En memoria de Pablo Antoñana, al que debo el descubrimiento de la literatura en las viñetas que publicaba cada domingo en el diario de mi pueblo

Las librerías de lance que se han abierto en mi ciudad dan respuesta a urgencias de la crisis económica, mudanzas de domicilio, cambios generacionales y otras circunstancias que llevan a las familias a liberarse de las livianas bibliotecas que han acumulado desde treinta o menos años atrás, y a los lectores a satisfacer su afición a un precio congruo  a sus menguados ingresos. El interés bibliofílico del género expuesto en estos establecimientos es escaso, pero sí ofrece interesantes informaciones sobre los hábitos lectores mi generación. En una de estas librerías he encontrado un ejemplar de Relato cruento, de Pablo Antoñana, que me ha llevado a recordar a cierto paisano que, días atrás, ponía los ojos en blanco cuando no sé por qué salió a colación este autor por lo que había significado para la cultura de este pueblo. Debe entenderse que la afirmación hacía énfasis en este pueblo y no en la cultura, lo que además de injusto para Antoñana, constituye un equívoco en el que ha cristalizado su memoria y probablemente le condenará a un inmerecido olvido, que quizás ya ha empezado. Uno de los hitos de este equívoco puede encontrarse en la exposición que colgó en octubre de 2014 el artista Xabier Morrás y en la que la obra más notoria de la muestra era un monumental friso mural de personajes contemporáneos “que más han hecho por Euskal Herria”, ataviados a la usanza del siglo XV, cuando Navarra fue anexionada a la corona de Castilla. El anacronismo del tema y la intencionalidad política del lienzo eran obvios y explican el meollo del equívoco que ha rodeado la fama póstuma de Pablo Antoñana, que aparecía representado como la figura central del lienzo.

A las pocas fechas del fallecimiento del escritor, en agosto de 2009, fue objeto de un homenaje cívico-literario en el que participaron estudiosos y escritores de esta su tierra. En aquella ocasión y en otras posteriores, a las genuinas muestras de afecto y a las opiniones sobre el valor de su literatura, unánimemente considerada de gran calidad,  se sumaron otros juicios que lo presentaban como un autor incomprendido, cuando no ninguneado, e insumiso frente a inciertos poderes empeñados en ocultar la luminosa verdad de su obra. Esta visión del personaje público fue posible por una tergiversación a la que el propio Antoñana se sometió voluntaria y pasivamente en los últimos años de su vida.

Pablo Antoñana procedía de una robusta cepa tradicionalista, fue funcionario público (secretario municipal) en su vida activa, que coincidió con la dictadura franquista, y publicó buena parte de su obra, y en mi opinión la más genuina y valiosa, en Diario de Navarra, donde llegó a escribir seiscientos artículos literarios, lo que sitúa el número de sus repetidos lectores –fieles y agradecidos lectores, entre los que me cuento- en varios miles, por decir lo menos, cifra notable si se tiene en cuenta que está extraída de un censo de población no superior al medio millón de individuos, no todos afectos a la literatura. Antoñana fue un escritor riguroso e inspirado, autor de prosas exquisitas, y gozó siempre del reconocimiento y del aprecio de un público de amplio espectro, que hizo posible, por ejemplo, que fuera el único escritor navarro que ha publicado simultáneamente artículos en los tres periódicos regionales, de tendencias irreconciliables y excluyentes entre sí. Fue, por ende, un personaje discreto, reservado en sus relaciones, que gustaba de presentarse a sí mismo como un solitario propenso a la melancolía. En todo caso, no era un desconocido ni un marginado cuando llegó al fin de sus días.

Para entender el equívoco en el que está envuelta su memoria es preciso tener en cuenta algunos aspectos históricos que afectan a su literatura. El carlismo del que procede Antoñana fue un movimiento reaccionario que apoyó con las armas la sublevación militar contra la II República, en medida no menor ni menos entusiasta a como lo hizo la oligarquía provincial y su órgano de expresión, Diario de Navarra. Resultó, sin embargo, que, como ya ocurriera en el XIX, los objetivos monárquicos y tradicionalistas de las huestes carlistas no se cumplieron una vez más y el impulso malogrado quedó embalsado en un difuso estado de conciencia que cada uno pudo interpretar y derivar a su manera. Los carlistas estaban perplejos: ¿habían ganado o perdido la guerra? Es en esta bruma en la que se desarrollan las ficciones de Antoñana, igual que las de su maestro Faulkner tienen lugar en las inconfesables ruinas de una sociedad esclavista.

Un ejemplo ilustrativo lo encontramos en la novela, mencionada más arriba, Relato cruento (Editorial Pamiela, 1996) publicada por primera vez por la caja de ahorros local en fecha relativamente tardía, 1978, cuando ya era un escritor acreditado y, en mi opinión, su obra entraba en declive. Esta novela corta es un drama rural de amos y siervos cuya trama alterna dos historias paralelas y especulares, acaecidas en 1875 y 1936 en un mismo lugar –la hacienda de un infanzón y caudillo carlista de Tierra Estella, la comarca donde nació y vivió Antoñana- y protagonizadas en el tiempo por personajes que son padres e hijos de los mismos linajes en pugna. La historia decimonónica es un dramón romántico de ultrajes consumados y venganzas fallidas; la que ocurre en el verano de 1936 es una expresión bélica de la lucha de clases. En realidad, poco tienen que ver una y otra, excepto en la identidad de los personajes. En la primera, el hacendado legitimista no puede cumplir la venganza sobre el militarote del “ejército de Madrid” que ha violado a su esposa; en la segunda, el mismo hacendado, es decir, su hijo o nieto, no sabe qué hacer con los peones que ha capturado y que están destinados al paredón y a los que finalmente permite la fuga.

El mensaje de la historia es: las guerras del XIX las perdieron los carlistas, que no pudieron vengar las afrentas recibidas; ganaron la del siglo XX y fueron piadosos con los vencidos que tenían a su merced. Esto no fue en realidad así, claro está, pero conviene a la economía del relato. En la tierra donde éste tiene lugar y por las mismas fechas en que se desarrolla la segunda parte de la historia urdida por Antoñana se ejecutaron sumariamente a cerca de cuatro mil individuos por idénticos argumentos de culpabilidad que son imputables a los rehenes que retiene el hacendado de la novela, es decir, porque eran leales al gobierno constitucional. Si hubo dudas sobre su destino final o alguno obtuvo la compasión de los verdugos (el magistrado Luis Elío, padre de la escritora María Luisa Elío, amiga de Gabriel García Márquez, fue uno de estos) debe computarse como una excepción y no la regla. Tampoco la sublevación contra la II República en Navarra fue una asonada de gañanes armados con sables herrumbrosos y mosquetes de avancarga, convocada por caudillos locales ataviados con uniformes de opereta, aunque algunas imágenes fotográficas de los requetés de la época inviten a creerlo así. Pero este lienzo valleinclanesco cuadra a las necesidades del programa narrativo del autor. El aroma romántico de perdición y derrota que impregna el relato y lo hace tan atractivo mana de esta ambigua percepción de la realidad, deliberadamente alimentada porque es una fuente de energía literaria. Y de justificación histórica.

Ésta es la razón –política, si vale decirlo así- de que Pablo Antoñana haya sido un escritor tan apreciado en Navarra, aparte de por sus logros literarios, que sin embargo no le valieron para ser reconocido más allá de las fronteras de la provincia. Las razones de que fuera ignorado o preterido “en Madrid” no hay que buscarlas en ninguna clase de persecución paranoica de oscuros poderes, ni mucho menos en el carácter insumiso del autor, como se ha dicho de él a menudo, porque no hubo tales, sino en factores más sencillos, aunque determinantes: la precariedad de la industria editorial de la época; el formato fragmentario de las prosas de Antoñana, que nunca alcanzó a escribir una gran novela, y el carácter local de sus historias. Ni siquiera, ay, el talante del autor, que Miguel Sánchez-Ostiz, su panegirista funerario, no dudó en calificar de adusto, tuvo que ver en este negocio.

El autor de ficciones sortea las dificultades –emocionales, políticas, históricas, cognitivas- que presenta el abordaje de la realidad mediante estratagemas retóricas que elige entre otras posibles de acuerdo a sus intereses y recursos. A estas estratagemas le llamamos estilo. El de Antoñana se ciñe con atención y minucia a los hábitos de un universo rural en un tiempo estanco. Las tierras y los hombres, que es el título genérico de sus dilatadas colaboraciones en prensa, da noticia de su cariz costumbrista. En este empeño, Antoñana es un deslumbrante autor de viñetas, que compone como piezas de taracea literaria mediante una escritura detallista, seductora, aromática, trufada de términos precisos, evocadores y arcaicos, que al lector actual le parecen especimenes de una zoología extinta o cachivaches de almoneda. Los escenarios de sus relatos son cerrados, casonas de hidalguía decadente; los personajes, figurillas de retablo familiar, y el conflicto dramático, un monótono mecanismo de relojería siempre igual a sí mismo. Un bodegón, en resumen, de lo que fue cierta sociedad española hasta la mitad del siglo pasado, y en Navarra hasta la industrialización de su economía en los años sesenta.

También estos rasgos de estilo tienen una explicación histórica. Al término de la guerra civil, el pueblo carlista volvió a su terruño sin más botín ni recompensa que sus propósitos contrariados, para encontrarse la sociedad opresiva y clasista que los combatientes de la boina roja habían ayudado a sostener con el fusil y en la que habrían de vivir los próximos treinta años, precisamente los de formación y madurez de Antoñana. Malos años para la convivencia y la esperanza y buenos para la cocción de leyendas. Las que tejió Antoñana respiran desasosiego por el presente conquistado y melancolía por el pasado perdido, pero carecen de futuro. El mundo agrario y clerical que pinta es retraído, espectral, plagado de fabulaciones y trampantojos, de destinos frustrados y sueños insomnes, un lugar donde la vida ha sido colonizada por las apariencias, debajo de las cuales no hay más que polvo y moho. Esta fijación temática y la evidente imposibilidad de trascenderla terminaron por dañar de manera irreparable la creatividad del autor cuyas últimas piezas lucen reiterativas y consabidas.

Cuando a principios de los ochenta se instauró el régimen democrático en España, el carlismo estaba amortizado y las perplejidades que traía asociadas eran una curiosidad para historiadores (y ahora mismo, para operadores turísticos). En este periodo Antoñana siguió publicando artículos de prensa y relatos que eran secuelas o variaciones de su trabajo anterior, pero sus obras, como las de los demás novelistas españoles de su generación, habían quedado anegadas por la pujanza de los escritores del boom  latinoamericano y otras modas que se habían adueñado del panorama editorial. Para hacer una cata en este cambio de la sensibilidad literaria de la época basta comparar la versión que de la guerra civil da Antoñana en Relato cruento con la que ofrece Juan Marsé en Si te dicen que caí, publicada en México dos años antes que la del autor navarro. Ni por carácter ni por recursos podía Antoñana competir en la nueva cancha. Entonces germinó el equívoco que ha acompañado su memoria. Su obra fue editada, en ocasiones bajo el patrocinio de las instituciones públicas regionales, junto a la de otros escritores navarros de la primera mitad del siglo, menos como respuesta a una demanda del público que como proyecto de restauración de la identidad cultural de la provincia. Los otros autores que acompañaron a Antoñana en esta recreación del parnaso local pertenecían, sin embargo, a una generación anterior –Félix Urabayen o Ángel María Pascual, por citar dos nombres a ambos lados de la trinchera- y habían fallecido mucho antes de que les llegara este homenaje. Antoñana, a su turno, fue apadrinado por editoriales y periódicos locales vasquistas, herederos gustosos de lo que queda del carlismo insumiso (después de todo, lo que llamamos izquierda abertzale, la segunda fuerza política en Navarra durante los últimos treinta años, aunque no ahora mismo, no es sino el carlismo residual pasado por la túrmix de la industrialización), y él mismo, con su ostentosa boina, su cachava y sus barbas de figura de la Pasión, se dejó llevar en andas a modestas procesiones conmemorativas de naturaleza político-literaria y de ámbito provincial. Una peña de admiradores de nueva factura vino a sostener  la fama postrera del escritor no tanto por admiración a las cualidades de su prosa –algún joven escritor se adhirió en aquellos días al homenaje póstumo con la paladina confesión de no haber leído ni una línea del autor- cuanto por el carácter icónico de su figura pública, y esa peña se ocupó de despedir sus cenizas. Bien mirado, parecía un relato urdido por el propio Antoñana.