Wassily Kandinsky fue un artista azacaneado por la historia. Nacido burgués en la última Rusia de los zares, abogado y economista inclinado a las artes plásticas, constructivista expulsado por la revolución de su país, profesor y teórico en Alemania de la Bauhaus, la escuela de arquitectura y diseño que intentó hacer habitable la vertiginosa mutación hacia nadie sabía dónde que registró Europa en el primer tercio del siglo pasado, y, por último, exiliado en París de la barbarie nazi, que terminó por alcanzarle. Los ojos actuales identifican de inmediato su obra con lo que vagamente llamamos las vanguardias, ese estadio en el que el arte cabalgaba sobre un tigre y en el que a menudo los artistas creyeron que llevaban las riendas. Lo que caracteriza la obra de Kandinsky es que él nunca parece creerlo. Su pintura es tentativa, leve, propia de un pensador que busca la formulación de una verdad que no está en los objetos ni en las figuras, pero que tampoco encuentra en dimensiones más abstractas, como si el modo de expresión que ha elegido fuera insuficiente para alcanzar el objetivo. En sus lienzos aparecen apuntadas figuras geométricas –conos, dameros, escalas, segmentos circulares- entre manchas de color que siguen un patrón arbitrario o en todo caso desconocido. Inasible, incluso para el autor. Sus lienzos pueden verse como representaciones primitivas de las imágenes que captan los grandes telescopios actuales y sobre las que astrofísicos intentan sentar patrones matemáticos. En esta pugna irresuelta entre la razón científica y el carácter proteico de la realidad radica el encanto que identifica su obra, que, por lo demás, no es placentera ni consoladora. Frente a un kandinsky es más fácil quedarse perplejo que extasiado. Al contrario de lo que ocurre en la pintura tradicional, el enigma del cuadro no está oculto en la cosa representada sino directamente plasmado en el lienzo, como una fórmula o una ecuación y, en consecuencia, cualquier interpretación que se le aplique es provisional porque depende, como se diría en el principio de Heisenberg, de la posición del observador. Para Kandinsky, esta búsqueda a la que dedicó su actividad pictórica debió resultar extenuante. Al final de su vida, el mundo que lo rodeaba no avanzaba hacia la claridad científica -por más que fuera contemporáneo de algunos de los descubrimientos de cuya luz aún dependemos- sino hacia la oscuridad más absoluta, una mezcla de mitos arcaicos y milenaristas y brutalismo político y social. En la estación término de su vida, con su refugio parisino invadido por quienes le habían expulsado de Alemania, se dejó llevar hacia la pintura intrauterina que le inspiró Miró.