Toda conmemoración tiene un cariz funerario porque trae a cuento algo del pasado que no volverá. Los jóvenes detestan los funerales mientras los viejos concurren a ellos con fatalismo y apenas una pizca de satisfacción por no ser, todavía, el difunto. No todos los muertos mueren del todo cuando se celebran sus exequias;  algunos dejan herencias, genes, hábitos adquiridos y memorias compartidas, que se irán desvaneciendo a lo largo del tiempo, pero que, ahora mismo, aún están presentes en el ánimo de quienes se agolpan alrededor de la tumba. El año que viene el país conmemora el cuadragésimo aniversario de su constitución política, y sus deudos y beneficiarios se aprestan a celebrarlo a la hispánica manera, con prebendas y exenciones. La celebración anual de la constitución -el seis de diciembre- ha sido desde el primer año una fiesta anodina, desangelada, de mucho protocolo y escasa popularidad, así que veremos qué de especial nos trae la del año que viene. Cuarenta años es un lapso del calendario que resuena en la imaginación de nuestra generación como un reloj biológico y denota fin de época con todo lo que de hastío e impaciencia  significa en el estado de ánimo.

La constitución del setenta y ocho ha sido administrada desde el principio por tan pocas manos y con un sesgo tan determinado que, a estas alturas, bien puede considerarse una empresa privatizada; tanto que sus causahabientes y usufructuarios se llaman a sí mismos constitucionalistas sin que consideren necesario integrar en la herencia a los que entienden que no forman parte de la familia. Así, los extramuros de la constitución cada vez están más poblados: populistas, secesionistas, perroflautas, inmigrantes, precarios, radicales, titiriteros, friquis (don Arriola dixit) y demás. En perspectiva, la constitución se sostuvo, y aún se sostiene, sobre tres pilares: 1) la amnesia del pasado del que la democracia procede, propiciada por la amnistía que se decretó en aras de la paz social; 2) la estructura de oligopolio económico y la consiguiente corrupción que engrasó redes clientelares y tejió complicidades entre partidos y grupos de interés, y 3) el ciclo ascendente de la economía en el marco europeo en el que ingresó España con notorias ventajas iniciales. Estos tres pilares están resquebrajados. La memoria histórica ha vuelto a la agenda pública; la corrupción está en el banquillo y la codicia de los oligopolios en el punto de mira de la sociedad, y, por último, la economía declina desde hace una década sin que se aprecie la salida del ciclo depresivo.

En todo caso, las autoridades preparan la conmemoración y a tal fin han reunido una llamada comisión asesora, formada por políticos en el poder y académicos fácilmente identificables como pertenecientes a la generación del 78, entendido el término generación no solo en sentido cronológico sino de afinidad electiva. Como es habitual, el nombramiento precede a la función y, sin bien no se sabe, o no se ha publicado, la naturaleza del encargo que esta comisión tiene, ya sabemos que se han reunido al menos una vez y devengado dietas. Podemos, tercera fuerza del parlamento, en el quicio entre la agitación y la labor institucional, había propuesto un cierto número de nombres para integrar la comisión, que no le han sido aceptados. No, sin duda, por las acreditaciones académicas y profesionales de los propuestos sino porque notoriamente no forman parte del narcotizante estado de autocomplacencia en el que vive nuestra clase dirigente a base de cuarenta años de adicción a una droga conocida como consenso.  ¿Qué futuro puede tener una constitución que niega la participación a las fuerzas que emergen de la sociedad? ¡Allá los muertos! Que entierren como dios manda a sus muertos. (Gabriel Celaya, España en marcha).