Nada hay más difícil que escapar de una adicción. En cierto punto, el hábito adictivo se convierte en un fin en sí mismo, independientemente de su coste, del placer que depare o de su contraindicación para la salud y la buena vida. No hay duda de que don Puigdemont no lleva ahora mismo una buena vida, aunque no sea tan mala como la de otros muchos, pero es evidente que no puede librarse de la adicción de ser presidente de una república que no existe. Primero, elige como destino un territorio –Bélgica- alejado de la realidad para la que fue elegido; después, funda un partido cuyo nombre es una hipóstasis de su persona con la nación imaginaria –Junts per Catalunya- y, por último, le parece buena idea presentar su candidatura a unas elecciones meramente autonómicas con el lema, vota por mí, que parece una versión electoral del me gusta de facebook.

Imaginamos a una innumerable legión de individuos enfrascados en la pantalla de su dispositivo móvil que recibe el mensaje –vota por mí– y replican con un tenue movimiento del pulgar: me gusta. Porque ¿qué hay más placentero que votar por uno mismo? La cultura digital implica que el centro de la historia, de cualquier historia, es el usuario de la mensajería de las redes, así que, al votar por mí, estamos hablando de mí, en una fracción de segundo en la que soy don Puigdemont. El presunto lema electoral guarda analogías con otros que conforman el patrón de la publicidad actual, sea comercial o política. En mi pueblo, los vehículos de limpieza del municipio circulan adornados con un eslogan que no significa nada, destinado a estimular o recordar una mezcla de patriotismo/civismo de aldea: pamplona eres tú, reza la consigna. La publicidad actual obvia las cualidades utilitarias o descriptivas del producto que se publicita para concentrarse en masajear el ego del consumidor, votante o contribuyente. Los estrategas de don Puigdemont han debido pensar que si millones de catalanes votan por sí mismos, todos sumados, hacen realidad el sueño del presidente en el exilio.

Don Puigdemont y el movimiento que encabeza viene de la lejanía del siglo diecinueve y el esfuerzo de quienes lo han promovido se dedica a modularlo de acuerdo con los patrones del siglo veintiuno. Don Carles Puigdemont es el enésimo avatar de don Carlos María Isidro de Borbón y el proceso seguido por ambos, análogo: reclamación de una legitimidad extraconstitucional, sublevación popular, derrota política y, por último, exilio. Pero el tiempo no pasa en balde y lo que separa a Carles de Carlos no es solo la distancia tecnológica que hay entre el retrato áulico al óleo y el pantallazo de guasap; también media entre ambos la eclosión del surrealismo. Don Puigdemont empieza a engrosar el rango de catalanes que tienen como eximio patrón a Salvador Dalí.