Nadie sabe en qué va a parar, si para, el guirigay catalán, si en un estrepitoso choque de trenes, como repite el tópico, o en una blanda deflación del suflé, otro tópico. Promotores y detractores del prusés en  Barcelona y Madrid se esfuerzan por ocultar sus respectivas razones y por convertir el trance en un desafío sobreactuado de machos alfa que alimentan las emociones de sus respectivas hinchadas. La secuencia de los hechos es conocida. La crisis económica devenida crisis de representación política cristaliza en Cataluña en un potente movimiento secesionista que domina la calle y aspira a separarse del estado del que forma parte y que, según el argumento más reiterado, maltrata a su nación. El gobierno central deja crecer la bola porque cualquier intento de comprenderla y no digamos de intentar encarrilarla por la negociación va en contra de sus intereses electorales sostenidos por una base explícitamente anticatalana en el resto del país. La crisis encalla en una pugna en el borde de la legalidad, en la que cada contrincante espera que el otro atreviese la línea y quede fuera de juego.

Entre tanto, analistas y opinantes se esfuerzan por explicarse lo que está sucediendo, y aparecen algunas observaciones intrigantes. Dos notables periodistas en los antípodas ideológicos uno del otro –José Antonio Zarzalejos y Gregorio Morán– han coincidido en artículos recientes en detectar el carlismo como un ingrediente actuante en las posiciones soberanistas. Si esto es acertado y hay un hálito carlista, aunque sea imperceptible, en el movimiento independentista catalán, el fracaso del empeño es seguro y la irritación y el malestar social y político consiguientes, no solo en Cataluña sino en toda España, están garantizados. El carlismo es -y fue en sus mejores tiempos- un movimiento, o mejor, un estado de ánimo sin futuro pero sobrecargado de pasado con dos rasgos principales: la sacralidad de los principios y la urgencia, a menudo colérica, de la acción. Si algún movimiento político en España se ha empeñado en conquistar los cielos y ha puesto en práctica el intento ha sido, y al parecer todavía es, el carlismo. Es también una defensa comunitarista e identitaria –ya sea religiosa, cultural o folclórica, o todo a la vez- contra la abstracción del estado, y desde los principios del siglo veinte, a medida que se modernizaba el entorno productivo -industrialización, crecimiento urbano, inmigración, laicismo-ha virado hacia formulaciones nacionalistas. Cuando la explosión carlista agota sus energías, el poder vuelve a manos de la oligarquía local, que es, previsiblemente, el cálculo que han hecho Artur Mas y los suyos al sumarse a la insurrección soberanista, un término más cercano a la cosmogonía carlista que la independencia porque esta última implica imaginar un nuevo estado.

El carlismo medra cuando los poderes del estado alteran el equilibrio social, como se ha visto con las políticas de la crisis o, como ocurre ahora, están deslegitimados por la corrupción, porque es un movimiento que se siente espoleado por la idea de redención, que en este caso oculta de paso la corrupción en propia casa. El concesivo “españoles, me dais pena” del nuevo jefe de la policía catalana es indicativo de este sentimiento de superioridad moral característico de las mentalidades mesiánicas. Pero que el carlismo resulte finalmente derrotado no quiere decir que sus guerras no tengan efectos, algunos muy duraderos. En esta remota provincia subpirenaica la primera guerra carlista concluyó en 1839 con un pacto entre el gobierno central y la oligarquía local por el cual se levantaban las aduanas del Ebro -la globalización de la época- pero la provincia, es decir, la oligarquía terrateniente, conservaba la plena soberanía fiscal y la hacienda propia. Este estatus paccionado está vigente y adaptado al actual régimen parlamentario y goza de gran utilidad y predicamento en la región, aunque no tanto en el resto del país. Es seguro que si Rajoy tuviera margen de maniobra para proponerlo para Cataluña, el globo independentista se desinflaría al instante. Los carlistas no desaparecerían pero habrían dejado de representar un desafío, por el momento.