Siento aversión por esos servidores de la justicia que piensan que únicamente podemos prestarle un servicio a la justicia entregando varias generaciones a la injusticia”.

El hombre rebelde fue recibido con frialdad y rechazo por parte de Sartre y su entorno. En general, acusaban a Camus de falta de profundidad filosófica, lo cual no estaba del todo falto de razón, pero en la revista  Les Temps Modernes, que dirigía Sartre, nadie quería hacer una reseña de la obra que, forzosamente, habría de ser negativa. Por último, uno de los redactores de la publicación, Francis Jeanson, se ofreció a hacerla y destiló un comentario crítico demoledor y despectivo con la obra de Camus. Este se enfureció, no solo por el contenido de la crítica, sino por el hecho de que no la hubiera hecho su amigo Sartre y éste hubiera delegado la tarea a uno de sus colaboradores, así que replicó con una extensa carta de respuesta dirigida al director de la revista, es decir, a Sartre y no a Jeanson, que la revista publicó íntegra y que dio pie a Sartre para formular una contrarréplica particularmente virulenta porque no dudó en rebasar el marco de la argumentación filosófica para entrar en el terreno personal en términos muy duros y despectivos para desacreditar a su hasta entonces amigo. Una amistad que se rompió hasta la muerte de Camus.

El debate de Sartre y Camus sobre la historia y la violencia, o sobre el fin y los medios, se proyectó sobre el siguiente episodio histórico que afectó a ambos, más a Camus, y los mantuvo distanciados: el conflicto de Argelia, en el que Camus volvió a quedarse solo.

Argelia

Albert Camus fue un pied noir, es decir, un francés de Argelia. El término tiene un cariz despectivo en Francia pero fue inventado por los argelinos para caracterizar a los europeos que llevaban zapatos y no babuchas o sandalias como los nativos. En El Minotauro o el alto de Orán, un ensayo sobre esta ciudad, que Camus detestaba, dedica una página cargada de ironía a la descripción del hábito de los jóvenes europeos de hacerse abrillantar los zapatos en la calle. Este indicador de las diferencias de clase y de origen era tan representativo de la desigualdad en la colonia que una de las primeras medidas que adoptó el gobierno del FLN después de la independencia fue la prohibición del oficio de limpiabotas callejero.

Francia había colonizado Argelia en el primer tercio del siglo XIX y a mediados del siglo XX los habitantes de origen europeo significaban el diez por ciento de la población. Los colonos eran mayoritariamente franceses, igual que la administración del territorio, pero había también colectividades de otros países mediterráneos, entre otros, españoles, que a su vez ocupaban el estrato inferior entre los colonizadores. Argelia no era una nación, en el sentido que lo entendía el derecho europeo de la época sino una agregación de poblaciones organizadas en cábilas y tribus. Esta población indígena vivía al margen de la colonia europea, de la que le separaba un abismo económico y social, aunque el modelo republicano francés obligaba a integrar a los indígenas a través de la escuela. Los árabes eran mano de obra barata, cuando se requería, y fuerza de recluta para el ejército francés en caso de conflicto. Camus era hijo de ese estado de cosas. En su calidad de periodista, denunció el comportamiento de la administración con los árabes y se interesó por sus necesidades y sus condiciones de vida cuando la actualidad noticiosa lo exigía. No debe olvidarse que la prensa en Argelia pertenecía a la minoría francesa y la de París estaba muy lejos del problema. Nadie puede decir que Camus alimentara sentimientos racistas ni siquiera que compartiera la mentalidad dominante en la comunidad de los colonos franceses a la que pertenecía la prensa en la que escribía y él mismo, si bien esta pertenencia era más cultural que de clase o de ideología. Pero no convivió con los árabes ni llegó a comprender nunca su textura social ni la hondura de la humillación qu sufrían bajo la férula de Francia. Puede decirse que Camus, en efecto, no veía a los argelinos más allá de su condición de vecinos y no los llevó a sus escritos. En su novela La peste, que se sitúa en Orán, no aparece ningún árabe y, en cuanto a El extranjero, ya hemos visto que el único árabe es la víctima innominada de un asesinato absurdo o, como diríamos ahora, gratuito. Datos que conviene tener en cuenta para ponderar en su justa medida el proceso de la independencia argelina y la actitud de Camus ante este acontecimiento.

El primer suceso relevante que enfrentó a franceses y argelinos se produjo el 8 de mayo de 1945, el día en que Europa celebraba la victoria sobre el nazismo y ha quedado para la historia como la matanza de Sétif. En esta localidad, cuando los colonos franceses celebraban la victoria de su país en Europa, una manifestación pacífica de diez mil argelinos discurría por las cercanías donde se celebraba el desfile militar de la victoria. Demandaban la libertad de Messali Hadji, un líder independentista, en ese momento encarcelado, que había apoyado la participación de los argelinos en el frente europeo contra Alemania en la confianza de que la victoria de De Gaulle traería la independencia de Argelia. Un manifestante ondeó una bandera francesa y un policía disparó y le mató. Argelinos y colonos franceses se enfrentaron en la calle con el resultado de dos docenas de franceses muertos y el doble de árabes. El conflicto se extendió por la región, intervino el ejército francés con aviación y artillería contra aldeas y colectividades árabes, a la vez que estos asaltaban granjas de los colonos y mataban a las familias después de violar a las mujeres. Las escaramuzas duraron quince días con una estimación de víctimas de entre ocho mil y quince mil argelinos y unos cientos de europeos. Esta breve pero terrible explosión de odio recíproco y de incapacidad del gobierno francés para darle una salida razonable marcará la pauta de lo que habría de ocurrir después y la maneras de operar de ambos bandos en la venidera guerra de independencia que estallaría formalmente el 1 de noviembre de1954, con el ataque simultáneo del Frente de Liberación Naciona (FLN) a diversos objetivos militares y civiles. El conflicto tuvo su epicentro la ciudad de Argel y sobre todo en su barrio árabe, la Kashba, hasta la independencia en 1962.

Cuando  ocurrieron los sucesos de Sétif, Camus era director del diario parisino Combat, y una de las voces más autorizadas de Francia. Escribió una serie de artículos en los que, tras recordar el estado de miseria en que vivían los árabes y los servicios que habían prestado en la guerra a la causa de Francia, apuntaba lo que sería su posición inamovible en la cuestión argelina: un estado de convivencia entre las comunidades árabe y francesa, basada en criterios de igualdad y de ciudadanía compartida bajo la bandera de la Francia republicana. Según el amigo de Camus, y también pied-noir, el escritor y periodista Jean Daniel, después de los sucesos de Sétif, Camus dejó de creer en una Argelia francesa tal como la entendían rutinariamente las élites y la mayor parte de los franceses, que, por lo demás, estaban por completo desinteresados de la colonia y de sus problemas, y, como se verá más adelante, cuando tenga lugar la independencia y la repatriación forzosa de los pied-noirs, sentirán hacia estos un vivo rechazo.

El alma de Camus estaba escindida entre su cultura plenamente francesa y sus orígenes argelinos donde encontraba las semillas de sus afectos más íntimos y la fuente de su inspiración literaria. Así que lo que pretendió desde el primer momento era que la guerra se detuviera para abrir un periodo de diálogo entre las partes, mantener las relaciones entre Francia y Argelia y garantizar los derechos y la seguridad de los ciudadanos argelinos de origen francés.

Esta pretensión se desmoronó muy pronto porque la independencia, es decir, el desplome de los imperios residuales de los países europeos, exhaustos tras la guerra, fue generalizado en la década de los cincuenta del pasado siglo y Argelia no iba a ser una excepción. El conflicto armado, lejos de detenerse, fue a más. Por parte de los argelinos, mediante el uso indiscriminado del terrorismo, asesinatos ejemplares de colonos y colaboracionistas indígenas, y la guerra de guerrillas practicadas por un ejército irregular cada vez más numeroso y mejor organizado en el que la población árabe veía el germen de su nación y, por supuesto, de la liberación del yugo francés. Francia, a su turno, respondió militarmente con indiscriminada brutalidad: detenciones masivas, fusilamientos arbitrarios y uso generalizado de la tortura para quebrar las estructuras del FLN. Esta escalada irreversible de la violencia sumió a Camus en un agudo estado de ansiedad, que le llevó a pensar sobre todo en su gente, su familia, la Argelia de los pied-noirs en la que se había criado y era el mundo de donde había extraído la energía para hacer literatura. El mundo de la gente de El extranjero. Según el testimonio de su amigo Jean Daniel,  pensaba que “no hay posibilidad de vivir en desacuerdo con uno mismo; eso quiere decir, en este caso, que es imposible resignarse a los métodos del FLN con el pretexto de que los de la represión serán peores. No podemos aceptar la lógica que nos lleve a sacrificar a nuestra propia comunidad. La mía, la nuestra [recuérdese que Daniel también era pied-noir], que está formada por los no musulmanes de Argelia. Que no nos hablen de franceses, italianos, españoles o judíos. Están los musulmanes y los otros, que somos nosotros. Todos saben que es cierto, pero aparentan ignorarlo. Por lo demás, se trata de una estupidez, pues, en definitiva, eso solo demuestra una cosa: la vitalidad y la fuerza de la personalidad musulmana de Argelia que, por lo que a mí respecta, nunca he subestimado ni despreciado”.

Entre la justicia y mi madre

La legitimación intelectual de la violencia se convirtió en el asunto central del debate político en que se sumió Francia y, que, más tarde, a punto estuvo de provocar una guerra civil en el Hexágono. Camus escribió: “Por desgracia, una parte de nuestra opinión piensa oscuramente que los árabes han adquirido el derecho a degollar, mientras que otra parte acepta legitimar todos los excesos de los soldados franceses. Cuando la violencia responde a la violencia en un delirio que se exaspera y vuelve imposible el simple lenguaje razonado, el papel de los intelectuales no puede ser, como se lee a diario, disculpar desde la lejanía una de las violencias y condenar la otra, pues ello tienen el doble efecto de indignar hasta la furia al violento condenado y alentar a una mayor violencia en el violento declarado inocente”.

Camus rechazaba en especial la opinión dominante en los círculos parisinos de izquierda que veían Argelia como un país ocupado que intenta liberarse de sus ocupantes, calificados así porque no son musulmanes, y que tendría derecho a utilizar contra ellos todos los medios, incluida la violencia y  el asesinato. La cuestión del fin y los medios, que le había separado de Sartre, había dejado de ser materia de un debate intelectual para convertirse en un hecho en carne viva que afectaba de manera irrevocable a lo que él mismo era como ser humano. Para Camus, el problema era que había que hacer justicia a las personas, es decir, a la población argelina, y era consciente de la magnitud de este desafío “pero precisamente porque se trata de un problema de justicia y porque el pueblo que tiene derecho a ella no está solo en el territorio que es su patria, los medios de esta justicia se han de definir de manera exigente. Todo esto lo diría con menos comodidad a los musulmanes que se sublevan porque han sido humillados durante demasiado tiempo en una época en que París no se interesaba por su suerte” (…) “Me gustaría plantear una pregunta a los progresistas parisinos: ¿cuántos años de presencia en el país se requieren para formar parte de él? Si todos los países son meros productos de conquistas sucesivas y diversas, ¿cuál es el criterio para que una conquista sea justa? La conquista árabe de Argelia se impuso mediante masacres y despotismo. Lo mismo que la francesa.”

Camus se revuelve contra sus viejos adversarios hegelianos y marxistas, Sartre entre ellos, que dicen encontrar la justicia en la historia. “Además, incluso en este caso, quiero decir, en el caso de la necesaria resignación de la historia, exigiría a los intelectuales que adoptaran el tono de la resignación y no el del fervor militante. Pero son falsos hegelianos: no les basta con que la historia los domine; necesitan que la historia y sus atropellos sean justos”. Pero, al final, Camus se había quedado solo en cuanto a la salida al problema argelino, y guardó silencio. A su amigo Jean Daniel se lo explicó así: “Usted me dirá: pero, entonces, cuando llega el momento de la violencia, ¿qué hemos de hacer? Pues bien, no modificar para nada, pase lo que pase, las posturas originales. Hay que luchar por la tregua, por detener la masacre de inocentes, por implantar condiciones tanto morales como políticas que algún día permitan el diálogo. Y si ya no tenemos autoridad sobre unos y otros tal vez debamos callarnos un tiempo”.

En 1957, en plena guerra de Argelia y cuando Camus parecía haber llegado al término de su capacidad creativa, recibió el Premio Nobel de Literatura. En un acto académico celebrado en la Universidad de Upsala al día siguiente de la recepción del premio, participó en un debate con estudiantes en el que el tema central fue, inevitablemente, la situación de Argelia, y en el que fue interpelado por un estudiante árabe, al que Camus dio una respuesta que serviría para sellar su definitiva marginación política: “En estos momentos, están poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede estar en uno de esos tranvías. Si eso es justicia, prefiero a mi madre”, respondió el escritor. La frase, mutilada de su primera parte, quedó en “entre la justicia y mi madre, prefiero a mi madre” cuando los medios de comunicación la reprodujeron en Francia, donde recibió gran publicidad, lo que le valió a Camus el rechazo absoluto de los revolucionarios argelinos y de la izquierda de Francia. Para los primeros, la madre de Camus y el mismo Camus representaban a la clase de los colonos de los que no recibieron más que desprecio y marginación en los tiempos de la colonia, la clase social de la que procedían los elementos más beligerantes contra la independencia y contra la justicia que ellos aspiraban a implantar. Para la intelectualidad parisina, la frase de Camus era una prueba más de la debilidad de su discurso en el que anteponía su afecto personal y sus sentimientos haciendo caso omiso de la necesidad histórica de los argelinos de emanciparse del yugo de la colonización y forjar una nación libre e independiente.

Pero con esta respuesta, Camus ha vuelto a sus orígenes. La guerra de Argelia destruyó el equilibrio del día de una manera no muy distinta a los disparos que hace Meursault sobre el árabe. El absurdo derivado de las condiciones de vida en el mundo no encuentra respuesta en la apelación a valores abstractos, como la justicia, sino mediante la búsqueda por parte del individuo de un sentido a su existencia que encuentra en la patria –las calles, las playas, el sol- de su infancia y, por último en su madre. La misma madre por la que Meursault no llora en su entierro y que sacrificará a su hijo en El malentendido es invocada aquí como última ratio de un discurso político.

Proscrito en su patria

No es posible entender la actitud de Camus en el conflicto argelino sin entender su origen social y su apuesta por la vida, que estaba en la médula de su oposición a la violencia política. Para Camus, hijo de un hombre que murió por Francia en el frente del Marne y al que no conoció, y de una mujer analfabeta y sorda, dedicada a las tareas del servicio doméstico, criado en la familia de dos tíos toneleros, también analfabetos, el término colono no significaba nada porque el mismo había vivido colonizado por la pobreza y el trabajo. En el mundo de Camus, no había más patrimonio ni más patria que la vida que alimenta el sol de cada día y los cuidados de su madre, a los que más tarde se sumará su afán de aprendizaje y su posesión de las letras que lo vinculaban de manera indestructible a la cultura francesa.

El resultado es que el escritor se convirtió en un proscrito en su propia patria de nacimiento, después de que Argelia conquistara la independencia. En un reciente libro en el que su autor, Javier Reverte, persigue la huella de Camus en Argel y Orán, las dos ciudades en las que vivió y en las que situó sus ficciones El extranjero y La peste, el autor constata el veto tácito pero firme que los argelinos establecen con su ilustre compatriota, veto tanto más estridente entre la clase culta y singularmente entre los profesores y responsables educativos de la escuela y del instituto a los que asistió; el segundo de los cuales, el Instituto de Argel, es el centro de secundaria más grande África, con catorce mil alumnos. La respuesta canónica que Reverte obtiene en sus preguntas a estos personajes es: “no nos interesa, nosotros somos árabes y Camus no se interesaba por nosotros”.

Este enraizado rechazo ha registrado sin embargo excepciones en algunas iniciativas académicas y oficiales –un congreso en su memoria, la representación de alguna obra suya- acaecidas en las últimas dos décadas, después de la guerra civil, en las que se intentaba reconocer a Camus como parte del patrimonio cultural de Argelia, no sin protestas en los periódicos que lo tachaban de escritor colonialista. En esta onda, Jean Daniel, amigo del escritor y defensor de su memoria, y como él, argelino de origen, narra en su libro Camus, a contracorriente, una conversación con el presidente de la república de Argelia, Abdelaziz Buteflika, en la que éste, evocando la famosa frase camusiana, comenta: “¿Sabe usted cómo comprobé que Camus era un verdadero hijo de Argelia? Fue cuando dijo que si alguien atacaba a su madre, preferiría defenderla antes que defender la justicia. Pues bien, eso es lo que yo siento que haría, y no veo por qué Camus no iba a tener derecho a decirlo”.

 La deliberada ceguera hacia el valor de Camus en Argelia ha dado lugar a un interesante ajuste de cuentas literario. En 2014, el periodista y escritor Kamel Daoud publicó su primera novela, aclamada más en Francia que en Argelia, con el explícito titulo de Meursault, caso revisado. El protagonista narrador del relato se identifica como el hermano menor del árabe asesinado por Meursault en El extranjero, y desde ese punto de partida lleva al lector a un examen insólito de la novela de Camus. El narrador de Daoud ironiza sobre las razones que Camus otorga a Meursault para apretar el gatillo por la presión del sol y descree que un francés pudiera ser condenado a la guillotina por matar a un árabe. Así recuenta la famosa escena del asesinato del árabe: “Te lo explico. Desde que murió su madre, este hombre, el asesino, deja de tener país y cae en la ociosidad y el absurdo. Es un Robinson que cree cambiar su destino matando a su Viernes, pero descubre que está atrapado en una isla y se pone a perorar ingeniosamente como un loro complaciente consigo mismo. ‘Poor Meursault, where are you’. Repite este lamento y te resultará menos ridículo, te lo juro. Yo me sé el libro de memoria, te lo puedo recitar entero como el Corán. Esta historia la escribió un cadáver, no un escritor. Lo sabemos por su manera de sufrir con el sol y el deslumbramiento de los colores, y porque no tienen una opinión de nada que no sea el sol, el mar y las piedras de antaño. Desde el principio notamos que va buscando a mi hermano. En realidad no lo busca para encontrarlo, sino para no tener que hacerlo. Lo que me duele, cada vez que pienso en ello, es que lo mató al pasar por encima de él, no al dispararle. ¿Sabes? Su crimen es de una indolencia tan majestuosa que hizo imposible cualquier tentativa de presentar a mi hermano como un ‘chahid’. El mártir llegó mucho tiempo después del asesinato. Entretanto, mi hermano se descompuso y el libro tuvo el éxito que ya sabemos. Y a continuación todos se afanaron en demostrar que no había sido un asesinato, sino solo una insolación”.

El relato de Daoud enfatiza el abismo que separaba a los colonizadores de los colonizados. Los primeros pueden cometer el asesinato, que no lo es en su conciencia ni en su lógica, de un individuo que ni siquiera tiene nombre y que permanece olvidado en el curso del proceso y en la memoria del suceso que ofrece la novela. Esto es obvio en una perspectiva histórica, que es la de Daoud, que añade una observación aún más interesante: Meursault, en su opinión, deja de tener país en el momento en que muere su madre, lo dice así claramente en las primeras líneas del párrafo que hemos reproducido. El desarraigo, la extrañeza ante el mundo que exhibe Meursault se presenta ante el lector por primera vez, en realidad en la primera línea de la novela, en el momento que recibe la noticia de la muerte de su madre. Esta perspicaz interpretación descubre que Meursault empieza a ser un extranjero en su propio mundo al perder a su madre. La figura que estará siempre en el afecto más íntimo de Camus y que ocupará el lugar central de su argumento político más conocido.

La novela de Daoud carece de la fulgurante factura de la obra de Camus pero sin duda no era intención del autor competir con este. En realidad, lo que ofrece la novela es una alambicada explicación, no exenta de admiración literaria, de la distancia que separa a Camus de los argelinos y de las razones para que estos lo ignoren o lo rechacen. Pero el discurso del  hermano de Moussa, así llama Daoud a la víctima de Meursault, no se detiene en la deconstrucción de la obra de Camus sino que le sirve como hilo conductor para internarse en los avatares que ha atravesado Argelia, y singularmente su proletariado, desde los tiempos de la colonia. Aquí el cuadro se torna desapacible, sobre todo para los argelinos. La historia del país es un camino de frustración. Para decirlo en pocas y quizás inexactas palabras, la independencia no colmó las expectativas de los argelinos, el nuevo régimen militar creó una casta dominante, caracterizada por la corrupción; el malestar incubó el fundamentalismo islámico, cuyo partido ganó las primeras elecciones democráticas celebradas en el país después de la expulsión de los franceses; el establecimiento reaccionó a este resultado y, so pretexto de frenar los excesos de los islamistas, las invalidó, lo que dio lugar a una nueva guerra civil que duró una década, entre 1992 y 2002, plagada de episodios brutales que recordaban la guerra de la independencia y en la que se contabilizaron doscientos mil muertos. Lo que Daoud intenta con su novela es una reivindicación del pueblo argelino, personificado en su hermano, al que mató un pied-noir llamado Meursault en un asesinato sin sentido, pero que nunca fue reparado, no por los franceses, que ya fueron expulsados, sino por el propio pueblo argelino, sus vecinos, su propia gente. La novela de Daoud está tejida, como la de Camus, como un monólogo y su estilo llega a parecerse al del célebre  pied-noir: “No gracias, no me gusta el café con leche. Me horroriza ese mejunje. Por cierto, los viernes tampoco me gustan. Son días que suelo pasar en el balcón de mi apartamento, mirando la calle, la gente y la mezquita. La mezquita es tan imponente que tengo la  impresión de que impide ver a Dios. Vivo allí, en el tercer piso, desde hace veinte años, creo. Todo es ruinoso”.

Cuando se lee esta prosa es imposible no pensar en el malestar y el desarraigo de Meursault, con el que el narrador de la novela de Daoud comparte algunas circunstancias personales: tampoco conoció a su padre, mantiene una intensa y contradictoria relación emocional con su madre, no consigue amar a las mujeres aunque es sensible a que intenten amarle, es ateo o descreído…, incluso comparte con Meursault una experiencia capital: también él ha matado a un hombre, en este caso un francés, que tiene el sentido de una reparación de la muerte de su hermano pero que, en realidad, tiene el mismo carácter absurdo en Moussa que en Meursault. Lo que parece contar la novela de Daoud es que la que herencia del personaje de Camus ha quedado en su tierra, entre quienes no quieren reconocerla.

En su libro tras las pistas de Camus, Javier Reverte recoge el testimonio de Ismet Terki, profesor de español de la Universidad de Orán, que podría considerarse como un resumen de la experiencia argelina: “Mi generación ha vivido siempre en la tragedia. Nací en 1948 y en mi infancia y adolescencia viví la guerra de independencia: el miedo, los atentados terroristas de mis compatriotas, el furor de los paracaidistas franceses, la represión, la tortura. Conocí a chicos solo un poco mayores que yo que fueron torturados o que murieron en combate. Y a otros que ponían bombas en las que morían niños. Y luego llegaron al poder los del FLN y, con ellos la dictadura y la corrupción, la persecución a los comunistas, las purgas políticas, los desaparecidos. Después, los años negros, el terrorismo de nuevo, el degüello de pueblos enteros, el miedo otra vez. Mi vida entera ha transcurrido en los territorios del miedo. Por eso quiero que mis hijos crezcan en España, allí no sufrirán lo que yo he sufrido. Sois un país con suerte”. También este testigo semeja un extranjero en su país, lo que da noticia de la profundidad de la mirada de Camus.

La madre y el maestro. Epílogo

Cuando Camus recibió el  Premio Nobel de Literatura en 1957, era el galardonado más joven de la historia del premio después de Rudyard Kipling  y en ese momento histórico es significativo que pensara en dos únicas personas, que representan lo que constituye el patrimonio moral del escritor y a las que dedicó el discurso de recepción: su madre, Catherine Sintès, y su maestro de primaria, Louis Germain, al que Camus escribió para decirle que el Nobel le daba una oportunidad para “decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos”. A lo que Germain le contestó: “Mi pequeño Albert, (…) si fuera posible abrazaría muy fuerte al gran mocetón en que te has convertido. Creo haber respetado, durante toda mi carrera, lo más sagrado que hay en el niño, el derecho a buscar su verdad”. Fue Germain el que con sus enseñanzas previno al pequeño Albert ante los síntomas del fanatismo y del que Camus aprendió la importancia de construirse a sí mismo y hacer el propio camino, a distancia de las corrientes heredadas, sin olvidar las responsabilidades con los otros, la fraternidad debida a la especie humana.  “Hay que evitar que la plaga te alcance pero hay que estar con las víctimas de la plaga”. Camus renunció a dios, a la religión y a las doctrinas omnicomprensivas, como el comunismo, que envuelven al individuo y otorgan una coartada moral a sus actos. Un carácter firme y decidido, si bien no exento de la necesidad de ser aceptado, capaz sin embargo de mantener el temple en situaciones de conflicto en las que estaba en minoría, como ocurrió en la ruptura con Sartre y ante la guerra de Argelia, le han granjeado un lugar entre los maestros disidentes.

Albert Camus murió en un accidente de automóvil el 4 de enero de 1960, tenía 46 años. A causa del mismo accidente, murió días más tarde su amigo el editor Michel Gallimard, y resultaron ilesas la esposa y la hija de éste, Janine y Anne, que viajaban en el asiento trasero. Cuando la madre de Camus recibió la noticia, comentó: “Es demasiado joven”. Su antiguo amigo y más tarde enconado oponente intelectual, Jean Paul Sartre, le dedicó un obituario en el que calificaba el humanismo de su amigo de testarudo, estricto y puro, austero y sensual,  lo que constituye sin duda un atinado retrato de su carácter.