Introducción a la novela de Thomas Mann

(Ponencia expuesta en el marco del ciclo “Los ochomiles de la literatura” del club de lectura de la Biblioteca General de Navarra. 01.02.2017).

En 1912, Thomas Mann se desplazó desde su residencia familiar en Múnich al sanatorio antituberculoso de Davos, en los Alpes suizos, para visitar y pasar unos días con su esposa Katia que estaba ingresada en este establecimiento por una dolencia pulmonar “no muy grave”. En aquella visita al sanatorio suizo, el extremado clima alpino del lugar jugó una mala pasada al escritor, que contrajo una afección bronquial. Fue examinado por los médicos del establecimiento, que detectaron lo que se llama una matidez, una mancha pulmonar, y le aconsejaron que permaneciera ingresado en el sanitario medio año para su cura  “y si yo hubiera seguido el consejo médico, quizás todavía estaría tumbado allí arriba”. Así cuenta Thomas Mann el origen de lo que más tarde será La montaña mágica, en la presentación de la novela a los estudiantes de la universidad norteamericana de Princeton en 1939. La familia Mann estaba en aquella fecha exiliada en Estados Unidos por su oposición al régimen nazi y la novela había sido un bestseller quince años atrás.

A Mann le pareció más urgente dar forma literaria a la inspiración recibida durante su visita a Davos que permanecer en el sanatorio: “Ese mundo de enfermos de allí arriba es un mundo tan cerrado y tiene tal poder de ensimismamiento, que ustedes lo habrán percibido al leer el libro. Es una especie de sucedáneo de la vida, que, en un tiempo relativamente corto, aleja al ser humano joven de la vida real y activa”, resume el escritor en la mencionada presentación, en la que añade también una aclaración del contexto histórico: “Estas instituciones son un típico fenómeno prebélico [de la I Guerra Mundial], tan solo imaginable en una forma de economía capitalista todavía intacta. Solo bajo esas condiciones era posible que los pacientes, a costa de sus familias, pudieran llevar esas vidas durante años o incluso ad infinitud. Hoy en día esto ha terminado o está tocando a su fin. ‘La montaña mágica’ se ha convertido en el canto del cisne de esta forma de existencia y los sanatorios de alta montaña suizos se han convertido en hoteles de deportes de invierno.”

Aún hay un tercer dato revelador sobre la génesis de la novela, que ofrece Mann a los estudiantes de Princeton: “Casi había terminado ‘La muerte en Venecia’ en el momento de mi visita a Davos, y el relato que entonces concebí, y que de inmediato recibió el título de ‘La montaña mágica’, no pretendía ser más que un contraste humorístico de la novela que estaba terminando de escribir con una extensión de short story, pensada como un contraste humorístico respecto a esta novela trágica. Su atmósfera debía ser una mezcla de muerte y divertimento  que yo había comprobado en aquel peculiar lugar allí arriba. La fascinación de la muerte, el triunfo del desorden delirante sobre una vida dedicada al orden supremo que se describe en La muerte en Venecia debía ser transferido al plano humorístico”.

Una broma muy seria

Quienes hayan leído La muerte en Venecia o en su defecto hayan visto la película del mismo título inspirada en la novela y dirigida por Luchino Visconti (1971), recordarán que el refinado, hueco y rígido orden gran burgués, que encarna el novelista que protagoniza la historia (en la película es un compositor) se ve asaltado por un doble y amenazador desorden. La epidemia de cólera que recorre Venecia, ocultada por las autoridades, se corresponde con el deseo del viejo escritor, viajero en busca de inspiración revitalizadora, por un adolescente que se hospeda en el mismo hotel, hasta que el cólera y la pasión insatisfecha e inconfesable se entrelazan para acabar con la vida del escritor y, en consecuencia, también con el orden que representa. La tensión entre la norma que rige la sociedad y sirve de soporte a la moral y a la belleza, y las asechanzas de la pasión y la tentación de lo otro prohibido u oculto, en resumen, la tensión entre el orden y el desorden, constituye un eje característico de las ficciones de Thomas Mann. Esta tensión nacía de una circunstancia íntima del autor. Mann fue un homosexual que nunca salió del armario, y hubo que esperar a la publicación de sus Diarios para que este hecho, que la crítica y los lectores habían detectado en sus obras, fuera explícito. En La muerte en Venecia hay, pues, un fuerte componente autobiográfico, que, no obstante, sirve de pretexto a una intuición que atañe a la sociedad entera de la época. El orden social y moral amenazado de sus novelas, lo estaba ciertamente en la realidad por fuerzas insospechadas y altamente destructivas que harían eclosión en ese momento histórico. La redacción de La montaña mágica se vio interrumpida por la guerra y lo que iba a ser un divertimento terminó siendo “una broma muy seria”, en palabras del propio Mann.

El estallido de la primera guerra mundial se caracterizó al comienzo por una especie de sonambulismo eufórico, que arrastró a los gobiernos y a las poblaciones de las naciones europeas, para derivar en un sombrío desastre a medida que se prolongaban las hostilidades sin aparente término y el coste en vidas y en recursos hundía más y más a los contendientes.  En este periodo bélico, Thomas Mann, que tuvo siempre una alta conciencia de su obra como representativa de la cultura alemana, se dedicó a una intensa actividad ensayística, centrada en el debate político y cultural, de la que destaca Consideraciones de un apolítico, una especie de diario intelectual en el que Mann vierte su propia aportación patriótica a la guerra mediante una defensa intelectual de la cultura alemana, a la que consideraba el cimiento de la nación, frente a la civilización, que él identifica con la herencia ilustrada francesa. El debate estaba entre el alma de la nación, que anida en el todos y cada uno de los individuos, y el artificio del contrato social que constituye el estado democrático y burgués, seña de identidad de la Entente de los países enemigos de Alemania. El pensamiento que se destila en este ensayo es reconocible como el de la clase social conservadora a la que Mann pertenecía, y en cierto modo puede sumarse al cúmulo de literatura reaccionaria y nacionalista que precedió al ascenso del nazismo, pero, como es habitual en este autor, las argumentaciones están llevadas con tal rigor, profundidad y expresividad literarias que Consideraciones de un apolítico puede tenerse como uno de los clásicos del pensamiento político del primer tercio del siglo pasado y un monumento de la crítica cultural. Después de la guerra, Thomas Mann siguió un camino que no presagiaba Consideraciones de un apolítico: fue partidario de la República de Weimar y, por último, estuvo enfrentado al nazismo, contra el que otros miembros de su familia, como su hermano Heinrich y sus hijos Klaus y Erika, fueron adversarios más comprometidos.

Mann vertió parcialmente el material acumulado en Consideraciones de un apolítico en La montaña mágica donde la controversia entre Zivilization y Kultur, que constituye el eje del ensayo, aparece descrita con trazos apasionados y grotescos en las discusiones entre los dos personajes más notorios de la novela,  Settembrini y Naphta, como si el escritor quisiera parodiar su propio trabajo anterior, políticamente inútil a la vista del resultado de la contienda, en la que su país fue derrotado. La interrupción de la redacción de la novela durante la guerra no tuvo este único efecto sino que sirvió para que la historia resultara engrosada con más y más episodios, como si el autor quisiera contener en ella la totalidad de la  experiencia de un mundo que había sido aniquilado. El autor se sintió estimulado ante este desafío y aplicaba a su obra las palabras del Goethe, al que nunca dejó de considerar como su único par en la literatura alemana: “que no puedas ponerle fin te hace grande”.

La novela salió por fin de imprenta en 1924 y en Alemania fue un éxito editorial inmediato, que se replicó en otros países europeos hasta alcanzar el centenar de ediciones de los primeros cuatro años. La reciente y desastrosa guerra, que los alemanes habían perdido, otorgaba a la historia que se cuenta en la novela un significado hondo y desasosegante. El ensimismamiento y la dificultad para vivir la realidad, que apreció Mann en el funcionamiento del sanatorio y que trasladó a su obra, era la experiencia directa de los alemanes, y sin duda también de las otras sociedades europeas que diez años antes habían emprendido un conflicto en medio de un entusiasmo popular que hoy nos resulta increíble, además de obsceno. La montaña mágica no trata, sin embargo, de la guerra, sino de una forma de vida que niega la realidad que nos lleva a la destrucción. Lo que nos ofrece la novela es una especie de gran escaparate o de teatro “de la condición del alma europea y de la problemática intelectual en el primer tercio del siglo XX”, para decirlo en palabras del propio Mann.

            Este lienzo de la sociedad cosmopolita y burguesa de principios del siglo pasado, encaramada y absorta en lo alto y asomada sin saberlo al abismo, nos es dado a través de la curiosidad del joven protagonista, al que el autor describe como un héroe simplón, un hijito de familia y un ingeniero del montón, que descubre el funcionamiento del mundo que le rodea a la vez que lo muestra al lector en sus idas y venidas y en sus rutinas, pues llamar aventuras a lo que le ocurre sería inexacto y exagerado. El protagonista es un médium  y la aventura estática que atraviesa le lleva a un nivel superior de conciencia y de salud después de un tránsito a través de la enfermedad y la muerte, a la manera de los héroes de las leyendas arcaicas, lo que convierte La montaña mágica en una novela de iniciación. En el tránsito conocerá las laceraciones del amor y estará acompañado por las enseñanzas de los maestros que encuentre en su camino. La estructura de la historia no la convierte sin embargo en una novela filosófica, como se ha caracterizado en ocasiones. Al contrario, el lector actual aprecia que la urdimbre del relato se teje en el quicio de dos estilos, correspondientes al tiempo en que fue escrita: el realista, propio de la robusta tradición decimonónica, y el alegórico, característico de la literatura modernista que vendrá inmediatamente después, con Kafka, contemporáneo y admirador de Thomas Mann, a la cabeza de la nueva literatura.

La aventura

Hans Castorp, heredero de una empresa comercial en declive, mediano estudiante e ingeniero de formación, queda huérfano y al cuidado de sus tíos abuelos. Es un personaje joven -sin atributos, para decirlo con las palabras del título de la célebre novela de Robert Musil-, que empieza su aventura dirigiéndose desde Hamburgo, su ciudad natal, a la ciudad alpina de Davos, en cuyo afamado sanatorio antituberculoso está ingresado su primo Joachim Ziemssen, de su misma edad y militar de profesión. El objetivo es permanecer en aquel lugar tres semanas. Desde los primeros párrafos, el autor nos hace ver por medio de las incidencias del viaje en ferrocarril la lejanía espacial que media entre la vida ordinaria del joven y la que rige el sanatorio a cuyas rutinas se incorpora. El viaje es un tránsito hacia otro mundo en el que el joven quedará atrapado, aunque aún no lo sepa.

Lo que ocurre en las primeras horas de estancia en el sanatorio, ya en compañía del joven al que ha ido a visitar, reproducen con exactitud la experiencia del propio Thomas Mann cuando visitó a su esposa. El viajero se encuentra en un paisaje umbrío, rodeado de montañas, en cuya meseta se erige un edificio de arquitectura racionalista cuyo interior revela un establecimiento agradable y bien organizado en el que, sin embargo, de inmediato se hace perceptible la presencia de la muerte. Hans tendrá que dormir en una habitación en la que ha fallecido una paciente y será informado de que los cadáveres de los pacientes que fallecen en el sanatorio son discretamente evacuados en trineo. A su paso por uno de los corredores del edificio, oye el sonido escalofriante de la tos de un internado y, por último, tiene lugar el encuentro casual con el médico ayudante, el doctor Krokovski, que, entre jovial y amenazador, intenta convencer al recién llegado de que también él está enfermo. Por la noche, alterará su sueño el desaforado ruido de la cópula de la pareja que ocupa la habitación contigua. Todas estas incidencias formarán parte de la primera experiencia del joven visitante.

En el segundo capítulo, Hans Castorp se dejará llevar por sus recuerdos familiares en un intento de recuperar el mundo del que procede y que, según los augurios acumulados a su llegada, podría haber perdido para siempre. Los recuerdos giran alrededor de la figura de su abuelo, recientemente fallecido, un conspicuo representante de la clase senatorial de la ciudad hanseática y el último familiar próximo que le quedaba al joven, con el que se complace en identificarse, no sólo en algunos rasgos de carácter sino también en los hábitos cotidianos que dan una idea de una sociedad bienestante, ordenada y segura de sí misma, donde las personas cumplen la función que tienen asignada y los objetos de uso cotidiano son útiles y de materiales nobles y bellos. La evocación permite al narrador ofrecer un conocimiento del protagonista, un hombre mediocre, educado en “la supuesta cultura superior de las clases altas”, al que le gusta vivir bien, que cree en la respetabilidad del trabajo pero que se siente tentado al ocio, que sueña con ser un radical cuando en realidad es un pusilánime y que espera que esta visita a su primo y la estancia consiguiente en el sanatorio le sirva a él mismo para mejorar su salud.

El escenario

El establecimiento sanitario al que ha llegado Hans Castorp es un espacio que reconoceremos en muchas ocasiones en la literatura que vino después de esta novela. Es un lugar estanco, aparentemente comunicado con el exterior pero en realidad cerrado, en cuyo interior las rutinas tienen un aspecto reconocible y normalizado, pero en el que están atrapados un cierto número de individuos sin más recursos que sus habilidades y obsesiones, obligados a convivir con un grupo de extraños en una situación completamente artificial. El lector puede pensar en la novela como un precedente de, por ejemplo, El ángel exterminador de Buñuel.

La clave que hace verosímil esta situación es que el régimen que impera en el establecimiento y en el mundo exterior, o, al menos, en la clase social a la que pertenecen los internos, es muy parecido y está orientado al vago objetivo de recuperar la salud. La enfermedad es, pues, el reconocido estado de todos los ingresados, vale decir, de toda la sociedad, y el régimen curativo al que se someten no difiere de lo que considera deseable y respetable cualquier individuo de la clase ociosa: comer mucho y bien, pequeños paseos, largas sesiones de reposo y distracción con actividades de ocio inocentes y moralmente admisibles, como la fotografía, el coleccionismo de sellos, la pintura, los juegos de naipes y, en algunas pocas fechas señaladas, ciertos excesos, como un baile de disfraces por carnaval. Los pacientes hablan de sus dolencias y cuitas con desenfado pero sin patetismo, incluso con agrado y orgullo. La supervisión médica es casi imperceptible, apenas un constante control de la temperatura a cargo del propio enfermo y periódicas entrevistas con el facultativo, el cual parece dejar al mero paso del tiempo los resultados del tratamiento. De hecho, los dos médicos que se ocupan del sanatorio –el doctor Behrens y su ayudante Krakovski, a los que HC llama con ironía pedantesca Minos y Radamente– adoptan una actitud jovial, desinteresada y aparentemente cínica hacia sus pacientes. “Estar enfermo y morir no es algo tan serio sino una especie de paseo sin rumbo”.

 La fiebre

Hans Castorp, que en los primeros capítulos se ha esforzado por no parecerse a los internados en sus rutinas y en sus formas de pensar, termina por sumarse dócilmente al régimen general del sanatorio después de que, en una visita al médico para hacerse mirar una pequeña molestia respiratoria, aprovechando que su primo tenía una consulta propia de su tratamiento, le descubren una macha pulmonar y el consiguiente ingreso oficial en la institución por un tiempo inicialmente previsto para tres meses. Los demás internos adoptan un aire burlón y condescendiente cuando les confiesa que tiene fiebre. El estado de Hans Castorp le convierte en uno de ellos y la noticia de su estado les excita y les anima. El propio médico le dice: “desde que lo vi supe que era uno de los nuestros, usted tiene talento para la enfermedad”. Desde ese momento, la vida del joven estará ceñida a las experiencias, estímulos y expectativas que le ofrezca el régimen del sanatorio y las gentes que en él viven. El amor, el conocimiento, la libertad y el valor tendrán las dimensiones y formas que permitan la organización y el funcionamiento de esta institución encerrada entre insalvables montañas.

“La vida es una fiebre de la materia”, una frase que dice un personaje podría ser el resumen de la creencia que reina en el sanatorio, teñida de un tétrico y a la vez amable conformismo. “La enfermedad era la forma impúdica de la vida”, lo que podría resumirse en que la fiebre es honorable, pero no su relación con la enfermedad. Se habla de fiebre, pero no de enfermedad. A una enferma que está muriéndose y grita y patalea, le médico le espeta: “Haga usted el favor de comportarse”.

El fin de la vida, enferma o no, es la muerte. En el Berghof es un hecho obsceno, que se trata con discreción y que es ajeno a las actividades ordinarias del sanatorio. Los difuntos son transportados al cementerio en secreto y sus habitaciones desinfectadas con rapidez y eficiencia para ser ocupadas de nuevo. Durante un periodo de tiempo, Hans Castorp y su primo, llevados por un impulso de piedad y sentido del deber, se dedican a visitar a los moribundos, llevarles flores y hacerles compañía, lo que, de una parte, da ocasión de que algunos enfermos les cuenten sus dolencias mientras en otros despiertan burlas. El rechazo ambiental a este tipo de comportamientos compasivos termina por  disuadir a los jóvenes de la probidad de lo que están haciendo y dejan de hacerlo.

            Hans Castorp ensayará una especie de escapada, o de prueba de su autonomía personal, dando un paseo del que volverá físicamente deshecho y con sentimiento de culpa por no haber llegado a tiempo a cierta conferencia quincenal que uno de los doctores imparte sobre “el amor con factor patógeno”. Este paseo, acaecido en la primera parte de la novela, es el primero y último intento de rebelión de Hans al orden reinante en el sanatorio. Después, repetirá en muchas ocasiones el mantra que justifica su aceptada estancia en el sanatorio: “Uno se acostumbra a no acostumbrarse”.

El dinero

Un último rasgo del escenario de la novela merece ser destacado. El sanatorio es una empresa mercantil y funciona como tal, en la que prioridad no parece tanto la curación cuanto sus servicios de hostelería, por lo que los médicos están obligados a retrasar todo lo posible el alta de los ingresados. Thomas Mann explica en su presentación del libro a los estudiantes de Princeton que la obra se desarrolla en un tiempo en el que el capitalismo funcionaba bien, es decir, a pleno rendimiento. Son numerosas las alusiones a los gastos de los pacientes que sufragaban sus familias y, tras la primera semana de estancia, aún solo como visitante, Hans Castorp recibe la minuta de su estancia, a cuyo detalle el autor dedica varias páginas, y que justificará que el joven protagonista pida a su familia una aportación mensual para cubrir sus gastos. Los servicios que se prestan en el sanitario –la notable calidad de la alimentación, las excursiones de recreo, las atenciones médicas, etcétera- terminan por describir un escenario opulento, del que los internados son beneficiarios pasivos: la clase ociosa.

El sanatorio (Berghof, como se dice en la novela, es decir, palacio o residencia de montaña) tiene un doble significado. Es a la vez albergue y representación espacial de los elegidos (por la enfermedad) de la clase alta. A menudo, el narrador y los personajes se refieren a este  lugar como “aquí arriba” en contraposición al lugar donde vive el resto de la humanidad, “allá abajo”. La enfermedad que identifica a los huéspedes es a la vez estigma de debilidad y de distinción. Es cuando Hans Castorp escribe a su familia de “allá abajo” pidiendo ropa de abrigo y dinero para satisfacer las necesidades de su internamiento cuando siente que ha consolidado su libertad y este sentimiento tiene el efecto de excitarle y en consecuencia de subir su fiebre. La enfermedad le confiere entidad y da sentido a su existencia.

Los maestros

A partir de su ingreso formal en el sanatorio, Hans Castorp se dedicará a conocer su entorno, mimetizar sus hábitos y a adaptarse a sus rutinas con espíritu que puede calificarse de deportivo. Pronto aparecerá en escena uno de los personajes principales de la novela: Settembrini. Este se presenta como escritor, discípulo del poeta Carducci, descendiente de los carbonarios que hicieron la unificación de Italia, ilustrado, humanista, demócrata, y un optimista histórico. Es el que ofrece el primer contrapunto discursivo a la situación que se vive en el sanatorio. Settembrini rechaza el ritual y la atmósfera de aceptación de la enfermedad que impera en el establecimiento, aunque él mismo está enfermo y no lo niega. En nombre de valores superiores de la razón y de la libertad, intentará disuadir a Hans Castorp, al que adopta como pupilo, de su pasión por la señora Chauchat, el objeto de deseo del joven.

Más adelante en el relato, hacia la mitad de la novela, el autor presenta al antagonista de Settembrini, un personaje llamado Naphta, que con los dos anteriores forma el trío que soporta la carga filosófica de la novela. La tardía aparición de Naphta hace pensar que el personaje es fruto de las deliberaciones ensayísticas en las que trabajó Mann mientras redactaba la novela. El personaje de Naphta, en los antípodas de Settembrini, es un judío huérfano, hijo de un matarife encargado de los sacrificios rituales en la sinagoga, y converso al catolicismo por mor de la influencia de los jesuitas en cuya compañía ingresa sin que llegue a ordenarse sacerdote a causa de su enfermedad; es un tipo “feo, al que casi dolía mirarle”, un ser de la oscuridad, fanático, reaccionario y con un núcleo nihilista que arde en su intensa fe religiosa. Settembrini y Naphta tendrán al titubeante Hans Castorp como objeto de sus afanes proselitistas y como espectador de sus encendidos debates, que constituyen un contenido autónomo en la novela y ocupan un relevante espacio en ella. En compañía de estos personajes o por su influencia, Hans Castorp se interesará por toda clase de ciencias: la astronomía, la biología, la botánica, etcétera. Las discusiones de Settembrini y Naphta versan sobre un sinnúmero de tópicos, la salud y la enfermedad, desde luego, pero también sobre la pena de muerte, la tortura, la democracia, la incineración de los cadáveres, etcétera, que en conjunto cuestionan la práctica totalidad de los elementos que constituyen la civilización europea, un debate en el que Mann participó con sus Consideraciones de un apolítico y que aquí presenta en sus tonalidades más abruptas y bufas, si bien a la vez sorprendentemente cercanas y reconocibles. Estas discusiones filosóficas han recibido distintas valoraciones de la crítica. Algunas afirman que son una pesada adenda que rompe la composición narrativa de la novela y de prescindible lectura pero no hay duda de que, por su extensión y por su alta calidad prosística, constituyen un material que el autor consideraba necesario y relevante en su proyecto narrativo. En la medida que Mann intentaba descifrar el alma de la sociedad de su época, estas discusiones son imprescindibles y deben ser leídas como lo que sin duda son, la representación literaria del choque de dos corrientes de pensamiento candentes en el tiempo en el que fue escrita la novela, en el que estaba en discusión qué cauce debía adoptar la constitución de los estados ante la inminente necesidad de incorporar a las clases proletarias que hasta entonces, también en el mundo de Thomas Mann, habían sido invisibles o, en el mejor de los casos, representadas como la servidumbre doméstica. Un debate que afectaba directamente al propio Mann, como se ha dicho más arriba.

La prueba de la seriedad con que el autor se toma la pugna entre Settembrini y Naphta es que la lleva hasta el punto de que ambos dirimen sus diferencias en un duelo a pistola, en el que el humanista rechaza la idea de verter sangre y dispara al aire, a lo que el jesuita, despechado por lo que considera una afrenta añadida a la que les ha llevado al campo del honor, se pega un tiro en la cabeza como respuesta a su oponente.

El humor

“Es una broma muy seria”, esta sentencia de Goethe con la que a menudo calificaba su obra es recogida por Thomas Mann como inspiradora de lo que él mismo sentía por La montaña mágica y puede aplicarse con preferencia a la tensión que imprime a la pugna de Settembrini y Naphta, dos tipos de nombre ridículo, de biografía improbable, de perfiles estereotipados y paródicos, que sin embargo encarnan la secuencia más trágica de la novela, aquella en la que los personajes se juegan de verdad la vida, y la pierden, por las ideas que encarnan.

Para Thomas Mann, según puede leerse en sus diarios, el principal riesgo de las alteraciones del espíritu es que lleven a perder la compostura y la sensatez. Este talante da a sus obras un tono equilibrado, distante y grave. Sin embargo, la tentación del humor estaba presente en lo que escribía. El humor, por otra parte, es un componente esencial de cualquier novela que aspire a merecer ese nombre. La obra de Mann tiene una dimensión política y otra privada. El nudo de esta última está en la oposición entre la apariencia y la realidad. La apariencia como expresión del orden es necesaria para el funcionamiento de la sociedad, pero al mismo tiempo está continuamente amenazada por la realidad, que es liberadora pero también desordenada, caótica y amenazadora. Todos los personajes relevantes de la novela parecen deambular por la línea que separa la apariencia de la realidad. El lugar donde se desarrolla la historia es un sanatorio que parece un hotel, los enfermos parecen huéspedes y el médico, gerente de un negocio de hostelería. Esta es también la naturaleza de la pugna entre Settembrini y Naphta. La ideología del primero es, en último extremo, formalista: la democracia y el progreso que predicaba son convenciones en las que se basa el orden burgués, al que Naphta opone un espíritu medieval, bárbaro y una fe sin objeto ni recompensa.

¿Cómo se puede hacer humor en este terreno y con estos materiales? Desde luego, el lector no debe esperar burlas, escenas jocosas ni ninguna forma de comicidad obvia. Pero Mann introduce algunas fisuras que alivian la gravedad del relato. La primera, ya se ha mencionado, es la improbabilidad de los personajes, marcados con nombres paródicos que rebajan su entidad, como un teatro de carnaval. Otra fisura es el ensimismamiento de la situación, sostenido por una prosa que obliga al lector a seguir la acción al detalle y con tal grado de proximidad que, por reacción, provoca un efecto de extrañamiento porque los hechos que se narran no corresponden a la escasa entidad de lo narrado. Este vaivén entre la apariencia y la realidad de lo que se cuenta tiene algo de hipnótico y a la postre produce un efecto de distanciamiento que podemos calificar de humorístico.  Lo que, ciertamente, no quiere decir que dé risa.

El amor y el carnaval

Hans Castorp sufre una ardiente pasión amorosa por una dama ingresada en el establecimiento, Clawdia Chauchat, una “rusa distinguida”, de rasgos orientales, que tiene la costumbre de entrar en el comedor del sanatorio dando un sonoro portazo y cuyo apellido francés tiene el inequívoco cariz paródico que ya hemos advertido en otros personajes. Katia Mann, la esposa del escritor, recuerda que este personaje está inspirado en una mujere ingresada en Davos que llamaba la atención de su marido, cuando este fue a visitarla, y, en efecto, tenía la costumbre de llamar la atención penetrando en la estancia común con un portazo. La primera noche en que Hans advierte la presencia de la rusa, el joven soñará que esta le chupa las manos. Las mujeres no están representadas en la novela. En algún caso, son figurantes fugaces que aparecen identificadas con algún rasgo peyorativo -una sirvienta enana, una dama chismosa, etcétera- o tienen un papel fugaz de interlocutoras de los personajes masculinos, pero no cumplen ninguna función relevante en la trama. En ese sentido, La montaña mágica es una novela de y sobre hombres. El mismo Hans Castorp toma la palabra y explica así su contradictoria idea del amor y de la relación con las mujeres: “En asuntos amorosos, las mujeres adoptan el rol de objeto, sin iniciativa, pasivas. No saben decir si aman al hombre que las ama. ¿Piensa la mujer amada que debe una sumisión sin límites al hombre que la concede la gracia de su amor a una criatura tan inferior o acaso ve en el amor que el hombre siente por su persona un signo de su propia grandeza?”

Tampoco de la señora Chauchat sabemos gran cosa, más allá de lo estrictamente necesario para servir de referencia a las pasiones del joven protagonista, el cual querría rendirla pero, al mismo tiempo, reconoce en ella una libertad misteriosa y antojadiza, que no está al alcance de Hans Castorp ni de los demás personajes varones. Es muy rica y está casada con un alto funcionario ruso destinado en Daguestán, que es como decir ninguna parte, el cual satisface sus gastos y le permite viajar a su gusto por todo el mundo. La pasión del joven por la dama está presidida por la contención y la fantasía y tiene, para el lector inmerso en los usos amorosos y relacionales actuales, tintes ridículos, en los que se desliza el humor de Mann. Por ejemplo, el joven guardará durante mucho tiempo como una reliquia una pequeña placa de cristal con una radiografía del cuerpo de Chauchat. Sin embargo, esta contención tiene un significado más profundo. La atracción que Hans Castorp siente por la dama tiene un cariz idéntico a la que sintió en su época colegial por un condiscípulo, de nombre Hippe Pribislav, y cada vez que contempla a la mujer se superpone en su imaginación, y en la atención del lector, la imagen homoerótica del colegial, asociada a un incidente nimio del préstamo de un lapicero que este le hizo a Hans Castorp. La identidad entre las dos pasiones es recogida en un pliegue del relato que acontece durante la celebración, completamente inocente, del carnaval. El modesto festejo dará ocasión al acercamiento de Hans y Chauchat, que en estas circunstancias se tratan de tú,  una concesión que Settembrini considera una salvajada repugnante, un jugueteo con el estado primitivo del ser humano, un juego libertino. Un juego de sociedad celebrado en esta circunstancia y relacionado con una competición de dibujos lleva a Hans a pedirle a Chauchat que le preste su lapicero, como también se lo pidió al colegial Pribislav. Este inocente préstamo, por el que Hans comparte un sencillo objeto de la mujer rusa y de su compañero colegial, en circunstancias muy distintas y distantes entre sí, representa el mayor grado de intimidad que Hans tendrá en sus relaciones amorosas. Ambos, Chauchat y Pribislav prestarán su lapicero a Hans con la petición de que lo devuelva.  Este ir y venir de lapiceros como prenda de atracción se presta a una fácil interpretación freudiana, pero no resulta aventurado sugerir que alude a la homosexualidad, siempre encubierta, de Thomas Mann.

El carácter y el destino

Los pacientes del sanatorio son libres de abandonarlo y de volver a él para reanudar el tratamiento y eso es lo que hace Chauchat para emprender un viaje de placer que le llevará, entre otros lugares a España (del que recuerda haberse sentido atraída por la sardana), y del que volverá más adelante, en el último tramo de la novela, acompañada de un amante, Pieter Peeperkorn, el cuarto personajes relevante de la novela. Este Peeperkorn es un personaje inspirado en el dramaturgo Gerhart Hauptmann, contemporáneo de Mann, y se nos presenta como un rico holandés de gran corpulencia, tosco, vitalista y empático, de maneras extrañamente seductoras, poseedor de una autoridad carismática, al que los sentimientos gobiernan su vida. El personaje fascina a Hans Castorp  hasta el punto de que establece con él una relación de intenso afecto, justamente a causa de la común atracción, por completo exenta de celos, que ambos sienten por Chauchat. A la postre, la camaradería sentimental entre los dos hombres ocluye la pasión por la mujer hasta el punto de que parece que Peeperkorn estuviera ofreciendo el amor de Chauchat al joven, a la vez que éste reconoce que sintió atraído por la mujer en el pasado pero niega que hubiera tenido ninguna relación íntima con la dama, lo cual es cierto, ni que la ame entonces. Esta confesión recíproca tiene un efecto balsámico en Peepkorn, que lo celebra bebiendo con su nuevo y joven amigo. Peepkorn se suicida poco después con ayuda de su criado malayo y una “jeringa automática” con dos agujas ganchudas y retráctiles como los colmillos de una cobra con la que se inyecta el veneno. La señora Chauchat desaparece del relato tras la muerte de su amante Peepkorn y una vez cumplida su misión de referente del amor masculino.

El deber

            El quinto personaje relevante de la novela es Joachim Ziemssen, el primo del protagonista, que ocupa un segundo plano en la trama, en una suerte de penumbra porque encarna con pulcritud todos los valores de la sociedad de la que proceden él y Hans Castorp, “educados en una cortesía rígida y adusta”Ziemssen es militar y aspira a hacer carrera en el ejército, una carrera que se ha visto interrumpida por su enfermedad de la que espera restablecerse para reiniciarla de nuevo, es decir, para volver al mundo de “allá abajo”. Ziemssen no se entrega a las circunstancias del sanatorio con el espíritu curioso, abierto y dócil de  su primo. Es un personaje discreto y serio, estoico ante el dolor, firme de convicciones, patriota con un fuerte sentido del deber, que, en cierto momento, dará por terminada la estancia “aquí arriba”, sin estar completamente curado, para reincorporase al ejército. Anuncia su marcha con alegría, pero el médico, que le ausculta por última vez, no le da por curado y se enfurece con él. Hans Castorp no quiere seguir los pasos de su primo, en parte porque espera el regreso de Chauchat, e interpreta la marcha de este como una “deserción para unirse a su bandera”, es decir, como una forma de cobardía de quien renuncia a las posibilidades que ofrece la vida para someterse a la disciplina de una existencia altamente reglada. Aquí hay una ironía sobre las elecciones que ofrece la libertad, entre permanecer en un sanatorio antituberculoso o incorporarse al ejército. En el primer caso, las limitaciones a la libertad son interiores al individuo, en el segundo le vienen dictadas de fuera; en los dos casos podemos preguntarnos por el alcance de esa libertad. Pero la enfermedad no es una metáfora, ni es opcional. Ziemssen está realmente enfermo, y como previó el médico, recae durante su estancia en el cuartel y vuelve al sanatorio en estado grave y muere. Y aquí hay de nuevo una ironía sobre el destino: el militar tiene que dar su vida muy lejos de la causa a la que la había entregado. La defunción de Ziemssen es el momento de mayor intimidad de Hans con la muerte y uno de los pasajes más emotivos en una novela fríamente cerebral.

La muerte de Ziemssen es también la quiebra del último eslabón que unía a Hans Castorp con su gente y su mundo. Ahora pertenece a Davos. Más tarde recibirá la visita de su tío James Tienappel, con el que se repite el protocolo de todos los que llegan a aquel lugar. El doctor Behrens detecta en el tío a un “anémico perdido”, lo que lleva al visitante a iniciar las rutinas de las curas de reposo. Sin embargo, el tío empieza a sentir miedo al comprobar que su sobrino, al que ha ido a buscar, no se siente atraído por lo que le cuenta de “allá abajo”, a la vez que é mismo se siente alterado por una mezcla de fatiga y excitación, se somete a los exámenes médicos de rigor para no parecer descortés pero al poco huye del lugar, por lo que el Hans Castorp interpreta que su familia ha renunciado a él.

El tiempo

La montaña mágica se ha calificado en ocasiones como una novela sobre el tiempo. Las conversaciones y reflexiones sobre el tiempo menudean en sus páginas. La estancia de Hans Castorp en el sanatorio estaba inicialmente prevista en tres semanas y los primeros días y semanas de estancia se relatan con el detalle de quien está viviendo una situación chocante, no exenta de interés, pero pasajera, hay un una cierta prisa en la percepción de los hechos que ocurren al paso de Hans a la vez que una cierta falta de compromiso con la realidad, pero, a medida que avanza su periodo de estancia, la medición del tiempo se hace más vaga, lo que se relata son episodios relevantes para el protagonista pero despegados de las rutinas que miden el tiempo, mientras que otros aspectos de la realidad quedan en la penumbra o fuera de foco, hasta que el cómputo y la noción del tiempo desaparecen por completo y solo al final de la novela sabremos, cuando explícitamente el autor nos informa que llega la hora de poner punto final a la historia, que Hans Castorp ha pasado siete años en el Berghof.

El tiempo no tiene entidad por sí mismo. “¿Puede narrarse el tiempo como tal? Sería como mantener una única nota y hacerlo pasar por música”, así que el tiempo del relato lo da la subjetividad del protagonista y la situación interna del mundo en que está inmerso: un estado profundo de los valores, creencias y costumbres que no varía con los cambios que se producen día a día y que, en consecuencia, transmite una percepción de tiempo estanco, en el que el calendario se torna irrelevante. Esta estrategia permite al lector recrear una experiencia que conoce bien: la conciencia del tiempo muerto, de estar aprisionados en el tiempo y no poder salir de él.

Esta suerte de intemporalidad es muy común en la ficción literaria. Las ficciones tienen su propio tiempo, que se convierte en un tiempo mítico. Lo que hace relevante La montaña mágica es que esta especie de tiempo legendario se aplica a un  contexto realista, narrado con recursos propios del realismo. El lector sigue las descripciones minuciosas y el relato de los detalles con los que autor le lleva a acompañar a los personajes y sus cuitas y tarda en sentir un característico malestar debido al tiempo detenido. Un malestar que comparte el protagonista el cual, en el capítulo sexto, es decir, en la mitad justa de la novela, está en medio del paisaje nevado y se hace una pregunta: ¿Qué es el tiempo? A lo que Hans Castorp responde: El tiempo es activo, posee una naturaleza verbal, es productivo. Produce el cambio. El ahora no es el entonces y el aquí no es el allí, pues entre ambas cosas existe siempre el movimiento: pero no cuando el movimiento por el cual se mide el tiempo es circular y se cierra sobre sí mismo, ese movimiento y ese cambio se podrían calificar perfectamente de reposo e inmovilidad. El entonces se repite sin cesar en el ahora y el allá se repite en el aquí. El protagonista relaciona el tiempo y el espacio como dos dimensiones interrelacionadas que tienden respectivamente a la eternidad y al infinito y esta medida última destruye lógica y matemáticamente lo limitado y finito. Vale la pena recordar que las disquisiciones del protagonista son contemporáneas de la teoría de la relatividad.

El fin

En este universo que se ha convertido en atemporal se nos muestran muchos otros acontecimientos de los que no podemos dar noticia aquí pero que sin duda forman parte del lienzo representativo del “alma europea” que Thomas Mann quiso tejer en esta novela, la cual concluye cuando el autor quiere, pues, en la lógica del relato, podría seguir indefinidamente. Si siete años de estancia en un sanatorio no suponen ningún cambio en el joven protagonista respecto al momento en que ingresó, bien podría estar veinte o cincuenta años más. Lo que interesa de este fin de la historia es que está provocado por un suceso externo, catastrófico y de una dimensión infinitamente mayor a cualquier circunstancia que pudiera ocurrir en el ámbito cerrado en que la novela se ha desarrollado: es la guerra mundial.

El último capítulo irrumpe en el relato desde fuera de su lógica, lo clausura abruptamente y destruye de un golpe el laborioso y frágil universo desplegado en la novela. El narrador es consciente de ello y cambia de registro narrativo. Si hasta ese momento ha acompañado al protagonista para dar noticia hasta el mínimo detalle de las circunstancias que le rodeaban y de los estados de ánimo que le poseían, ahora se aleja de él hasta perderlo de vista para escribir desde un observatorio, que bien podrían ser la alturas alpinas de la neutral Suiza, desde la que mira lo que ocurre “allá abajo”: las planicies de la guerra de trincheras, jalonadas de alambradas y cráteres excavados por las explosiones de los morteros por donde avanzan y retroceden bajo el fuego de ametralladoras miríadas de individuos diminutos entre los que el narrador aventura que debe estar Hans Castorp, que, como los demás jóvenes europeos de la época, ha abandonado su confortable existencia para alistarse en el ejército al primer toque de trompeta. La guerra no solo le obliga a dejar el acogedor nicho donde ha pasado el último dilatado periodo de su vida en las montañas alpinas sino que le contagia de una euforia que arroja por la borda los sentimientos que le habitaban y, en último extremo, le empuja a la muerte. Ese delicado equilibrio entre el orden y el caos que ha constituido la vivencia moral de Hans Castorp, el aprendizaje que ha recibido de Settembrini y Naphta, la pasión por Chauchat, el afecto por su primo Joaquim y el universo mental y físico que envolvía estas vivencias se va al garete de repente. La montaña mágica se ha desvanecido.