Uno de los efectos del malhadado prusés es que ha arrumbado sine die la reforma constitucional que hace solo unos meses parecía urgente, necesaria y universalmente querida. Ni derecho a la autodeterminación, ni estado federal, ni nación de naciones, ni leches. Si mañana se planteara una improbable reforma del título octavo de la constitución del setenta y ocho sería en dirección de una mayor centralización y uniformidad del estado. El pepé lo sabe y lo quiere así, y no hay ninguna posibilidad de que entre las ruinas del penoso guirigay que es ahora mismo la oposición salga un acuerdo solvente capaz de oponerse a este designio. La gestión gubernamental de la crisis económica ha ido en la dirección de hacer pagar los costes a las clases trabajadoras y a los segmentos más débiles de la sociedad, con notable éxito en los resultados. Pero la ruptura de las costuras del sistema en Cataluña, ha recordado que este modelo de gestión será imposible si no se refuerza el poder central y se laminan los poderes autónomos regionales y municipales. De repente, el inédito artículo ciento cincuenta y cinco, que nadie sabía para qué estaba ahí, se ha revelado como una formidable navaja multiusos para recentralizar el estado. No es solo que su aplicación haya servido para la liquidación -temporal, por ahora- de las instituciones catalanas, como lamentan los nacionalistas, sino que ha aparecido como el hueso de fémur que empuña el mono de la película 2001 Odisea del espacio, que le hace preguntarse si, además de contener en su interior la sabrosa y nutriente médula de la que recibe un potente suplemento vitamínico, no servirá también para machacar la cabeza de quienes le disputan el agua y la caza. Y ahí está don Montoro, blandiendo el hueso en alto sobre su yermo cráneo para evitar que el ayuntamiento de Madrid tenga la tentación de hacer menos penosa la vida de los madrileños.

La batalla de los primates termina con un gesto de júbilo triunfal del vencedor, que arroja el hueso homicida al aire, el cual se convierte, mediante la que quizás sea la elipsis más bella de la historia del cine, en una nave espacial que navega ingrávida hacia el futuro. ¿Podemos imaginar la cantidad de recursos económicos, tecnológicos y sociales que hacen falta para poner una nave espacial en órbita? El mero impulso del primate no lo hace posible, pero sin ese gesto prístino nunca habríamos llegado a volar como los ángeles. Ese es el mensaje de la película y ese es el mensaje del ciento cincuenta y cinco, cuya aplicación ha estado precedida por una estrepitosa fuga de empresas de la periferia al centro en busca de lo que tópicamente llamamos seguridad jurídica, la que da la convicción de saber que hay un jefe que manda en la horda con una buena garrota ósea en la mano. La deriva del capitalismo financiero de las últimas décadas ha hecho posible una incalculable acumulación de poder en unas pocas manos que dominan y penetran todos los ámbitos de la vida humana y de la sociedad: la alimentación, las comunicaciones, el ahorro, la energía, el agua, el medio ambiente. Esta compacta oligarquía global que cabalga sobre las espaldas del común a galope tendido necesita para aliviar la ansiedad que provoca su codicia gobiernos fuertes y centralizados. Es lo que explica el éxito del modelo chino, que nos tiene boquiabiertos. Si España se chinizara, de lo que ya hay indicios (don Rajoy tiene la típica cara de enigmática sonrisa que vemos en los dirigentes orientales y que de niños apreciábamos en Fu Manchú, y habla como si citara a Confucio), Cataluña podría ser un Tibet mediterráneo, un país que exporta valores espirituales, como democracia, libertad, independencia, autoconocimiento y buen rollito, y tiene a su dalai lama tocado con un casco de pelazo y vagando por ahí de prédica en prédica, como una autoridad moral perfectamente inútil. El prusés ha estado a punto de alcanzar el nirvana. Otra vez será.