Estaba sentado en la cafetería junto a la mesa en la que yo esperaba a un amigo; él también esperaba a otro, por lo que vi después. Conserva el cuerpo magro y atlético que tuvo siempre y viste ropa deportiva, pero su esqueleto está doblado por la edad. Me dirigió una mirada que quiso ser curiosa pero que resultó distraída. A cierta edad, la realidad se desvanece ante nuestros ojos, no conseguimos retenerla, ni siquiera estamos seguros de quererlo. Le conozco desde mi infancia. Su familia y la mía eran vecinas en la misma finca urbana de la calleja de los cutos, tal era el sobrenombre de nuestra común dirección postal y aún la conocemos así los de entonces. Una comunidad del recuerdo. Él es bastante mayor que yo. Su madre escapó a esta ciudad con tres hijos pequeños en plena guerra civil, después de que los falangistas asesinaran a su marido en otra localidad, un nudo ferroviario distante cincuenta kilómetros. Aquella valerosa mujer y sus hijos son el primer testimonio mudo –silenciado, diríamos ahora- de mi personal memoria histórica. Él fue futbolista profesional en el primer club de la provincia y, tras retirarse, condujo un taxi. Desde hace unos años, pasea por las calles del ensanche donde vivimos ambos, pero no me reconocía y yo no le saludaba, hasta que ese día me aventuré a romper el maleficio. Aceptó el envite con curiosidad y la conversación duró unos pocos minutos, dedicados a la laboriosa tarea, más por su parte que por la mía, de rebobinar la memoria y encontrar los lugares comunes que nos acercaran. La calleja de los cutos fue el santo y seña. Recordaba a mis abuelos por su nombre y vagamente a los dos chavales que éramos mi hermano y yo. A mi turno, le pregunté por su hermano, que en mi memoria está acompañado de un hermoso perro llamado Sorty y al que veía como un admirado amigo mayor, y me dijo que estaba bien. Al poco, llegaron las personas a las que esperábamos y la conversación se interrumpió. Cada uno de nosotros dimos a los recién llegados noticia breve de quién era el de la mesa de al lado. Hasta donde la discreción me permitió oír, mi antiguo vecino hablaba con su interlocutor -un hombre también mayor que llevaba una escarapela de la segunda república en la solapa- de cuando su madre y sus hermanos vinieron a la calleja de los cutos, pero, por las preguntas del otro, no me parece que fuera explícito sobre las causas. En la gente de esa generación, el miedo con que despertaron a la vida ha cristalizado en pudor, aunque no en desmemoria. En nuestra mesa, mi amigo y yo también hablamos, por derivación, de la memoria histórica y de la exposición que se ofrece estos días en el parlamento de la provincia. Los lienzos de José Ramón Urtasun que forman la muestra son desafiantes estampas solanescas que evocan sucesos históricos ocurridos en los meses atroces en que tuvo lugar la huida de mi antiguo vecino y su familia. Imágenes de hechos rescatados por historiadores y asociaciones civiles que han tirado de hilachas del recuerdo enterradas bajo una uniforme y espesa manta de silencio impuesto y que aspiran a constituir un contrarrelato de lo que ni siquiera fue historia oficial sino, básicamente, un ocultamiento masivo. Imágenes a grito pelado en un paisaje en el que durante tres generaciones -la de nuestros padres, la de mi vecino de la mesa de al lado, la nuestra- solo se han oído susurros. Mi antiguo vecino  y yo nos despedimos con el compromiso de saludarnos la próxima vez que nos veamos. No es poco compromiso en la ciudad del olvido.

P.S. Esta bitácora ha abierto un nuevo canal, pestaña o como quiera llamarse titulada «Historias», que aspira a contener pequeños ensayos personales  sobre literatura y arte y que se inicia con uno dedicado a Simone de Beauvoir con el pretexto del trigésimo aniversario de su muerte, el pasado 14 de abril. Las entradas en este canal son más largas, por lo que se recomienda al usuario interesado que vaya directamente al cuadro «leer más» para tenerlas completas ante la vista.