Al iniciar este comentario, el escribidor ha sentido retumbar en los túneles de la memoria la consigna Tarancón al paredón, que coreaba el facherío nacional contra el entonces presidente de la conferencia episcopal española durante la agitada transición, hoy edulcorada en el recuerdo. Seguramente sin sospechar siquiera el aire de familia con aquel grito de los partidarios de la dictadura, el pepé ha emitido un tuit en el que califica de cumbre comunista el encuentro de la ministra doña Díaz con el papa Bergoglio. La chavalería que ahora gobierna el país desde la retirada forzosa de don Rajoy -el último adulto que ha ocupado una poltrona, según su autocomplaciente libro de memorias- se crió cuando la historia había finalizado, tras el desplome del bloque socialista del este europeo. Desde ese momento, desapareció la razón dialéctica y la sucesión de acontecimientos perdió todo sentido predictivo y se convirtió en un presente continuo bajo la férula indisputada del ultraliberalismo. Este estado adánico explica por qué en el pesoe creen que el socialismo lo fundó don Felipe González y por qué doña Ayuso puede afirmar sin que crujan las vigas del edificio que si te llaman fascista es porque estás en el lado bueno.

Lo que han hecho la ministra española y el obispo de Roma es retomar el hilo de la historia. No por casualidad, doña Díaz ha obsequiado al papa una estola litúrgica tejida con material plástico reciclado. Hay algo en el encuentro romano que nos resulta muy familiar a los más viejos del lugar. La ministra viene del comunismo que se forjó en el yunque y bajo el martillo de la dictadura franquista: partidario de la reconciliación nacional, democrático y dialogante pero sin perder de vista la razón histórica que le da sentido. A su turno, el papa Bergoglio parece un eco de su ya remoto antecesor el papa Roncalli, que patrocinó el último concilio de la iglesia y la apertura de esta a una sociedad cambiante. Era la época del deshielo de Kennedy y Kruschev, y de la guerra de Vietnam, la revolución de las flores y los curas obreros. Aquel revuelo se solidificó con el siguiente papa Montini y giró hacia el autoritarismo eurocéntrico de Wojtyla y el ensimismamiento de Ratzinger. El papa polaco emergió de las ruinas del comunismo soviético y fue el representante místico del neoliberalismo rampante; el alemán heredó los quebrantos y el desconcierto del papado anterior, que llenaba los estadios y vaciaba las parroquias. El argentino actual viene de los confines de la civilización cristiana, tal como la entendemos por aquí, y su visión del mundo parece más cercana a los que vandalizan las estatuas de Cristóbal Colón que de los que encubren la pederastia clerical, todo ello dicho con la cautela que debe imperar en cualquier juicio sobre los sibilinos designios y negocios de la iglesia.

La iniciativa de la vicepresidenta española indica una audacia y una seguridad sin precedentes. No solo ha irritado a la derecha sino que ha desconcertado a la izquierda. Doña Díaz aprendió de sus mayores -de cuando Pasionaria y el jesuita padre Llanos tenían el mismo carné rojo- que en España no se puede hacer ningún cambio histórico sin algún grado de complicidad de la iglesia. Así ocurrió en la transición, cuando los ancestros políticos de doña Ayuso pedían el paredón para el presidente de los obispos. La izquierda, pues, debe olvidarse durante algún tiempo de la impugnación del concordato con Roma, que ha sido una de sus banderas de los últimos años, si quiere salir de esa pequeña esquina que es la izquierda del pesoe, según la gráfica definición de la propia ministra. El encuentro de Roma ha demostrado además que doña Díaz está dispuesta a dar la batalla en el frente de la hispanidad, abierto por la derecha. Don Casado y don Abascal viajan al otro lado de la mar océana para buscar alianzas en la Iberoamérica  de los conquistadores mientras doña Díaz se acerca a la sombra del padre Bartolomé de las Casas. Como arranque de una partida de ajedrez es fascinante.