Me pregunto qué razón tienen las próximas elecciones que no sea cumplir un precepto constitucional manifiestamente disfuncional. La Constitución lo mismo podría haber previsto que, en circunstancias como las que atravesamos, el rey designara a dedo un presidente o, si se quiere un poco más de truculencia, una junta de gobierno, para salir del paso. En ese caso, seguramente, los partidos se hubieran mostrado más diligentes para llegar a un acuerdo. No hay estímulo más vigoroso para la acción que la perspectiva de perder las prebendas que la inacción otorga. Pero no es el caso. Por el contrario, en junio los partidos se presentarán con los mismos candidatos, idéntico programa e igual propósito, ya lo han anunciado, de hacer lo que han hecho durante estos seis meses. De modo que los cambios, si los hay, se deberán a la erosión provocada por la abstención y los consiguientes corrimientos que provoque en las fuerzas del sistema. Desde que la historia ahormó a la sociedad española y su sistema de gobierno en los años cuarenta del pasado siglo, la geología es la disciplina más próxima a la política. Los votantes somos rehenes del sistema o del régimen, como se quiera llamar, como los campesinos de una tierra baldía lo son del sol y las nubes. La metáfora quizás explique el desafecto crónico y el cabreo latente que se respira por todas partes, como en un bochorno interminable, un estado climático que en castellano se dice con la misma palabra que también significa vergüenza. Porque la cara oculta de este estado de cosas es el reconocimiento íntimo de una impotencia generalizada. Los partidos han venido a reconocerlo al anunciar como compensación al burlado cuerpo electoral una rebaja del gasto de la campaña, lo cual está en la línea oficial de devaluación de los activos del país para salir de la crisis. La cuantía de la rebaja, sin embargo, no es significativa si la comparamos con las que anuncia el comercio en los escaparates. Un treinta por ciento, he oído, pero bien podrían hacer la campaña electoral gratis para el servicio que han prestado. Ni el fontanero más desenvuelto se atrevería a pasar una minuta por una chapuza como la que han perpetrado los cuatro grandes. En medio de esta sequía, destaca la sonrisa de oreja a oreja de Rajoy, al que, una vez más, la meteorología le ha dado la razón. El registrador de la propiedad sabe que, cuando la tierra no produce, el aldeano vende y, después de varios intentos fallidos de sacar rentas de donde no hay de qué, vende a un precio más que razonable. Como si quisiera darle la razón antes de que se la pidan, Sánchez se...
Un amor de juventud
Enseñanzas literarias y morales en los relatos de Ernest Hemingway. No creo que haya habido otro autor de ficción que me haya conmovido y emocionado de manera tan honda y perturbadora.
Los clásicos
Los viejos hemos de prevenirnos de dos tropiezos: los que nos deparan las irregularidades del pavimento callejero y los alojados en la mecánica de los programas informáticos que constituyen la llave de acceso al mundo. Ambos están emboscados en la rutinaria gimnasia física e intelectual dirigida al mismo objetivo imposible: salvar la vida. Este pensamiento me acompaña mientras me dirijo al café de media mañana: academia, liceo, jardín y pórtico de sofistas tardíos. En la mesa se sienta Javier López de Munáin, el mejor librero que ha tenido esta ciudad. Llega unos minutos tarde porque se ha enemistado con su esqueleto y aún no se ha sentado cuando nos da noticia de Palladas, con la misma urgencia y regocijo que si ese personaje hubiera aparecido en los papeles de Panamá. Los asiduos clientes de El Parnasillo eran objeto de una atención especial por parte de Javier: los llevaba del brazo hasta los anaqueles de los clásicos grecorromanos de los que extraía algún tomito que abría sin dubitación por determinada página y del que leía al invitado un fragmento de interés. Diríase que tras cincuenta años de oficio había vuelto a los orígenes y a su entender la literatura que vino después de estos autores primeros fuera prescindible. Una manera como cualquier otra de reconocer la futilidad del esfuerzo humano, del que Javier hace una única excepción: el Ulises de James Joyce, la historia del regreso a casa a través de océanos de palabras. ¿Sabéis quién era Palladas?, inquiere. Los demás arqueamos las cejas, a la espera. Un infeliz que vivió en Alejandría en el siglo IV y ha dejado unos cuantos epigramas que se recogen en una antología de la Universidad de Cambridge; el pobre se queja en sus versos de que los cristianos le han echado de su empleo de maestro porque era pagano y no le permiten divorciarse de su mujer porque han decretado que el matrimonio es indisoluble. De repente, Palladas se convierte en nuestro contemporáneo, el único honor que podemos conceder los vivos a los muertos, y a partir de sus cuitas recorremos de tumbo en tumbo y de ocurrencia en ocurrencia la historia de la humanidad hasta llegar a lo que nos queda; los amigos idos, los olvidados, los que han desertado (uno está dos mesas más allá, enfrascado en la lectura del periódico, para no verse obligado a saludarnos), fragmentos de arcilla con ininteligibles versos grabados, bronces cubiertos de verdín camino del chamarilero, muros sepultados bajo la hiedra. Y aún tenemos que hablar de lo que pasó en febrero del setenta y dos, recuerda uno cuando ya levantamos el campo, y por poco consigue que la tertulia se prolongue una hora más, pero...
Destellos del pasado
Los acuerdos entre partidos se producen y funcionan cuando estos representan a las élites reales de la sociedad, y mejor si el acuerdo es asimétrico y lo dirige quien de manera incontrovertible tiene el liderazgo de esta representación. Un axioma que explica lo ocurrido estas semanas. Sin duda, un acuerdo dirigido por el partido popular hubiera funcionado en esta ocasión mejor que cualquier otra fórmula si lo hubiera intentado de verdad. El fracaso de las negociaciones para la formación de gobierno ha despertado en nostálgicos y oportunistas, vale decir, viejos desnortados y jóvenes avispados, la memoria de la transición y el presunto clima de acuerdo que la hizo posible. Este recuerdo falsea el hecho de que quien dirigió el proceso hacia la democracia fue un partido directamente emanado de las estructuras de la dictadura y dirigido por altos funcionarios del franquismo conversos y apoyados por el nuevo jefe del estado, que invitaron a la mesa a lo que entonces se llamada la oposición democrática, la cual careció en todo momento de capacidad para llevar a la realidad su propia alternativa. Este es el escenario que ha querido reproducir el emergente ciudadanos, sin tener para ello ni fuerza ni representatividad, entre otras razones, porque las élites económicas a las que este partido representa tienen intereses muy despegados de la sociedad que acude a las urnas. Hace cuarenta años, el gran dinero estaba interesado en la apertura al exterior y en la homologación del régimen en su entorno geopolítico; estos objetivos se ha conseguido con creces y no es imaginable que ahora, cuando los integrantes de estas élites tienen afincados sus intereses en Panamá, estén interesados en la redistribución de las rentas o en la reversión de las reformas que han hecho posible su incalculable bienestar. El partido socialista se benefició de aquel consenso, en el que aún permanece trabado, por una circunstancia probablemente irrepetible: la implosión del partido de la derecha. El partido popular no es la ucedé por la sencilla razón de que este último no tuvo tiempo de crear la gigantesca red de intereses clientelares que el pepé ha urdido desde los años noventa, y ya veremos si el balón de gas de la corrupción explota por último y acaba con la instalación de la calle Génova; por ahora solo se han producido escapes, aunque muy ruidosos. El malestar de Pedro Sánchez radica en que quiere ser Felipe González a destiempo, cuando éste ya aparece en la orla panameña; Sánchez quiere ser a la vez el líder de la oposición democrática, de cuando la chaqueta de pana, y el respetable guardián de los intereses del dinero, un proceso que a su modelo y antecedente le costó años e...
El ángel exterminador
Cuatro políticos representantes de los partidos mayoritarios son invitados a debatir en la tele sobre la plaga que ha emergido estos días: los paraísos fiscales. Solo uno de los cuatro (una, para ser exacto, que llama con toda propiedad lavaderos de dinero a estos artilugios) afirma sin ambages que son parte del sistema financiero internacional. A vista de pájaro, aunque sea de mal agüero, no puede llamarse de otro modo a un archipiélago de islas opacas, algunas tan ignotas que parecen legendarias, en el que empollan sus dineros jefes de estado y de gobierno sin distinción de regímenes, empresarios, intelectuales y artistas de relumbrón y un sinnúmero de personajillos como el que se presentó a bombo y platillo en el mismo programa televisivo, sin otro mérito que haber acumulado una pequeña o gran fortuna. La astucia de los corsarios y comisionistas, algunos de los cuales encuentran sus raíces en el nazismo, la colaboración obsequiosa de los grandes bancos, el silencio e impotencia de los gobiernos nacionales, de los parlamentos y de las instituciones internacionales de control, no permiten deducir otra cosa ni llamar al tinglado por otro nombre. Sin embargo, los otros tres contertulios se negaban a reconocerlo y se obcecaban en sus rutinas retóricas. El más obvio insistía en que la cosa era un accidente y, si hubiera delito, es responsabilidad de quien lo ha cometido; otro no paraba de blandir un papel y decir que su partido había presentado no sé cuántas medidas para atajar la plaga, y el tercero matizaba que los lavaderos no son parte del sistema sino un problema de incumplimiento de las leyes. Los tres parecían personajes de la célebre película de Buñuel, El ángel exterminador, en el que un puñado de personajes de la plutocracia, invitados a una copiosa cena, prolongan durante horas la sobremesa por la simple e inconfesada razón de que no pueden atravesar la puerta de salida que les llevará a la calle, porque está clausurada por una fuerza invisible que anida en los propios personajes. Entretanto, las relaciones entre los encerrados se gangrenan, plagadas de malentendidos, agresiones y acusaciones recíprocas, y la armoniosa y bien estante sociedad del principio de la película deviene en rencorosa horda de primates. Más o menos, un espectáculo similar al que hemos asistido durante estos meses de fallida negociación para formar gobierno. La misteriosa historia del cineasta aragonés admite muchas interpretaciones pero una de ellas es, sin duda, la de la renuncia a la verdad común en aras a los intereses privados. Es seguro que el estático y previsible Rajoy no encuentra relación alguna entre los paraísos fiscales y la crisis de gobierno, y lo mismo puede decirse de Sánchez, que en ciertas...