No hay modo en estos días de eludir la reverberación del duelo por los atentados de Barcelona y Cambrils. El dolor y las preguntas no cesan; el dolor se amortiguará tarde o temprano pero las preguntas tienen visos de que habrán de esperar respuesta durante mucho tiempo, si es que existe respuesta: ¿quién y cómo se promueven estas acciones horrendas?, ¿qué relación hay entre las ideas que dicen profesar los autores del crimen y el crimen mismo?, ¿qué hilo vincula una decisión subjetiva de un puñado de chavales de los suburbios con la situación internacional que se ha ido amasando a lo largo de decenios? Estas preguntas sin respuesta han llevado al autor de esta bitácora al rescate de la nota que sigue, alojada en un remoto archivo del disco duro del ordenador desde que fue escrita en 2002 como un comentario al último libro de Ernest Gellner (1925-1995), titulado Nacionalismo (Ed. Destino, 1998). El libro y la nota versan sobre dos poderosos factores políticos presentes hoy en Cataluña y por extensión en toda Europa: nacionalismo e islam.

Para Gellner, que no es nacionalista, el nacionalismo es una construcción política moderna derivada de la necesidad de respuesta a la anomia social y al igualitarismo formal provocado por la sociedad industrial y su aval ideológico: la Ilustración. Gellner sostiene que la modernidad ocasiona una transformación de la naturaleza del trabajo y del lenguaje según la cual el trabajo deja de ser un vínculo del hombre con el objeto a través de su oficio, que sería el esquema laboral característico de las sociedades tradicionales, para obligar al trabajador a manejarse en un proceso productivo impersonal mediante la correcta interpretación de códigos complejos (manuales de instrucciones, protocolos de tareas, literatura técnica, etcétera).  La integración social de los individuos radica en su capacidad para interpretar y responder correctamente a estos códigos especializados: la naturaleza del trabajo moderno es, pues, semántica. En este sentido, dos rasgos característicos de la sociedad moderna serían la alfabetización y la burocracia. La primera permite al individuo el acceso a sistemas de interpretación que le vinculan con vastos procesos productivos, dentro de los cuales puede medrar en la medida que se maneje bien con los códigos semánticos que rigen el proceso. A su vez, la burocracia es la forma de organización centralizada que adquiere el conjunto del sistema. La burocracia para ser eficiente necesita de una cultura homogénea en el grupo social y esta homogeneidad la ofrece la lengua y los referentes simbólicos (históricos, religiosos) comunes. La lengua dota de funcionalidad a la burocracia; los símbolos le otorgan legitimidad. La posesión e instrumentalización política de los códigos imperantes en la sociedad centralizada y burocratizada sería el nacionalismo. Los nacionalismos se crean en este proceso de formación de la sociedad comercial e industrial moderna desde la crisis de las sociedades tradicionales rurales. Gellner completa esta argumentación  examinando los procesos de conversión de las naciones en estados, que fueron más tempranos en el oeste de Europa (Portugal, España, Francia, Inglaterra) y más tardíos a medida que la mirada del historiador se desplaza hacia el este (Alemania e Italia en el XIX) hasta llegar a Rusia y los Balcanes, donde puede decirse que se trata de un proceso incompleto hasta finales de siglo XX, tras el  desplome del comunismo.

Siguiendo este hilo argumental, Gellner se pregunta por el “ombligo” del nacionalismo, es decir, si estos procesos de formación nacionalista tienen una genealogía que se remonte a antes de la Edad Moderna y pueda ser invocada como legitimación del nacionalismo actual. Aquí, según el autor, se produce un debate entre “primordialistas”, que creen que la nación ha estado siempre ahí, aun en estado latente, y los “modernistas”, entre los que se cuenta el autor, que afirman que el nacionalismo es una construcción históricamente datada entre los siglos XVIII y XIX. Gellner acepta que hay argumentos a favor de una u otra posición y ofrece algunos ejemplos de naciones “con ombligo” y “sin ombligo”, sin que esta distinción condicione el mayor o menor vigor del respectivo nacionalismo. De entre las primeras, cita a Polonia, de la que cree que puede decirse que ha tenido una cultura popular nacional anterior a los primeros pasos de la formación del Estado polaco. A sentido contrario, Estonia sería una nación inexistente por completo hasta que apareció un nacionalismo moderno que la conformó. Como ejemplo curioso de esta indefinición, cita el caso de Anton Chejov que sitúa la acción de su obra El jardín de los cerezos en territorio de Ucrania para hablar de la situación de las clases medias rusas. Gellner afirma que para Chejov, un hombre profundamente liberal, Ucrania era inexistente. En este repaso por las vicisitudes de la formación nacionalista, Gellner se detiene con algún detalle en la República Checa, su nación de origen, donde examina los distintos referentes culturales que ha adoptado en búsqueda de su identidad nacional, desde Masaryk hasta Jan Patocka y los firmantes de la “Carta 77”, por lo que la República Checa sería una nación en busca de su ombligo.

Hasta aquí, las reflexiones de Gellner sobre las naciones constituidas como Estado, pero ¿es aplicable este esquema de análisis a las naciones o nacionalidades emergentes en el seno de la Europa integrada, desarrollada y democrática? Ya se ha aludido más arriba que Gellner apenas menciona el nacionalismo irlandés, aparecido en el seno de la nación-estado de Gran Bretaña y no menciona los nacionalismos vasco o catalán, como tampoco otros, como el padano, el corso o el bretón. Pero sí se refiere a los Balcanes donde confiesa que su tesis sobre la aparición del nacionalismo es de más discutible aplicación. Es posible que nos encontremos ante un tipo de nacionalismos que escapan a la hipótesis de Gellner porque, al ser ésta historicista, no tiene en cuenta por completo las nuevas condiciones históricas producidas, en el Este, por el desplome del bloque soviético, y en el Oeste, por las tensiones regionales ocasionadas por el paso hacia una nueva fase del capitalismo avanzado con la creación de la Unión Europea.

Lo que probablemente distingue el nacionalismo moderno estudiado por Gellner, del post moderno que sacude hoy a las sociedades europeas, es que el primero era integrador y los segundos son disgregadores. En efecto, la construcción de una nación bajo una lengua común, un sistema de referentes simbólicos impuestos por el Estado y una burocracia centralizada y autoritaria pudo hacerse sobre sociedades tradicionales rurales y en una circunstancia que favoreció el desarrollo comercial e industrial, pero dejó irredentas otras lenguas y culturas populares que, por deficiencia o desinterés de la nación emergente, quedaron alojadas en su seno en estado latente, pero listas para servir de legitimación a comunidades diferenciadas cuando el sistema centralizado se viniera abajo. Este proceso se hizo especialmente evidente al desplome de la URSS porque el país de los soviets fue, en grado superlativo, fruto de un acelerado proceso de centralización e industrialización autoritarias, es decir, de formación nacional moderna, que, sin embargo, no dejó de reconocer a las nacionalidades alojadas en sus fronteras, unas con más “ombligo” que otras, aunque todas consideradas como una realidad secundaria. En la medida que el régimen soviético albergaba un enorme déficit tecnológico y económico y un pavoroso primitivismo institucional, la  eclosión de los nacionalismos a la caída de la antigua URSS ha sido hiperrealista, desproporcionada y muy agresiva, y lo mismo puede decirse en la antigua Yugoslavia.

Los nuevos nacionalismos quieren cobrarse las privaciones históricas, reales o imaginarias, a que las naciones dominantes sometieron a sus comunidades y lo hacen a la antigua usanza, tal como han aprendido de los estados que les negaron la existencia. Es decir, quieren establecer una soberanía sobre un territorio a partir de una lengua común, unos referentes simbólicos comunes y una burocracia centralizada y autoritaria. Esto es muy complicado por no decir imposible en la mayoría de los casos. Las lenguas vernáculas de las nacionalidades emergentes son incapaces de vehicular para toda la población la complejidad de la vida moderna; tampoco poseen, más allá de algunas figuraciones históricas y manifestaciones folclóricas, referentes simbólicos propios capaces de competir con las constituciones garantistas modernas y, en cuanto a la consecución de una soberanía territorial, culturalmente homogénea, es inaplicable sin el recurso a la limpieza étnica en el interior y a la guerra con el exterior. Los Balcanes son un ejemplo manifiesto, y muy cruel, de estas observaciones. Las manifestaciones de este nuevo tipo de nacionalismo tienen rasgos regresivos, románticos y violentos en su simbología y en sus métodos, y por eso guardan similitudes inquietantes con los nacionalismos fascistas de los años treinta.

Los nacionalismos post modernos están contagiados de irrealidad, pero pueden resultar explicables, e incluso comprensibles, si se acepta que emergen de situaciones de dictadura, en sociedades desprovistas de instituciones democráticas modernas, como es (o ha sido) el caso, al menos temporalmente, de las nacionalidades emergentes del bloque soviético. Tras la caída del comunismo, los nuevos países debieron formarse con los mimbres referenciales que tenían a mano y la argamasa que los hiciera posible tenía que ser inevitablemente de cariz nacionalista. Ésta sería una explicación funcional, razonable, de la necesidad o al menos de la inevitabilidad del nacionalismo post moderno. Pero ¿qué ocurre cuando se ha producido una amplia descentralización administrativa del Estado y hay un reconocimiento institucional de los rasgos que identifican el nacionalismo, como la lengua vernácula, y partidos nacionalistas gobiernan normal y democráticamente en las regiones o países donde son mayoritarios? En ese momento se dan todas las condiciones para que el nacionalismo se contraste con la realidad y acepte sus propios límites y las reformas programáticas que le imponen los hechos.

Sin embargo, no ocurre así. El hecho es que el nacionalismo no se diluye en una realidad liberal y democrática sino que tiende a exacerbar sus rasgos etnicistas y soberanistas. La aceptación de la lógica nacionalista lleva a más nacionalismo, incansablemente. La experiencia española en el País Vasco es en este sentido ilustrativa. Aquí se dan todas las condiciones de desarrollo económico, bienestar e integración social, y garantías democráticas para el desarrollo del autogobierno en el marco de un Estado muy descentralizado y cuasi federal y sin embargo el nacionalismo no renuncia a sus objetivos máximos perentoriamente demandados, incluso mediante un mecanismo arcaico y desacreditado en el derecho internacional como la autodeterminación, ni, en el caso más extremo, deja de ejercer la violencia para avanzar en sus propósitos. Este nacionalismo se caracteriza por una sistemática deslealtad hacia los que no son nacionalistas, sean ciudadanos del propio país u otro país vecino. Los mismos rasgos de victimismo histórico, ambición territorial y voluntad de limpieza étnica pueden encontrarse en el régimen criminal de Milosevic o en el moderado partido nacionalista vasco de Xabier Arzalluz, y lo característico del nacionalismo es que puede sostener estos rasgos aun en el caso de que resulten contraproducentes para los intereses sociales y económicos del país en el que quieren construir una nación. El nacionalismo no es sólo un instrumento de construcción nacional en una determinada circunstancia histórica sino, en último extremo, una patología política muy seria.

Deberíamos preguntarnos qué favorece el surgimiento y el indudable vigor que están adquiriendo los nacionalismos en Europa occidental donde  defienden un amplio abanico de intereses sociales y políticos. En el mejor de los casos, el nacionalismo es un mecanismo de defensa comunitarista ante la nueva fase de desarrollo capitalista de la UE y la nueva ola de anomia social y política que trae la globalización; en este sentido, el nacionalismo sería una estrategia de toma de posición de una comunidad en relación con las otras para obtener ventajas comparativas dentro de un mercado muy competitivo de ámbito supranacional. El impulso del nacionalismo se vería favorecido por la creciente pérdida de soberanía de los estados-nación, por efecto de los tratados de la Unión, y la descentralización administrativa que genera nuevos ámbitos de poder autónomo en regiones y grandes urbes. En el peor de los casos, el nacionalismo se erige en un referente de carácter reaccionario para conservar ámbitos separados de poder político y económico (fueros) o mecanismos de discriminación social mediante el clientelismo político y prácticas mafiosas que se apoyan en el derecho a la tierra y la legitimidad de la sangre y del linaje. Es obvio que, en mayor o menor medida, estos dos componentes, con numerosos matices intermedios, se dan en los nacionalismos emergentes a nuestro alrededor. El nacionalismo, dice Gellner, no es una invención arbitraria de un puñado de intelectuales románticos sino un fenómeno alentado y producido por condiciones históricas objetivas. De manera que parece ilusoria la pretensión de que pueda erradicarse por la conversión de los nacionalistas al credo liberal.

Marxismo e Islam

La cuestión es, pues, si existe alguna alternativa al nacionalismo que no sea otro nacionalismo. Gellner examina dos doctrinas universalistas: el marxismo y el islam, y evoca que las dos grandes sorpresas sociopolíticas del final del siglo XX han sido el deplome del primero y la resistencia del segundo a la secularización. Ninguna de estas dos doctrinas admiten el nacionalismo en su seno. El marxismo entiende de clases, no de naciones, pues son aquéllas las verdaderas patrias del hombre y al final sólo el proletariado es la patria legítima. El islam es una comunidad de creyentes (umma) que trasciende las fronteras nacionales y étnicas aunque se exprese mayoritariamente en árabe, la lengua de su libro sagrado.  El marxismo combatió los nacionalismos como reaccionarios pero, obligado a la descomunal tarea de crear y sostener una superestructura estatal de nuevo cuño muy compleja y centralizada, a la que transfirió la carga de trascendencia que las sociedades tradicionales atribuyen a la religión y al rey, tuvo que transigir siquiera nominalmente con la existencia de los nacionalismos, a los que consiguió congelar mientras duró la dictadura soviética, pero no derrotar como fuerza potencial. De hecho, en situaciones de crisis como durante la invasión alemana, el estalinismo tuvo que investirse de la piel nacionalista para galvanizar los esfuerzos de la sociedad rusa en guerra, y en cuanto a su expansión fuera de la URSS, el marxismo soviético tuvo que transigir con las versiones nacionales en casi todos los países donde se implantó el comunismo.

En el Islam no existe ese riesgo. Es una religión, anota Gellner, sorprendentemente moderna: es unitarista, tiene una baja carga mágica, proscribe la mediación, estableciendo una relación directa entre el creyente y la divinidad (en menor medida en el chiísmo), y ofrece un estado igualitario entre los fieles. En este sentido, tiene rasgos análogos a la ética protestante que, según Weber, está en la raíz del capitalismo moderno. Sin embargo, el Islam no ha conseguido los resultados de la modernidad occidental y las clases medias de las ciudades musulmanas no han alcanzado ni de lejos los niveles de la burguesía europea. Gellner lo explica por el hecho de que el Islam mantiene el objeto de culto en un plano trascendente por lo que no produce la mundanización de la fe que aparece en el ámbito protestante, donde cada creyente es un sacerdote libre para interpretar las Escrituras y definir su propia moralidad, atado a la divinidad sólo por la ansiedad calvinista de la fe. Los protestantes sólo tienen un mecanismo para cerciorarse de su virtud moral: el éxito de los negocios materiales. En el Islam, la economía permanece fuera del ámbito de lo sagrado, aunque algunas prácticas económicas estén reguladas por el Corán. El Islam, al mismo tiempo que muestra una notable indiferencia hacia el éxito material, es capaz de crear un alvéolo de lo sagrado preservado del azar económico. La pervivencia del Islam no está sujeta al desarrollo material de sus sociedades, lo que explicaría el fenómeno de que sea una religión invulnerable a la secularización. En la medida que el nacionalismo es la transferencia al Estado de la carga de sacralidad que en la sociedad premoderna tenían las instituciones tradicionales de la religión y el rey, el marxismo compitió con el nacionalismo en su propio terreno y perdió porque el reino económico que había prometido no llegó nunca.  El Islam, ocupe o no el Estado, es ajeno a este desafío.

Nacionalismo e Islam

Estas observaciones exigirían alguna explicación complementaria. La hipótesis de la excepcionalidad del Islam a resistirse a la secularización es discutible. Ninguna religión se seculariza por sí misma, de modo que el Islam no es la excepción sino la norma. La Reforma de Lutero (1517) trajo a Europa un periodo de guerras de religión que duró, hasta la Paz de Westfalia (1648), casi siglo y medio. El intento de “secularizar” la religión en el caso del Reino Unido mediante la creación de la Iglesia de Inglaterra puede equipararse al intento del rey de Marruecos de legitimar su poder secular asumiendo el liderazgo religioso como cabeza de los creyentes. Tanto en las circunstancias de Enrique VIII como de Hassan II no se produce una secularización de la religión sino una utilización de ésta a favor del poder político. El protestantismo no fue tanto una secularización de la Iglesia romana como la creación, indirecta y no prevista en el programa de los fundadores de la Reforma, de algunas condiciones que permitieron el avance el pensamiento laico. Es el laicismo, que reduce la religión al ámbito privado y le priva de derechos públicos, cuando no la condena como una superstición, el que fomentó la secularización de la sociedad, que, por otra parte, tampoco trajo el mundo abierto, libre e igualitario con el que soñaron los ilustrados.

Por lo demás, el nacionalismo existe en el mundo musulmán, y es muy vigoroso. A raíz de los procesos de descolonización en los años cincuenta del pasado siglo, todos los grandes países árabes adoptaron formas de Estado de matriz nacionalista, con una formulación laica, un poder centralizado fuerte, y la nacionalización de los principales recursos económicos (sobre todo, el petroleo). Estos estados nacionalistas recién creados mantuvieron una sorda pugna con Arabía Saudí, la cuna del Islam tradicional. Pero lo cierto es que estos estados, fuertemente militarizados, no supieron crear la suficiente riqueza ni distribuirla adecuadamente entre la población y, sobre la destrucción del tejido rural tradicional, crearon bolsas de pobreza urbana donde ha medrado una nueva forma, más agresiva y fundamentalista, de Islam. Esta forma de islamismo es en origen anterior a la independencia de los países árabes y tal vez se pueda interpretar como una respuesta de la umma tradicional a lo desafíos de la modernidad en el primer tercio del siglo XX, cuando apareció la organización de los Hermanos Musulmanes, aún vigente y operativa. Los años ochenta y noventa los países árabes fueron el escenario sangriento de la lucha entre el nacionalismo post colonial y el islamismo, y, excepto en Irán, donde se daban condiciones excepcionales (el chiísmo, el carácter colonial del régimen del Sha), en el resto de los países árabes el islamismo no ha podido derrocar a los estados nacionalistas y dictatoriales de Argelia, Túnez, Egipto, Siria o Iraq, aunque ciertamente éstos han tenido que transigir con la prácticas religiosas y en muchos casos investirse de una cierta piedad religiosa para reforzar su legitimación. De modo que tal vez el nacionalismo árabe no se ajuste a las premisas de Gellner. Aquí no sería una apropiación por parte de la sociedad nacionalista de los códigos semánticos que regulan la producción y el trabajo modernos para aglutinar un nuevo tipo de nación en relación con otras naciones, sino la ocupación de los resortes del poder económico y político por parte de una minoría centralizada y cohesionada por códigos cerrados de carácter militar o partidario, o incluso de linaje o tribal, que deja fuera de este ámbito de control a la sociedad en sus prácticas comunitarias y a la economía del bazar, de cuyo descontento brotaría el nuevo islamismo. Si el Islam no se ha secularizado, probablemente no es por su resistencia intrínseca sino porque los estados donde es mayoritario no han creado entre la población las condiciones económicas y sociales que favorezcan la secularización.

Los nacionalismos árabes, en este sentido, se parecerían a otros nacionalismos post modernos en que fomentan la segregación y la fractura social más que servir como instrumentos de integración de la nación porque confunden los intereses de la parte (la burocracia y las clases dominantes, el ejército) con los del todo social. Aquí es donde la tesis de Gellner es pertinente. De ella se deduce que los nacionalismos son operativos y funcionales, es decir, legítimos, cuando se dan las condiciones para integrar a toda la sociedad, garantizar su desarrollo económico y cultural y la distribución equitativa de la riqueza entre las clases sociales.

Si esto es exacto, los países occidentales habrán de prepararse para convivir largamente con el nacionalismo y el islam, a falta de alternativas, y probablemente el único modo de hacerlo exitosamente es mediante el impulso de la emancipación de los individuos sin distinción de razas, credos, ni sobre todo de género, la profundización de los mecanismos democráticos en la toma de decisiones, del garantismo jurídico en las relaciones sociales, la ampliación del contrato social a ámbitos hasta ahora dominados por las relaciones tradicionales y el crecimiento económico acompañado de una justa distribución de la renta. Esos son los únicos valores laicos que pueden oponerse a cualquier forma de sacralización del mundo, nacionalista o islamista, pero siempre reaccionaria.